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Opinión · Dominio público

Una pulsión cruel y autoritaria

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Captura de pantalla de dos vídeos virales. La imagen de la izquierda expone a un Policía señalando con una pistola a un joven en EEUU. La de la derecha muestra a otro agente pateándole la cara a un hombre en el suelo, en Manchester.- Público

Varios policías rodean a unos jóvenes en una esquina. Es de noche en Valladolid, y alguien, alertado por el jaleo, ha empezado a grabar la escena desde su balcón. Uno de los agentes golpea con fuerza a dos de los chavales que permanecen quietos, pegados a la pared, entre gritos e insultos. No se sabe lo que había sucedido antes. Los jóvenes son de origen magrebí. La actuación es del todo irregular, no hay justificación para esos golpes. Delegación del Gobierno dice que ya lo está investigando.

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Hace unos días, otro vídeo de un agente de Policía en Manchester pateándole la cara a un hombre en el suelo y pisándole con fuerza la cabeza se hizo viral. Decían que había agredido a varios agentes. De nuevo, la actuación, independientemente de lo que había sucedido antes, era desproporcionada, brutal e innecesaria, cuando el sujeto no podía ni moverse, y, además, los agentes llevaban pistolas táser. Así lo reconocieron las autoridades, más allá de lo que hubiera sucedido antes. Es el protocolo. Es su propia norma que lo refleja. La difusión del video provocó que se abriera una investigación, y el Policía, en este caso, fue apartado de inmediato.

La misma semana había salido a la luz otro vídeo de dos agentes de Policía en Estados Unidos en casa de una mujer negra que les había llamado al creer que alguien merodeaba por su casa. Ella está en su cocina hablando tranquilamente con ellos y se dispone a quitar una tetera del fuego. Uno de los agentes le dice que no toque nada. La mujer sigue con sus quehaceres y la escena termina con el agente cosiendo a tiros a la mujer. El agente es detenido.

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Colgar un video así en redes es un buen experimento para comprobar como supura la maldad y la cuerda floja por la que anda una sociedad cuando el abuso y la crueldad no solo se instalan como aceptables, sino que se celebran. Son hechos objetivamente indefendibles, tanto moral como legalmente, al menos en un Estado de Derecho, pero las reacciones ante estos advierten de la fragilidad de este consenso.

No tardan en llegar los comentarios en redes que justifican esas acciones. Sabes que va a pasar cuando lo subes, así que tan solo tienes que esperar y, cuando empieza, repetir la acción mecánica de actualizar y empezar a bloquear a todos los que justifican o celebran la acción. La mayoría son perfiles anónimos. Bots, quiero pensar, perfiles automatizados, máquinas, no humanos. No es así, lamentablemente. Hay perfiles con sus nombres y sus fotos, que no tienen vergüenza cuando dejan escrito "más tendrían que darle". Personas que podrían ser el vecino que siempre saluda, el profesor de tu hijo o incluso un familiar tuyo.

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Hay una pulsión cruel en una parte de la ciudadanía, que se regocija en el dolor ajeno, que se embadurna de odio para justificarlo y que siempre encuentra un bien superior que permitiría tal abuso. Una seducción autoritaria que entiende la brutalidad como disciplina, que autoriza moralmente el exceso y la ilegalidad para defender el orden y la ley que esa misma acción en sí misma transgrede. Y suelen coincidir, es verdad. Quienes justifican esas palizas, celebran las bombas en Gaza o el hundimiento de un barco lleno de migrantes en Canarias.

Hay cierta pose canallita de quien es en realidad un acomplejado y cobarde que usa su anonimato para exhibir su ira, sus odios y sus frustraciones, pero hay también un vestido ideológico a medida para todo ello, cada vez más normalizado y cada vez más exhibicionista. Un traje de supuesta incorrección política que ampara el bullying y el acoso, la amenaza y toda violencia, real o simbólica. Hay quien desde sus tribunas otorga honor y orgullo a esos excesos, cual medalla en la solapa para criminales de guerra, y dispone todo su corpus ideológico y cultural que lo ampara. Así se explica que sigan ocurriendo atrocidades: alguien les ha convencido de que eso es lo correcto y les ha prometido impunidad.

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En los tres episodios citados, los sujetos agredidos eran personas negras o árabes, y como sucede en todos estos casos que afectan a una persona racializada, con la raza va el pecado. Algo habrán hecho. De eso, las mujeres saben bastante, pues siempre se llevan la peor parte. A toda la munición habitual contra ellas hay que sumar la sexualización y todo el arsenal misógino que permanece como una costra, y que alcanza incluso a las que participan a conciencia de la ofensiva reaccionaria. Nadie está a salvo.

Las redes son un inquietante escaparate diseñado para que las emociones nos aten a la silla y nos hagan interactuar y permanecer, es decir, consumir lo que se nos muestra. Nada que no haya sido probado antes en los medios convencionales, en la política, el márquetin o en el arte. Aquí, los odios, las mentiras, la crueldad y quienes se sirven de ello han encontrado un campo de pruebas impune y global que funciona como altavoz y caja de resonancia, y cuyo ruido y vísceras nos alcanza inevitablemente. No obstante, cabe preguntarse si la exposición a tanto odio, a tantos hechos terribles, a tanta atrocidad, acaba minando algo en nuestro interior.

Me lo pregunto cada día cuando convivimos con las imágenes atroces de Gaza, de un genocidio en directo en el que los niños desmembrados por las bombas y los soldados israelíes bailando mientras vuelan por los aires edificios enteros o arrastran cadáveres con sus excavadoras. Esa inquietante normalidad con la que sucede todo mientras, como en La Zona de Interés, al otro lado del muro se queman cuerpos. Y nosotros respiramos sus cenizas como si nada.

Las malas personas no son mayoría, pero no hay que reducirlas a la anécdota cuando hemos normalizado peligrosamente convivir con ellas. Hace falta mucha pedagogía, mucha batalla cultural para evitar que todo se precipite todavía más hacia el vacío, pero sería un error pensar que todo es fruto de la ignorancia, como si no supieran lo que hacen. Hay mala gente, y tenemos que admitirlo. Aunque no sean los que más, ahí están. Y hay que ponerlos frente al espejo para que se vean impregnados de sus propias heces. Y que sirvan de ejemplo para lo que no queremos ser.

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