Opinión · Otras miradas
Imane Khelif a través del espejo
Licenciada en Filosofía y creadora del podcast 'Punto Ciego'
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El deporte profesional es una soberana mierda. Me explico: años de intensos entrenamientos, sacrificios, dietas estrictas, lesiones, contratiempos y sueños de victoria y cuando al fin te la juegas resulta que un pequeño desequilibrio, un tropiezo, una mala pisada, un error insignificante, una menstruación dolorosa... y te vas al suelo o entras la cuarta en la meta o no coges la horizontal en una acrobacia o calculas mal la altura... y adiós medallas. Todo esto sucede además delante de miles, cuando no millones, de personas -que sufren contigo o se ríen de ti- porque los triunfos de los deportistas siempre son públicos pero también sus dolorosos fracasos, como lo son, en muchas ocasiones, las broncas de sus entrenadores. A esto hay que sumarle el miedo devorador que padecen muchos deportistas que son conscientes de que en algún momento de su vida profesional se van a encontrar con alguien mucho mejor que ellos, y que entonces ya da igual lo que hagan, porque todos los sacrificios, las horas de entreno, todo el talento innato y todo el esfuerzo no van a impedir que siempre estén a la sombra de ese otro.
El deporte profesional es una soberana mierda y además es profundamente injusto y arbitrario porque depende de que se haya nacido con unas cualidades físicas concretas. No todos valemos. Por muchas horas que yo le dedicara a la natación allá en mis tiempos, por muchas pesas que levantara para ganar músculo, por mucho que trotara con mis compañeras por los caminos rurales de Xixón para ganar resistencia, no había nada que yo pudiera hacer para crecer más allá del metro sesenta y poco. Ni mis brazos ni mis piernas iban a ser más largos por lo que mis brazadas y mis patadas se iban a quedar siempre lejos de las de otras nadadoras mucho más altas y grandes que yo. Asumir estas limitaciones también es parte del aprendizaje de la vida, no todos estamos destinados a compartir la grandeza de los dioses del Olimpo. Algunas hemos nacido para nadar elegante pero no rápido. Conscientes como somos la mayoría de los mortales de nuestras limitaciones físicas contemplamos con fascinación el mundo del deporte. Somos Dionisio admirando embobados al bello y perfecto Apolo.
Quizás por eso incluso el más escéptico y desapasionado por el deporte se siente tentado cada cuatro años de una forma u otra por los Juegos Olímpicos, esa especie de Eurovisión del deporte y el espectáculo dopadísimo de dinero que es una máquina de propaganda e ideología formidable. Un circo romano para todos los públicos en el que cada país participante sabe que se juega mucho más que el prestigio deportivo, ahí tenemos, por ejemplo, a Israel, cometiendo un genocidio ante los ojos del mundo y compartiendo Olimpiadas con el resto de países, tan tolerantes con las atrocidades israelíes como implacables con las de Rusia, que continúa expulsada de este apolíneo y selecto club.
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El otro día mi pareja comentaba que desde que había desparecido la Unión Soviética las Olimpiadas habían perdido para él toda su gracia, lo que no deja de ser una confirmación de que en los Juegos se juega -perdón- a la política mucho mejor que en la mayoría de los Parlamentos. Lo vimos en la ceremonia de inauguración de París 2024, donde los parisinos, que no los franceses, sacaron a relucir todo el arsenal del poder republicano, y mostraron al mundo que París es una ciudad diversa, divertida y heterodoxa. Lo hicieron además justo después de la sorprendente victoria del Frente Popular francés en la segunda ronda de las legislativas francesas, en una afortunada e inesperada pirueta del destino. No es un secreto para nadie que esta ceremonia de inauguración desató las iras de las extremas derechas, que vieron en ella la confirmación de que su mundo se va por el retrete. La airada respuesta reaccionaria, hiperventilada y dopada en redes sociales, se vio acompañada por la de algunas feministas radicales a las que, por lo visto, la exhibición de la existencia de personas LGTBI+ haciendo su vida y participando de acontecimientos y espectáculos públicos no les gustó tampoco demasiado.
Tras las risas desatadas por la desaforada reacción de las derechas y la inesperada solidaridad que recibieron de algunas radfem, y una vez deshecho el absurdo malentendido en el que hubo que explicar que no se estaba representando la Última cena sino El festín de los dioses de Jan van Bijlert, entre otras cosas porque Jesús, que se sepa, nunca fue azul, pensamos que lo que tocaba ahora era disfrutar de los Juegos y del regreso de Simon Biles, la gimnasta prodigiosa que hace tres años nos enseñó lo importante que es saber parar y poner en el centro de nuestras vidas la salud mental. Biles regresó a París sonriente y en plena forma, ganó medallas, se cayó de la barra fija porque nadie es perfecto, y quedó segunda en suelo tras la magnífica Rebeca Andrades, todo esto sin perder la sonrisa en ningún momento. Y por primera vez en la historia de la gimnasia artística pudimos ver a tres mujeres negras en el pódium. Muchas de nosotras ya no le podíamos pedir más a estos Juegos.
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Nos equivocamos, las guerras culturales no descansan ni siquiera en agosto y los pánicos morales han mutado para adaptarse a los tiempos. En Europa ya no es tan sencillo movilizar a la gente por la religión, por eso el neofascismo ha sacado a pasear el racismo y la lgtbfobia sin complejos. También lo ha hecho en París 2024, donde han tomado como rehén de su guerra cultural, con la complicidad una vez más de algunas autodenominadas feministas transexcluyentes, a la boxeadora argelina Imane Khelif. Pero nada de lo sucedido con Khelif ha sido por casualidad, la argelina ya había competido en Tokio 2020, donde fue eliminada en cuartos de final sin despertar el interés de la reacción, porque los ataques contra la argelina no han sido espontáneos sino el fruto de una campaña de las extrema derechas italianas que llevaban días alimentando el odio contra Khelif desde las páginas de los diarios. La retirada a los 46 segundos de combate de la italiana Ángela Carini fue la traca final de un espectáculo performado para alimentar el odio contra las personas LGTBI+. Cuando Carini entre lágrimas de cocodrilo afirmó que temía por su vida abrió la espita para que el odio se vertiera sobre Khelif, una mujer racializada, vulnerable y ciudadana de un país, Argelia, donde la homosexualidad y la transexualidad son delito.
Sometida a una campaña en redes violentísima, no muy distinta a la sufrida por la atleta sudafricana Caster Semeya, en la que los argumentos esgrimidos por gente como Trump o Musk fueron indistinguibles de los de ciertas feministas como J.K. Rowling, Khelif se vio obligada a tener que dar explicaciones que violaban su derecho a la intimidad y que la dejaron expuesta y vulnerable ante el odio, los cuchicheos y las especulaciones sobre su género, sus genitales y sus genes. Detrás de esta campaña interesada políticamente no hay más que ignorancia, misoginia -siempre son las mujeres, especialmente las racializadas, las que están en centro de este falso debate que ignora la existencia de los hombres trans y por tanto, de los deportistas masculinos transexuales-, miedo, racismo y transfobia. Sin embargo el caso Khelif ha expuesto la vacuidad de las argumentaciones de las autodenominadas “críticas con las teorías del género” que ya ni siquiera se ponen de acuerdo en qué es lo que convierte a una mujer en una mujer, pues la ciencia ni siquiera avala la definición que manejaban de “hembras humanas”, dada la diversidad de condiciones que se pueden dar tanto genéticas como fisiológicas u hormonales en cada una de nosotras.
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El debate sobre la participación de (mujeres) trans en el deporte es un debate antiguo y complejo que está viciado de mano porque se apoya en prejuicios ideológicos y en teorías biologicistas que no están avaladas por las evidencias científicas, pero es que en el caso de Khelif es un debate falso porque la boxeadora no es una mujer transexual. Sin embargo, todavía una parte de la sociedad comparte la falsa visión de que las mujeres trans parten con ventajas injustas, como si el deporte profesional no estuviera regulado de forma estricta para evitar estas ventajas injustas por un lado y como si el resto de los atletas no partieran también con unas condiciones genéticas y fisiológicas ventajosas. Mientras los ecos del odio contra Khelif se van disipando, presos como estamos de la constante necesidad de alimentar nuevas polémicas, la boxeadora argelina ganó el oro olímpico tras pelear contra Liu Yang. Ambas celebraron sus medallas con una gran sonrisa en los labios sabiendo que, a pesar de los rebuznos de unos pocos, ya se han convertido en parte de la Historia de las Olimpiadas. Que vivan los Juegos.
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