Opinión · Otras miradas
Soltarse el pelo
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"En la cabeza de una chica honesta, cuantas más horquillas, mejor". Así resume Carmen Martín Gaite, en Usos de la postguerra española, la política del franquismo hacia el cabello de las mujeres. Soltarse el pelo traía evocaciones inquietantes; las traían, decía un texto de la época, "esas terribles melenas que cayendo por la espalda y los hombros te dan cierto parecido con un horrible tipo femenino lleno de recuerdos de una época trágica que, si debemos tenerla siempre presente, no debe ser precisamente tu peinado el llamado a recordárnosla".
El franquismo fue la conversión en régimen de los traumas histéricos de una casta pusilánime, después de tres años de pavor y camuflaje en las ciudades de la España revolucionaria. Y se llegaba al punto de que fuera ver una melena suelta y echarse a temblar. La gran operación de sujeción, de fijación, de apretujamiento que fue aquella dictadura abarcaba, también, el pelo de las mujeres: también él debía ser sujeto, fijado, apretujado. Su suelta traía a la memoria aquel trienio en que los criados, los choferes, los jornaleros se soltaron a su vez, asaltaron las mansiones de sus amos, se pusieron su bata y sus zapatillas y comieron en su mesa con sus cubiertos de plata.
En la memoria de muchos quedó que todo había empezado, de algún modo, con el feminismo y sus conquistas, punta de lanza de la "acentuada inversión en todo lo humano" que el fascista Onésimo Redondo denunciaba que era la República. El "confusionismo de los sexos" que traía el feminismo —clamaba por aquellos años César Silió, antiguo ministro de Instrucción Pública durante la Restauración— debilitaba la espiritualidad de la nación y abría "una brecha enorme" a los partidarios de asaltar el viejo orden y desarrollar la revolución.
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Para los reaccionarios de todas partes, la situación de las mujeres, su grado de soltamiento, ha sido durante milenios el canario en la mina del sistema de dominación, de orden y jerarquía, que desean naturalizar y mantener. Ya en el Bhagavad-gita se lee: "El predominio de la licencia, oh Krishna, llega a corromper a las mujeres de una familia y de las mujeres corruptas dimana la confusión de castas". Y para estas cosmovisiones, ese "predominio de la licencia" ha solido comenzar por licenciar las cabelleras.
El pelo femenino suelto es hoy revolucionario en Irán, pero lo ha sido muchas veces en naciones cristianas. Esto incluye el pelo corto, al fin y al cabo el pelo suelto definitivo, licenciado hasta el punto de escindirse del cuerpo. Quienes en los años cuarenta bramaban contra las "terribles melenas" se habían asustado, en los veinte y los treinta, también de su negativo: el cabello a lo garçon, introducción intolerable de una pecaminosa hibridez en la división de los sexos. "Lo híbrido es la negación de la claridad natural", escribía en 1934 José María Carretero, otro reaccionario, que se convertiría en ardiente propagandista del bando franquista en la guerra que estallase dos años después. La dictadura, más tarde, convertiría el pelo corto en un castigo, rapándoselo a las disidentes castigadas.
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Lo curioso es que el pelo femenino corto había sido un símbolo contrarrevolucionario en otro lugar y momento histórico: los años inmediatamente posteriores a la Revolución francesa, cuando entre las mujeres de clase alta del país vecino se puso de moda el pelo à la victime: cortarse los cabellos y lucir collares de color rojo intenso. Era un homenaje a las víctimas guillotinadas por el Terror jacobino, a las que los verdugos les cortaban el pelo antes de acostarlas en el siniestro banco de la Máquina. El collar encarnado era una evocación del corte decapitador.
Soltarse el pelo es sinónimo de rebelarse, de "decidirse [una persona] a hablar o a actuar sin miramientos ni inhibiciones, de manera arrojada y despreocupada", y es una expresión que solo puede referirse, etimológicamente, al pelo de las mujeres. El mismo corazón del idioma nos cuenta que la femenina, cuando estalla, es la rebeldía por excelencia. Y casi siempre exhibe marcadores capilares: en Irán y otros países islámicos es quitarse el velo, en la España de los años treinta podía ser cortárselo, entre las afroamericanas de hoy es dejar de alisárselo y hay otra rebeldía contemporánea que consiste en dejar de teñírselo cuando encanece y todo ello es soltárselo; soltarlo del velo, de los engorros de la largura, de la vergüenza racista o edadista, de la tortura sisífea de los tintes, las planchas y los químicos. Lo personal es político, y el pelo también lo es.
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