Opinión · Otras miradas
Democratizar nuestro tiempo
Profesor de Teoría Política en la Universidad Autónoma de Madrid
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La batalla por los conceptos políticos llega a su fin. La semana pasada planteaba que para alcanzar una auténtica igualdad, tanto en lo público como en lo privado, en lo político como en lo económico, necesitábamos contar con un espacio público que fuese un lugar de encuentro, discusión y decisión entre iguales. Solo así podremos llegar a ser libres, tanto en su sentido de no dominación como en su dimensión más liberal.
La democracia ha tenido muchas formas a lo largo del tiempo y ha llegado a significar, como concepto político, cosas contradictorias. Sin embargo, podemos encontrar una línea de continuidad a través de la idea de 'espacio público', ya que si algo ha tenido de constante la democracia es la necesidad de diseñar una arquitectura de encuentro social abierta al número mayor de personas posibles. Lo que ha cambiado a lo largo del tiempo es, sobre todo, cómo era esa arquitectura y quiénes tenían acceso a ese lugar de encuentro. Y no son problemas menores, ya que en función de cómo definamos la democracia tendremos un tiempo de instituciones y un tipo de ciudadanía particular. De ahí que la democracia no sea un término técnico y claramente definible, sino un concepto político cuya definición es parte inseparable de la lucha política. La lucha por los conceptos es la vida política misma.
Actualmente, nuestra sociedad está estructurada dentro de una arquitectura democrática que se denomina representativa. En este modelo, la ciudadanía elige a sus representantes para que tomen decisiones en su nombre, confiando en que estos mandatarios actuarán persiguiendo el interés colectivo. La democracia representativa se basa en la idea de que, dado el tamaño y la complejidad de las sociedades modernas, es más razonable delegar la toma de decisiones a un grupo de profesionales elegidos popularmente que participar directamente en cada cuestión política. En última instancia, la representación se basa en un mecanismo antidemocrático: la ciudadanía no tiene capacidad para autogobernarse, ya sea por falta de conocimiento o tiempo, por lo que es preferible que elijan a sus gobernadores profesionales.
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La tarea de la izquierda sería, por tanto, democratizar la representación. Esto pasa hoy, en mi opinión, por actuar sobre las dos dimensiones en las que ocurre actualmente el espacio público como lugar social de encuentro: teniendo plataformas de comunicación digitales soberanas y desarrollando una arquitectura institucional que fomente los espacios democráticos de cercanía. En definitiva, democratizar nuestra vida por arriba y por abajo.
Nuestro tiempo histórico está profundamente marcado por la digitalización de la sociedad. Actualmente no hay interacción social que no esté mediado por un aparato digital, ya tenga pantalla o no, y quienes fabrican estos aparatos tienen una capacidad enorme de influencia en nuestra vida cotidiana. Basta con pensar en las comunicaciones, las plataformas como Twitter (ahora X), Google, TikTok o Facebook/WhatsApp moldean hasta límites insospechados cómo nos relacionamos socialmente.
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Los dueños de estas plataformas también deciden qué información nos llega y cómo lo hace, por eso el espacio público digital está cada vez más lleno de mentiras, propaganda y desinformación. Las plataformas digitales que hoy dominan nuestra vida social nunca tuvieron por objetivo hacernos más libres e ilustrados, todo lo contrario: su objetivo siempre fue conocer nuestros intereses más personales para generarnos un mundo personalizado en el que explotar nuestros miedos y deseos. Unas burbujas de información que nos hicieran vulnerables para así poder vendernos mejor cualquier cosa. No es una estrategia nueva: el capitalismo descubrió pronto que una masa desorganizada de individuos con miedo consume más y pregunta menos.
Democratizar nuestro tiempo histórico pasa, por tanto, por deshacernos de los señores feudales que dominan nuestra vida digital. Hay ámbitos económicos que por su naturaleza, como las redes sociales, tienden a la concentración. No hay posibilidad de competición. Transitar hacia una vida digital post-capitalista es la decisión más racional: el modelo actual solo genera monopolios dirigidos por señores feudales en los que actuamos como siervos, porque el tiempo que allí pasamos se traduce en beneficio para sus dueños. No consumismos productos, somos el producto.
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El modelo actual de las plataformas digitales ha roto el principio que guía cualquier espacio público: que todo esté a la vista y oído de todos, aunque cada uno vea desde una posición diferente y tenga una opinión propia sobre lo que ve. Necesitamos poder ver en igualdad de condiciones para tener un espacio democrático, si no, las personas que más vean estarán en una situación de privilegio sobre las que tengan menos capacidad de ver. El problema es que ahora todos vemos muy poquito, estas plataformas no nos dejan ver más allá de lo que creen que nos gusta u odiamos, porque en esos extremos está lo que más nos engancha y hace que pasemos más horas pegados a la pantalla: odiando o animando a discreción. Burbujas de odio y fanatismo en las que cada uno ve cosas distintas, y si antes discutíamos sobre interpretaciones, ahora lo que cuestionamos es si ha pasado algo en sí mismo. Hemos dejado de tener un mundo digital común. De ahí que hayamos pasado de la era de la información a la de la posverdad, y de la indignación a la política troll.
Aunque de nada sirve democratizar el espacio público si no tenemos tiempo para gobernarnos. De ahí que a la democratización de la representación por arriba haya que sumarle la democratización por abajo: gozar de unas instituciones que protegen nuestro tiempo para que podamos desarrollar espacios democráticos de cercanía. No hay vida en común si no podemos decidir sobre los aspectos más cotidianos de nuestra vida compartida. No en vano, el día a día también puede y debe ser democratizada, si nos parece una posibilidad extraña es porque nuestra cotidianidad está organizada justo al contrario: nuestro tiempo no nos pertenece.
El sociólogo Hartmut Rosa ha reflexionado mucho acerca de esta problemática del tiempo. Su trabajo muestra que la aceleración social en la que vivimos es incompatible con una vida decente. Según él, la modernidad ha distorsionado nuestra experiencia del tiempo mediante un régimen temporal de horarios y exigencias de eficiencia imposibles de cumplir. Una de las ventajas del trabajo de Rosa es mostrar que la actual aceleración deforma nuestra relación natural con el tiempo, alterando la forma básica en que vivimos y experimentamos el tiempo. No hay nada de natural e inevitable en que “no nos de la vida”.
La politización del tiempo, por tanto, se vuelve una tarea ineludible. No en vano la organización temporal siempre ha sido una cuestión política, de hecho, lo que vemos es que en el mundo moderno el tiempo ha sido sometido a una lógica de control y eficiencia que aliena a los individuos. Sin embargo, esta lógica temporal no ha sido suficientemente politizada en el sentido de ser objeto de una crítica directa o de ser comprendida como una dimensión clave del poder. El tiempo ha quedado fuera de este análisis crítico. Esto ha llevado a una alienación profunda, ya que la estructura temporal que rige nuestras vidas parece natural e inmutable, y no se identifica fácilmente a los responsables de esta imposición. Politizar el tiempo, por tanto, implica cuestionar y criticar esta estructura, reconociendo cómo la aceleración y la presión temporal forman parte de los mecanismos de poder que afectan nuestra existencia cotidiana. Por eso democratizar nuestro tiempo es imprescindible.
Politizar el tiempo para recuperar el espacio público y ganar la democracia. Esa es la tarea.
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