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Opinión · Otras miradas

A Ana María Matute: diez años de su adiós

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Ana María Matute junto a Rafael Cabanillas en una imagen de archivo.

Yo tuve la fortuna de conocer a Ana María Matute y de compartir unos maravillosos días de vino y rosas, confidencias y literatura, con ella. Ana María Matute, eterna candidata a ganar el Nobel, era una niña rebelde de 80 años que nunca dejó de soñar. Porque de su boca, más que palabras, salían cuentos y leyendas, fábulas, sueños no cumplidos y quimeras. En la más extraordinaria mixtura entre realidad y fantasía, ese placer lujurioso de amancebar carnalmente el cuerpo de la verdad y el de la mentira. Este verano se cumplen justamente 10 años de su adiós y por eso le dedico este humilde recuerdo y homenaje. 

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Necesitaba que Ana María Matute, venerable anciana y la mejor escritora viva en España en ese momento, presentara unos libros. Su hijo Pablo, desde Barcelona, con el que hablé en varias ocasiones, aceptó mi propuesta –cómo resistirse a mi plomiza y vehemente insistencia–, a cambio de que cuidara como un hijo de su madre.  

Y a eso me comprometí. El largo viaje desde Cataluña requería una estancia de varios días, por lo que desde ese momento desempolvé mis libros: Primera Memoria, Pequeño Teatro, Los Hijos Muertos… y releyéndolos, ya contaba las horas que me separaban de ella. Un reloj de estación, un andén sin silbato, cuatro vías de reluciente hierro.  

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Para su comodidad, viajaría en el Talgo nocturno que salía de Barcelona sobre las 10 de la noche para llegar a su destino, donde yo debería recogerla, a eso de las 6 de la mañana. Era invierno, los cuchillos de hielo se clavaban en la madrugada. Fuera de la estación la noche era, todavía, una negra boca de lobo. Por allí no había ni un alma. Y no sé por qué me despisté –quizás estaba viajando con Aranmanoth y el Olvidado rey Gudú–, la estación estaba vacía, y cuando quise reaccionar ya eran las 6:30.  

Salí corriendo, desesperado, pregunté por el tren de Barcelona al único ser humano que merodeaba por una lúgubre oficina y me dijo que hacía más de media hora que el tren ya había partido: ¡Dios mío, Ana María, te habrás congelado de frío! Subí al andén dando tropezones por una escalera, estaba oscuro, y en un rincón al fondo de la negra vía conseguí ver el bulto –maleta, abrigo de manta y gorro– de una viejecilla. Era Ana María Matute y faltó muy poco para que me diera unos bastonazos. Se lamentó tanto de la soledad de las estaciones –donde ya no hay mozos ni personas, sólo máquinas– que de no dármelos ella, me los tendría que haber dado yo mismo como absolución y penitencia. ¡Menudo encuentro! Lo último que dijo antes de levantarse fue: 

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-¿Así es como ibas a cuidar de mí igual que un hijo? 

Al rato, firmamos la paz con un chocolate con churros y unos carajillos que se le antojaron a ella para la reconciliación y el armisticio de despistes, abandonos y letras. Después, y en los cuatro días que se sucedieron, no la dejé sola ni un momento.  Qué persona tan entrañable y maravillosa. Qué mujer tan intrépida y extraordinaria. ¡Qué fuerza, qué esbeltez, qué lozanía en su cabeza, qué bella memoria histórica! ¡Y qué mujer más valiente una adelantada a su tiempo en aquella época negra de la dictadura! Sin lugar a dudas, para mí, el encuentro literario más impactante de mi vida. Un azar que baja a la esquina, abre la boca y da rienda suelta a las más hermosas y terribles historias. 

Viví aquel encuentro con tal entusiasmo que, desde entonces, siempre que cruzo un río –los ríos hacen remolinos y remueven la memoria–, sus aguas me llevan a Ana María Matute. Ahora, la copla Nuestras vidas son los ríos de Jorge Manrique, también pertenecía y me hermanaba a Ana María, haciéndome rememorar las huellas fluviales que marcaron mi existencia. Los ríos de mi vida. La piragua del miedo que, surcando el Volta Negro huyendo de la guerra civil de Costa de Marfil, corta la corriente como la navaja del recuerdo se clava en mi sien. Nilos y falucas, ferris y Gambias, barcazas de Ayamonte, juncos de la bahía de Ha-Long, barcas que cruzan el río Tajo desde el embarcadero de la Casa del Diamantista –orfebre de los diamantes–, en el barrio donde viviera Lázaro de Tormes;  cargueros que remontan el sucio río de la Plata: a la derecha Montevideo, a la izquierda Buenos Aires. El río Estena, Guadamajud en la raya del infinito de las sierras. 

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A mí, digo, volviendo a la tierra, navegar por un río es llevarme siempre al encuentro de Ana María Matute, por lo que aquella noche me contó. Ana María Matute, la que macera sus relatos en whisky y estrellas nocturnas, y los agita fuerte para espabilar las lenguas y la imaginación y relatar los más bellos relatos que puedan narrarse. 

 La última de aquellas noches mágicas, noche de hechizo cuando las mentes irradian luz y las gargantas se ponen ebrias, me relató el cuento de un azucarillo que brillaba con fosforescencia en la oscuridad de la habitación en la que, siendo niña, había sido encerrada por sus padres, castigada por inventarse historias. Por decir mentiras. Fosforescencia que fue la semilla que creció en su corazón para convertirse en escritora. Un corazón de luz.  

Otra noche me habló de la relación con Paco Umbral y de la buena ayuda que le prestó su amigo, por antipático que pareciera, Camilo José Cela, en los momentos difíciles. Entre medias, tragos de nostalgia, sorbos de abandono. Unas bombillas que se apagan, una huida, una escapada, un taxi solitario que sube la Gran Vía con una mujer en el asiento trasero y un niño, llamado Pablo, en los brazos. Un brindis por las amargas victorias y las plácidas derrotas. Una vida que no podrá recrear el mejor de sus libros ni ningún escrito de ficción. 

Cuando el alba somnolienta hilvanaba de blanco hilos de luz en el horizonte y apenas si quedaban palabras, le pregunté:

–Ana María, después de esa vida apasionante que me has contado ¿con qué momento te quedas?

Y echando la vista a miles de kilómetros, fija en un espacio tangible de la memoria, allá por el oriente de sus ojos lubricados de nostalgia, me susurró al oído:  

-Hacer el amor con el balanceo nocturno de un junco, a la tenue luz de un farolillo rojo, en la bahía del río Perla entre Macao y Hong Kong. 

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