Opinión · Otras miradas
La mirada cambia de bando
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En el verano de 2011, a solo media hora en coche de Mazan, donde Giséle Pélicot era violada bajo sumisión química quizá por primera vez, tenía lugar el Festival de Avignon, uno de los enclaves prospectivos de las tendencias teatrales contemporáneas. Ese gran encuentro civilizatorio europeo. Entre la amplísima programación, no abundaban las historias donde la violencia sexual jugara un papel determinante. Simplemente, era una cuestión que no estaba en la conversación social. Destacaba tímidamente un montaje de La señorita Julia, de Stringberg, escrita en 1888, una obra donde el poder y el sexo se entrecruzan con las desigualdades de clase y en la que la hija de un conde, la señorita Julia, se aprovecha de sus prerrogativas para seducir a Juan, el criado de su padre. Pero donde parece ganar la dominación de clase acaba venciendo la de género. Es la señorita Julia la que saldrá mancillada de su encuentro sexual con Juan, porque él, antes que subordinado, es hombre.
Ese mismo 2011, Jaume Balagueró estrenaba en el Festival de Sitges Mientras dormías, una película donde la clase social y la violencia sexual también se conjugaban. En ella, un resentido portero de finca (Luis Tosar) vengaba su rabia de clase vulnerando la intimidad de los miembros de la comunidad. ¿Y cómo se daña a la vecina (Marta Etura) que sonríe todas las mañanas al pasar? Es una peli de terror, efectivamente, que además, no es explícita en la representación de la violación. Pero eso no nos vacuna del vértigo que produce asomarse a una certeza: la mejor y más hábil forma de dañar a una mujer es violentar su intimidad traspasando todas las líneas del consentimiento, en este caso, suspendiendo la propia conciencia y la memoria, como le pasó a Giséle, mediante el suministro de sustancias. Y marcándole la vida hasta la posteridad porque, pequeño detalle, el personaje de Tosar deja embarazada al de Etura, quien tiene el niño antes de saber que es el fruto de una violación. "El reto perfecto" dice la sinopsis de la película. La última casilla del tablero del juego de la cultura de la violación, clave de bóveda del patriarcado. Ouch. A nosotras se nos quiebra, se nos pone en nuestro sitio, se nos vulnera, se nos controla, a través del cuerpo, por la violencia sexual y reproductiva. Cueste lo que cueste.
Treinta años antes, en Laberinto de Pasiones (1982), Luis Ciges ataba –sin violencia alguna, como quien pone la mesa–, a su hija para violarla mientras trata de hacerla creer que la confunde con su madre. Marta Fernández Muro solo repone con su particular voz: "Esto no está bien, papá". Durante años, esta frase, como otras tantas líneas de guion de las pelis de Almodóvar, pasó a broma interna en mi grupo de amigos para hacer referencia a situaciones incómodas, o solo por las risas. Hace poco me planteé la naturalizada violencia que contiene esa escena, y cómo por eso justamente funciona como gag: algo abyecto presentado como algo cotidiano, casi tedioso. ¡Ah, y cómo hemos cambiadooo…!, cantaría Sole de Presuntos Implicados. Cómo nos ha cambiado la toma de conciencia colectiva –dictadura woke, dirían otros– de esta última década. Menudo salto de eje. A través de ese nuevo cristal escrutamos de qué nos reímos, sobre qué hacemos ficción, con qué y con quién empatizamos o no. Qué coñazo, ¿no? Y sobre todo, qué medidor de lo que es aceptable en eso que compartimos y que llamamos el "orden de las cosas". Dentro del universo almodovariano de los 80, la relación Ciges-Fernández Muro era una esquina grotesca más de una foto transgresora de la sociedad española que ‘el manchego’, por otro lado, tanto ha contribuido a queerificar con su filmografía. Eternamente agradecidas, Pedro. Veinte años después, Hable con ella (2002) abriría con un joven enfermero, interpretado por Javier Cámara, asistiendo a una función de Café Müller, de Pina Bausch. Un hijo sano del patriarcado subyugado por la belleza de la danza contemporánea. En este melodrama, Cámara sacará del coma a una de sus pacientes, Alicia (Leonor Watling), violándola y dejándola también embarazada. "Alicia está bien, tú la reviviste", le dice un fiel Darío Grandinetti hacia el desenlace de la película. Glups. En Hable con ella, la cámara, como diría la crítica británica y pionera en el análisis feminista del lenguaje cinematográfico Laura Mulvey, nos vuelve cómplices de una mirada dominante, de una posición de poder. La de Javier Cámara sobre el cuerpo postrado de Leonor Watling. La de Grandinetti apoyando lealmente a su reciente amigo en una escenificación delirante del pacto de caballeros. "A ti también te gusta", le ha dicho Cámara a Grandinetti en otro momento de la peli refiriéndose a Watling. "Claro, cómo no me va a gustar". Una conciencia apagada dentro de un cuerpo inerte pero bello. Cómo no me va a gustar. Grandinetti es todos los hombres disculpando al resto de sus iguales. Asistir a esa hermandad sin inmutarse se vuelve repulsivo. "Mirar no es nunca un acto pasivo", nos recuerda Mulvey.
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En 2016, Paco León dirigió la comedia Kiki, el amor se hace, donde Luis Bermejo violaba a su mujer –una mujer disca interpretada por Mary Paz Sayago–, también bajo sumisión química. Dentro del catálogo de parafilias que era la película, ésta era narrada además como prueba de amor (superada con nota) dentro de un matrimonio en crisis. El propio Paco León pidió disculpas solo dos años después –movimiento sísmico del #MeToo y movilización feminista contra la condena a La manada mediante–. El problema no es tanto lo que representemos, si no lo que esa representación nos cuenta de quiénes somos, del tablero de juego en qué nos movemos y las posiciones que ocupamos cada cual en él. Toda obra es un escenario peligroso. La creación se interna en los reversos tenebrosos de nuestros conflictos: lo que no se puede decir y casi lo que no se puede entender. Y también tantas, demasiadas veces, nos recuerda que en el reparto de papeles de principio de curso a nosotras nos tocó el de bellas durmientes y a ellos el de lobos feroces. En nuestra mano está hoy desprogramar ese insidioso casting. Y la ficción, como históricamente ha hecho, jugará en ello un papel fundamental.
Este verano, en el Festival de Avignon –trece años después de ese aciago verano de 2011 en que comenzó la pesadilla de Giséle–, no solo hubo muchas más directoras, dramaturgas y coreógrafas mostrando su trabajo, si no que nuestros traumas y nuestro daño, le pese a quien le pese, han saltado a la palestra de las programaciones ocupando los relatos. La propia Giséle ha tomado la voz para declararse a sí misma terreno devastado –y para nombrar a todas esas víctimas a quienes ni siquiera se les ha concedido esa categoría–. Esas ruinas no han sido sólo obra de la abyección de su marido, ni de sus setenta violadores, si no de un sistema que posibilita, en última instancia, la consecución de la fantasía de dominación sobre un cuerpo de mujer inerte, y lo más perverso de todo, la fantasía de la impunidad. No dejemos de representar la zona oscura de las relaciones. Pero no impidamos lo imparable, porque la mirada y el punto de vista también han cambiado de bando.
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