Opinión · Otras miradas
El limpiador de pintadas
Escritor. Autor de 'Quercus', 'Enjambre' y 'Valhondo'
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Probablemente era el alumno más torpe de la clase. Retraído, huraño, poco sociable. De esos chicos que siempre tienen la puerta atrancada y no te permiten entrar en su mundo, cerrado por derribo. De los que invariablemente prefieren humillar los ojos cuando se enfrentan a una mirada. De los que no dan guerra, de los que sólo son un número y una cruz roja en un expediente; apenas un metro cuadrado allá por el fondo, muy lejos de la pizarra. Repetía los cursos silenciosamente, con una renuncia obediente, disciplinada. Una resignación callada, taciturna, silente. Hasta que un día desapareció, sin apenas saber leer, sin rebeldía, sin pronunciar una palabra.
Años más tarde, alguien me dijo que lo habían visto trabajando para el ayuntamiento. Que por una especie de azar – la vida es una tómbola –, había conseguido una plaza de peón, gracias al pequeño cupo que se guardaba para personas con alguna discapacidad en la oferta pública de empleo. Que había conseguido independizarse y llevar una vida corriente y normal. Ya se sabe: levantarse cuando el despertador te llama. Ducharse mientras la bombona de butano no te falle. Ponerse el mono naranja de faena e hincharse a comer como un bruto bollos y magdalenas. Dejar que el día pase, que caiga la tarde y te atrape la noche con su peso mercúrico, para regresar a casa, sucio y molido. Atiborrarse de tele y de internet, freírse un par de huevos para la cena, tres o cuatro cervezas… hasta entregarse al sueño, tirado en el sofá como un animal cualquiera. Abandonarse, resignarse a que los días arrastren su plomo y su monotonía, que las tardes sean sin esperanza, que las noches adormezcan las ilusiones y cabalguen una suerte de tristeza que se va enquistando en tus tripas.
El capataz le había asignado todo tipo de tareas buscando su ubicación idónea. Pero parecía no encontrarla, pues siempre terminaba metiendo la pata. ¡Era tan torpe! Los compañeros no lo querían de pareja, se mofaban, huían de él y se avergonzaban de pertenecer a su misma cuadrilla. Hasta que, sin remedio, le mandaron al destino que nadie quería: ¡Limpiador de pintadas! Nadie lo quería porque era un trabajo individual, en soledad, sin compañía, terriblemente tedioso y aburrido. Te echabas a las costillas una mochila que contenía un aparato de presión, con un pequeño generador de gasolina. Con esta máquina, un bocata y un bote de cerveza, salías en su búsqueda y captura… por los arrabales, apatrullando la ciudad decía el jefe, por los muros del cementerio, del antiguo campo de fútbol, de la vieja estación sin trenes ni besos de despedida. Para borrar la pintura de las paredes, los grafitis, las letras y garabatos psicodélicos de los graciosos y fumetas, los dibujos obscenos, las frases de los filósofos y los versos de amor de los poetas.
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Cuando salió la primera mañana en su busca, siguiendo las instrucciones del capataz, y listo para padecer ese castigo impuesto a base de hastío y aburrimiento, se encontró con las letras inaugurales de su nuevo oficio: S, I, C, E, R, R, A, I, S, L, P… De un tamaño tan grande, tan descomunal, que si no te separabas del muro más de diez metros, era imposible leerlas. Por ello, dio unos pasos hacia atrás: SI CERRAIS LA PUERTA A LOS… Otros pasos más, andando siempre de espaldas: “SI CERRAIS LA PUERTA A TODOS LOS ERRORES, TAMBIÉN LA VERDAD QUEDARÁ FUERA". Intentó leerlo de corrido, silabeando un poco “SIII CEEERRAAAIS LA PUUUUERRTAA…”, hasta completar todas las palabras. No entendía muy bien el significado, pero le gustaba. La leyó más de veinte veces y cuanto más la leía, más le gustaba… aunque no entendiera apenas nada. Por eso, antes de encender la máquina para eliminarla, sacó un trozo de papel, un lápiz y la escribió con esmero. Cuando acabó con ella, era media tarde y tenía que regresar a casa. De camino, entró en una papelería y compró el más bello cuaderno para escribir su frase. Puso la fecha, dejó una línea en blanco, y la escribió con sumo cuidado y delicadeza. Esa noche no conectó la tele ni el ordenador. Leyó, leyó y leyó tantas veces su frase… hasta que se metió dentro de ella. Para comprender que, seguramente, él también podía ser un error; pero que primero hay que ser un error para, después, conseguir la verdad auténtica.
Al día siguiente, el capataz lo felicitó por el gran trabajo que él mismo había inspeccionado al final de la jornada. Y lo mandó para el cementerio. En un muro lateral podía leerse: "ES MEJOR VIVIR UN AÑO COMO UN TIGRE QUE CIEN COMO UN CORDERO". Nuestro hombre se sentó de frente, en una piedra. Como si delante de él se proyectara una película en una enorme pantalla. Leyó su frase y se rascó la cabeza. La leía de nuevo, mientras meditaba embelesado. Después abrió su mochila, sacó un envoltorio de donde apareció un sobre, y dentro del sobre su lapicero y su precioso cuaderno de caligrafía. Se apoyó en las rodillas y con elegancia y delicadeza escribió aquellas letras. En casa, volvió a releerlas, hasta que entendió que él tampoco quería ser un cordero, dócil y manejable, que viviera muchos años; sino un tigre que de un zarpazo removiera sus entrañas y su vida.
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Es probable que al otro día, el alba lo despertara antes que su despertador. Quizás porque una ilusión le había nacido por dentro y deseaba salir a su encuentro, allá por las paredes de un silo abandonado y cochambroso. “LA VIDA TIENE SU VALOR SÓLO CUANDO HACEMOS QUE VALGA LA PENA VIVIRLA”, “LA RESIGNACIÓN ES EL SUICIDIO COTIDIANO” y un poco más alto, junto a una esquina llena de desconchones: “UNA VIDA INÚTIL ES UNA MUERTE PREMATURA”. Y esa tarde, en cuanto finalizó su trabajo, recogió sus trastos con urgencia y se marchó a la biblioteca. Tenía que buscar en un diccionario la palabra “PREMATURA”, pues, por más vueltas que le daba a su cabezota, era incapaz de comprender qué tipo de muerte era ésa. Hasta que consiguió localizar la palabra: (Del lat. praematūrus). 1. adj. Que no está en sazón. 2. adj. Que se da antes de tiempo. 3. adj. Dicho de un niño: Que nace antes del término de la gestación.
Para entender que su vida, hasta la fecha, era una especie de muerte lenta, y que estaba desahuciado y sentenciado – por los demás y por él mismo – sin haber llegado su hora. Pero que a partir de ese momento no habría otra muerte prematura, sino una vida plena; llena de amor, de placer, de libertad y de sabiduría.
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Los días fueron devorando los meses y los meses los años. Las pintadas desaparecían de la ciudad, para instalarse en su cuaderno: “CAER ESTÁ PERMITIDO, LEVANTARSE ES OBLIGATORIO” “PUEDES LLEGAR A CUALQUIER PARTE, SIEMPRE QUE ANDES LO SUFICIENTE” “CUANTO MÁS CONOZCO A LOS HOMBRES, MÁS ADMIRO A LOS PERROS” “AMA A UNA NUBE, AMA A UNA MUJER, A UN HOMBRE; PERO AMA”
Para entonces, su vida había cambiado radicalmente. “SEAMOS REALISTAS: ¡PIDAMOS LO IMPOSIBLE!” Había completado tres cuadernos “LO ESENCIAL ES INVISIBLE A LOS OJOS” “NO LLORES POR HABER PERDIDO EL SOL, PUES LAS LÁGRIMAS TE IMPEDIRÁN VER LAS ESTRELLAS” “SÓLO LA VERDAD OS HARÁ LIBRES” “DADME UN PUNTO DE APOYO Y LEVANTARÉ EL MUNDO”… y ya era el mejor cliente de la biblioteca. Por los libros y porque se había enamorado perdidamente de una de las bibliotecarias. Más bella aún que la más hermosa de las pintadas. También se había matriculado en la Universidad a Distancia, donde estudiaba Filosofía. Alguna tarde de lluvia y nostalgia flirteaba con la literatura escribiendo un poema y, en la soledad de la noche, abrazaba sus cuadernos y soltaba lágrimas de gozo y anhelo.
El problema es que se acababan sus pintadas y la ciudad quedaría pronto enteramente limpia. Era un hombre nuevo, es cierto, pero se acercaba un final predecible y viejo. Feo. Muy feo. Un final para otra frase, para otra historia, pero no para ésta. Quizás por eso, desde entonces, en las noches cerradas de viento y tiniebla, la sombra esquiva de un hombre recorre los arrabales de la ciudad llenando sus paredes de versos y hermosas sentencias.
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