Opinión · Otras miradas
El injuriador injuriado
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Lo cuenta el historiador Rafael Abella en uno de sus anecdotarios sobre la vida cotidiana bajo el último franquismo. Eran tiempos de apertura y blanqueamiento. La censura hacía la vista gorda con el bikini, Manuel Fraga se daba un chapuzón en Palomares y José Luis López Vázquez rondaba a las bañistas suecas por las terrazas de Marbella. De pronto, el No-Do empezó a ver al turista extranjero como una billetera andante pero también como un testigo internacional de aquella nueva España abierta y tolerante, una España irreal, como de ensueño, que nunca fusiló a Julián Grimau ni tiró por la ventana a Enrique Ruano.
Así fue como las ciudades balnearias se convirtieron en recintos de tolerancia donde las divisas foráneas navegaban con facultades de piratería. En la prensa franquista, de entre las páginas de sucesos, Abella rescata noticias de libertinaje, fumaderos de grifa, melenudos, sangría, pastillas anticonceptivas, twist, concursos de belleza en paños menores y otros atentados contra el decoro. En un hotel de la Costa Brava, un hijo de la Gran Bretaña retiró la bandera rojigualda del mástil de honor e izó en su lugar las bragas de una compatriota. Un mozo holandés fue más allá y le garabateó un mostachón al solemne retrato del Caudillo.
Si uno presta atención a la microhistoria del turismo de masas, encontrará la semilla prematura del Airbnb festivo, el urbanismo fulero y el balconing. Sin embargo, lo que nos interesa aquí es corroborar que el dinero fue capaz de comprar una permisividad y unas libertades hasta entonces denegadas. Tanta fue la manga ancha que hasta los sagrados símbolos patrios acabaron profanados con silenciosas consecuencias. Quizá nos sobresalte recordar que aún hoy, en nuestros días, el ultraje a la enseña nacional se paga con multas de hasta doce meses y unas palabras dudosas sobre el Jefe de Estado y su familia podrían acarrearnos dos años de vacación penitenciaria.
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En 2018, el humorista Dani Mateo pasó entre insultos por los juzgados de Madrid porque se había sonado los mocos con una bandera de España durante una gracieta en El Intermedio. Por supuesto, todo cómico de buen oficio puede refugiarse en la coartada de la sátira y la licencia artística. ¿Pero qué pretexto debió haber interpuesto el sindicalista Pablo Fragoso después de gritar “hay que pegarle fuego a la puta bandera”? La Fiscalía y el Tribunal Constitucional no aceptaron ningún pero. El verano pasado, tras nueve años de proceso, tuvo que venir Estrasburgo a sentenciar que los jueces españoles habían infringido el Convenio Europeo de Derechos Humanos.
El debate sobre las injurias a la Corona, por su parte, ha adquirido con el tiempo un matiz irónico y hasta premonitorio. Por la hemeroteca desfila ya la detención de Pablo Hasél, el rap de Valtònyc, la portada secuestrada de El Jueves, las fotografías ardientes del Borbón en las plazas de Catalunya. En 2005, El Tribunal Supremo sentenció a Arnaldo Otegi por haber mentado al “rey de los torturadores” justo cuando Martxelo Otamendi denunciaba malos tratos en la comisaría. Estrasburgo desfizo de nuevo el entuerto y sancionó a España no solo por haber vulnerado la libertad de expresión de Otegi sino además por no haber investigado las torturas contra Otamendi.
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Hoy que conocemos mejor las andanzas fiscales del rey emérito ya no queda tan claro quién es el injuriador y quién es el injuriado en esta historia. Los últimos armatostes del franquismo, ideólogos del aperturismo económico y el turismo masivo, impusieron una épica dudosa de simbología viejoven y reyes de nuevo cuño que nos servían en bandeja la chuchería de la democracia y merecían por ello un respeto apostólico. Ni manifestantes ni sindicalistas. Ni artistas ni activistas. Fueron los últimos cachorros del Generalísimo quienes nos regalaron una generosa dosis de libertad siempre y cuando no fuera tan excesiva y licenciosa como la de los turistas extranjeros.
Ahora el Gobierno español anuncia un relajamiento del Código Penal en el ámbito de la libre expresión, no por una convicción unánime ni por una adhesión sin condiciones hacia los manifestantes, sindicalistas, artistas y activistas que han sido privados hasta hoy de sus derechos. Si la legalidad española cambia, y más vale que cambie, será por encima de todo porque los jueces de Estrasburgo ha hecho valer ya su jurisprudencia. No es que el rey pueda ser objeto de crítica sino que debe serlo en la medida en que una democracia tiene la obligación de fiscalizar a sus representantes. Más aún cuando esos representantes ni siquiera han pasado por el engorroso trámite de las urnas.
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Si el papel del PSOE en esta encrucijada es como poco timorato, los molinetes dialécticos del PP alcanza ya cierto grado de ópera bufa. Por un lado, Alberto Núñez Feijóo le pregunta al presidente con un mohín preocupado si es cierto que muy pronto podremos injuriar a discreción a nuestro amado rey y a su bandera. Al portavoz popular tampoco parece agradarle la directiva europea sobre libertad mediática y acusa a Sánchez de amordazar a los periodistas con los métodos de Franco. Vivir para ver. En el vocabulario genovés, la libertad de expresión ampara a aquellos que infaman a los inquilinos de la Moncloa pero la Zarzuela es intocable, por los clavos de Cristo.
Dice la escritora Lea Ypi que en algunas ocasiones la libertad no es más que propaganda sobre la libertad. Una frase hecha. Un lema. Uno de esos eslóganes musicales y pegadizos que escuchamos en las pausas publicitarias y que se quedan a vivir para siempre en nuestra cabeza como un primer amor o como un trauma hospitalario. Comunismo o libertad. Viva la libertad, carajo. Hay quienes presumen de todo lo que nos niegan. Hay quienes ponen un precio a la libertad y se la venden solo a aquellos que pueden comprarla. Hay quienes nos injurian día sí y día también parapetados tras una ley que no asiste por igual a todos los injuriados.
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