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Opinión · Otras miradas

¿Para qué sirven los intelectuales?

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¿Para qué sirven los intelectuales?

No sé cuántas veces habré visto esta entrevista a Susan Sontag. Asertiva y algo arrogante –aunque quizá estos términos no se emplearían con un escritor hombre–, se defiende de un periodista impertinente con argumentos más que sólidos: yo no utilizo esas categorías, no te puedo dar titulares –ante preguntas complejas, la pensadora exige tiempo de reflexión y no soltar sintagmas ocurrentes para polemizar–, no soy tertuliana (mi traducción libre). Sontag se habría llevado fatal con la era de la viralidad digital y la frase sacada de contexto, pues incluso detestaba engalanar su discurso público con citas de libros al considerar que, sin el resto del contenido, perdían el sentido. Ella era una intelectual, devota de la cavilación pausada, comprometida abiertamente con algunas causas políticas (en sus últimos años se opuso a la guerra de Irak) y, sobre todo, comprometida con la integridad del saber ya desde la adolescencia, como reflejan sus diarios. Si la menciono se debe tanto a la admiración que he sentido por esta mujer, voz erudita en espacios donde ese papel a menudo lo desempeñaban hombres, como al hecho innegable de que hoy representa un anacronismo. La figura del intelectual ha caducado con los mismos vaivenes históricos que nos han arrebatado la capacidad de concentración y el mismísimo paradigma de la verdad. Si tuviésemos que afrontar el interrogante que encabeza este artículo, probablemente ni ChatGPT supiese ofrecernos una respuesta elocuente.

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Encuentro una porción del fenómeno de la desaparición de los intelectuales estimulante: al haber más personas con acceso a la educación pública que hace varias décadas –aunque se pretenda revertir la tendencia–, la distancia entre la gente y una hipotética élite del pensamiento disminuye; además, es síntoma de salubridad democrática cierto cuestionamiento de esas palabras antaño irrebatibles, procedentes en su mayoría de familias adineradas. El problema es que esta destitución de la jerarquía no ha producido sociedades más igualitarias en los trabajos de la inteligencia, sino más bien una auténtica matanza del conocimiento, pasado por la picadora del capitalismo de la vigilancia, su mercadero de almas y tiempo, y su marketing de clics y zascas. No se trata exclusivamente del conocimiento humanístico; también la ciencia del cambio climático ha caído en desgracia, y en Estados Unidos, por ejemplo, hasta se llegó a dudar de la existencia del covid y los sectores más darwinistas politizaron el uso de las mascarillas. Simplemente, la autoridad asociada al estudio experimenta su particular desaparición en una época de grandes extinciones. Si nada es cierto ni falso sino todo lo contrario, obviamente los intelectuales resultan apenas marionetas destartaladas en la performance de los "hechos alternativos"; es decir, se volatilizan. De ahí que haya quien prefiera escuchar los mensajes de ciertas influencers -algunas creadas con Inteligencia Artificial– y que el apoyo de Taylor Swift a Kamala Harris cause mayor impacto electoral que una carta de recomendación escrita por diez Premios Nobel o un ejército de politólogas. El espectáculo manda.

Descalabrado cualquier posible régimen de verdad, y sumidos en el aceleracionismo digital de las redes antisociales, los fans, y el "titular" que odiaba Sontag, sigue existiendo, no obstante, un grupo de personas dedicadas a la cultura, incluso apegadas a su sentido etimológico –sembrando, recogiendo frutos pacientemente–; personas cuyo afán por el aprendizaje y la lectura nos mueve hacia la articulación de una voz lo más rigurosa posible; pero, como discutía hace poco con unas amigas también escritoras, qué difícil es denunciar la tala de árboles por parte de un ayuntamiento si dependes de que esa misma institución te dé una subvención. La precariedad del sector cultural es tan vasta y la maraña clientelar tan tupida que aquello que podría elevarse como saber para el beneficio comunal acaba, a menudo, transformándose en mero entretenimiento complaciente. Si al carácter satelital respecto a las administraciones se suma una universidad –el lugar lógico para criar intelectuales se diría– falta de presupuesto, anquilosada por la burocracia y la endogamia, que no suele abrir las puertas excepto en forma de trabajos vergonzosamente mal pagados, los intelectuales que queden comenzarán a considerar que es mejor dejarlo, que más valdría realizar una poderosa quema de libros como la que sufre El Quijote y olvidarse de aventuras malhadadas. Porque seguramente ocurre que, precarizados –especialmente los más jóvenes–, sin un centro tangible de certezas –ahora que todo ha sido deconstruido–, y privados de interlocutores –¿alguien puede prestar atención más de cinco segundos a la misma cosa? – su función es la irrelevancia, o bien un idealismo de tan feroz carga utópica que se corre el riesgo de hacer el ridículo, como el bueno de Alonso Quijano.

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A veces, sueño que el raciocinio en general ha desaparecido; que magnates sin escrúpulos controlan la comunicación y la opinión pública, minando la soberanía de los países; que el libro, tan aburrido objeto carente de notificaciones, se ha convertido en reliquia, y el aula en una feria de pantallas y niños vapuleados por el algoritmo. No tengo que cerrar los ojos.

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