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Opinión · Otras miradas

No quiero ser vieja y morir sola en mi casa

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No quiero ser vieja y morir sola en mi casa

Mi abuela murió sola en su casa. Se la llevó un ictus de manera prematura e inesperada. Quedábamos con ella varios días a la semana y la llamábamos todas las mañanas, por eso supimos en seguida que algo no estaba bien. Yo apenas me podía creer lo que acababa de pasar, estaba convencida de que una mujer tan buena, bella y vital no podía morirse nunca. La triste realidad es que no hubiéramos podido hacer nada, pues ni siquiera ella supo lo que le estaba pasando, pero más de veinte años después sigo deseando que hubiéramos estado juntas aquel día para poder darle un último beso, un último abrazo. Nadie está preparado para afrontar la muerte, ni la propia ni la de las personas que amamos. Los recuerdos de nuestros muertos se nos van acumulando, algunos como un eco o como un sueño lejano pero otros siguen presentes como si no hubiera pasado el tiempo. Yo sigo viendo a mi abuela en todas las mujeres mayores coquetas y rubias con las que me cruzo por la calle, me reconfortan. Por eso al enterarme el otro día de la muerte de Mayra Gómez Kemp, esa mujer que forma parte de la educación sentimental de una generación que soñaba con tener un coche y un apartamento en Benidorm, sentí de nuevo una punzada de dolor y volví a acordarme de mi abuela Lenita. Con la muerte de Gómez Kemp muchas dimos el adiós definitivo a nuestra infancia y a un mundo que hace ya mucho que dejó de ser, sin embargo lo que realmente me impactó, más allá de su fallecimiento, fue el saber que Mayra estuvo, tras sufrir una caída, tirada en el suelo de su casa unas veinte horas hasta que una amiga la encontró. Desconozco las circunstancias personales de la actriz, si eligió la soledad como forma de vida o si esta le fue impuesta, pero aunque ella decidiera llevar una vida apartada no se me quita de la cabeza el terror, la angustia y la sensación de desamparo que tuvo que sentir mientras estaba sola y herida tirada en el suelo de su casa. Me apena tanto como me aterra.

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Se suele decir que todos morimos solos, pero no es lo mismo morir abrasado vivo en una tienda de campaña en Gaza o luchando por respirar en una residencia madrileña o atada durante setenta y cinco horas a una cama de hospital como Andreas Fernández, que irte de este mundo sedada y rodeada de la gente que te quiere. Todo el mundo muere solo pero todos nos merecemos hacerlo dignamente y en paz. En este país se peleó mucho para conseguir que se aprobara una ley que nos permitiera morir de forma decorosa y sin sufrimiento. Fue una batalla larga que se convirtió en una caza de brujas que le destrozó la vida a profesionales honrados y decentes y que estuvo alentada además de forma cínica por quienes años después dejaron morir sin vacilar a siete mil doscientas noventa y un personas sin asistencia, sin acompañamiento, sin cuidados paliativos y sin oxígeno en las residencias de ancianos madrileñas simplemente porque no tenían un seguro privado. Siete mil doscientos noventa y un ancianos y ancianas a los que todavía nadie les ha hecho justicia... quizás porque como sociedad hemos decidido ignorar la existencia de la vejez y los viejos.

Pertenezco a una generación que no solo no está preparada para afrontar la muerte sino que ni siquiera está preparada para afrontar la vejez, ni la propia ni la ajena. En un mundo en el que la juventud -y la apariencia de esta- se han convertido en el valor supremo, y en el que cada vez tenemos más herramientas para burlar y disimular la vejez, la mayoría hemos decidido ignorar que alguna vez vamos a ser viejos... y parecerlo. Además muchas de nosotras tenemos padres y madres que han entrado en la setentena con un aspecto, una salud y una vitalidad que nos hacen obviar su edad biológica y el hecho de que ya son oficialmente personas ancianas. Los viejos siempre son los otros, los de los demás, esas personas de las que hacer burla en redes sociales porque ralentizan la cola del súper o a quienes señalar con el dedo instigados por algunos medios porque sus pensiones son más altas que los sueldos de sus nietos, como si fueran ellos y ellas las responsables de los salarios en España o no vivieran en muchos casos por debajo del umbral de la pobreza, convirtiendo así un problema político y sistémico en una  pugna generacional inane.

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La vejez, como el gato de Schrödinger, es y no es. Invisibilizada e ignorada, vivimos nuestras vidas como si no fuera a afectarnos nunca mientras infantilizamos las vidas y las existencias de nuestros ancianos que siguen teniendo sueños, deseos, ambiciones, manías, defectos y virtudes,  y que, salvo demencia o enfermedad, siguen siendo adultos que necesitan que se atiendan sus necesidades, su salud y su bienestar sin que por ello se les robe su independencia y su derecho a tomar decisiones autónomas. Hemos convertido los cuidados a la vejez en una cuestión individual -que dejamos en manos de los familiares- o asistencial, con un sistema de residencias que en mentalidad y reglamentación no se distinguen mucho de las workhouses británicas. Bien sean en residencias públicas infradotadas o privadas gestionadas con ánimo de sacar los máximos beneficios a costa de trabajadores y residentes, los ancianos se ven obligados al entrar en ellas a renunciar a su independencia, a sus posesiones, a su intimidad, a sus mascotas e incluso a su orientación sexual, mientras agotan sus ahorros -si los tienen- para pagar las mensualidades que, en muchos casos, son cubiertas o completadas gracias a las aportaciones de sus hijos. Todo esto sin contar además los meses de espera para obtener una plaza o la posibilidad de que se conceda en un centro gestionado por la Iglesia y que tras una larga y orgullosa vida laica acaben obligando al residente a ir a misa los domingos y le llenen la habitación de crucifijos y estampitas.

Tampoco es mucho mejor la situación de aquellos que quedan al cuidado de sus familiares, y digo familiares un poco para evitar un notallmen, porque todas sabemos que hablo de las mujeres de la familia, pues son ellas mayoritariamente las que sacrifican su tiempo, su independencia y hasta su trabajo para ejercer de cuidadoras, mientras esperan ayudas que, en muchos casos, jamás llegarán a tiempo porque tenemos una Ley de Dependencia inoperante por la inacción política y las exigencias del dios mercado. Y alrededor de todo esto danza acechante la amenaza de la soledad. Y, si bien es cierto que las causas de esta pueden ser variadas, empezando porque tenemos que aceptar que algunos ancianos y ancianas siguen siendo las mismas personas horribles que fueron cuando eran jóvenes -infantilizar la vejez también es negar esto- y que, por tanto, no se les puede pedir a sus familiares que se responsabilicen de cuidar y acompañar a aquellos que les hicieron daño o les maltrataron, no es menos cierto que la atención a la vejez, como a la infancia y al resto de la sociedad, no puede depender de la voluntad individual sino que es una responsabilidad social que debería ser el eje central de todas las políticas públicas.

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Mi generación, avanza inexorable hacia la vejez ignorando, al igual que hicimos con la amenaza climática o con las múltiples burbujas de la vivienda, que se está dando la vuelta a la pirámide poblacional y que dentro de muy poco en España -esto ya lo estamos viviendo en Asturies- va a haber más ancianos que gente joven. Y este es un problemón de los gordos que vale más que empecemos a afrontar antes de que sea demasiado tarde. Aunque solo sea por egoísmo deberíamos  repensar desde cero la forma de cuidar y tratar a las personas ancianas. Necesitamos desterrar y enterrar de una vez la mentalidad exclusivamente asistencial y sustituirla por nuevas formas de convivencia y cuidados mutuos, y sobre todo entender que los ancianos no son un ente homogéneo sino que son seres humanos tan complejos, diversos, jodidos e imperfectos como lo somos sus hijos y sus nietos. La vejez no es una maldición, es una meta. Y deberíamos aspirar a alcanzarla sin que nadie nunca más se tenga que morir solo y olvidado en casa o se quede tirado en el frío suelo esperando a que una vecina se dé cuenta de que lleva dos días sin sacar al perro por el barrio y llame a su puerta.

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