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Opinión · Otras miradas

Homofobia a juicio

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Homofobia a juicio

"No entiendo por qué hay que hacer bandera de un caso en el que verdaderamente existen dudas respecto a por qué se produce esta salvajada. Y que al parecer no había salido del armario ni en su casa: no era una condición conocida". Esta declaración, vertida por la reconocida tránsfoba Elisa Beni en la Sexta, fue uno de los muchos ejemplos de despolitización del asesinato de Samuel Luiz durante los días posteriores al acto criminal. Más de tres años después, nos encontramos en mitad de un juicio cuya resolución supondrá un síntoma crucial del estado de la LGTBIfobia en España.

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Desde la comunidad LGTBI esperamos con ansiedad y con miedo una sentencia que puede significar un gran paso atrás si no se confirma la petición de la fiscalía de incluir el agravante de delito de odio. Recordamos bien las muchas horas de debates televisivos y los numerosos artículos periodísticos que cuestionaron, con el cuerpo aún caliente de Samuel, si una paliza mortal al grito de "maricón de mierda" es un acto de homofobia.

Se pedía entonces "no politizar" el crimen, como si la violencia dirigida a las personas del colectivo –que aumenta cada año– no fuera profundamente política. Tan política como la ideología que puso a sus voceros a intentar convencernos de cosas como que "llamar maricón a alguien es un insulto común, no tiene por qué ser homofobia", o que "los asesinos no podían saber que Samuel era homosexual porque no le conocían".

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Sin duda resulta más tranquilizador pensar que los actos inhumanos ocurren porque sí, por generación espontánea, por mala suerte. Nada más sencillo que sostener que le tocó a Samuel como le podría haber tocado a cualquiera. Pero ¿se habrían encarado los asesinos con un hombre cishetero estándar? Incluso aceptando que todo empezó porque uno de ellos creyó que Samuel le estaba grabando con el móvil (estaba haciendo una videollamada), ¿qué otra cosa sino el odio convierte una confusión en una ejecución?

A Samuel no le tocó por estar aquella noche en aquel lugar. Le tocó porque los asesinos vieron en él alguien contra quien estaba legitimada su violencia. El asunto del móvil fue solo una excusa, un chispazo como otro para prender un odio que ya estaba ahí. Quienes hemos vivido agresiones LGTBIfobas sabemos que pueden comenzar de las maneras más pedestres: a veces te piden la hora, a veces te siguen unos metros, a veces te retan con frases tipo ¿qué están mirando? Son una simple excusa para tenerte delante.

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Y, desde luego, nadie nos pide el carné antes de agredirnos. Incluso si Samuel Luiz no hubiera sido homosexual, su asesinato al grito de "maricón de mierda" hubiera sido un crimen homófobo. El odio hacia la diversidad va mucho más allá de quienes efectivamente vivimos sexualidades y géneros diversos: en el patio del colegio nos insultaron mucho antes de que nos acostáramos con alguien o nos enamoráramos, y cuando nos agreden desconocidos por la calle nos les hace falta asegurarse de que somos lo que efectivamente somos o aquello que les parecemos.

Y ese aliciente, la dirección de esa inquina hacia determinadas personas contra las que sí se atreve a materializarse, es lo que convierte un delito en delito de odio. Ningún agresor se detiene a firmar una declaración formal que explique sus motivos antes de dar una paliza o proferir un insulto. Es su comportamiento el que los evidencia. Sabemos que la mayoría de las agresiones contra personas diversas no se tipifican como tal –y eso cuando nos animamos a denunciar, que no ocurre siempre–, pero si matar a golpes a un chico gay al grito de "maricón de mierda" no se condena con el agravante de odio, el colectivo LGTBI se verá arrinconado a una posición crítica.

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En manos de un jurado popular queda una decisión que nos afecta a todos. Porque la LGTBIfobia, como toda discriminación, no solo dificulta la vida de quienes la sufrimos, sino que hace más injusta la sociedad que la permite. Los asesinos de Samuel irán a la cárcel porque han confesado el crimen y porque hay pruebas más que suficientes; la cuestión es saber si la justicia ratificará lo que muchos de nosotros sabemos evidente, o si se contentará con una sentencia que no contemple un odio social que la madrugada del 3 de julio de 2021 tomó la forma de una jauría humana que destrozó a un chico de 24 años.

Durante los últimos días, muchas personas del colectivo han discutido sobre si debemos o no debemos compartir las caras de los asesinos en redes sociales. Personalmente, más que las caras de unos delincuentes que ya están en el banquillo y que ya están siendo juzgados, quiero ver las caras y escuchar los argumentos de todas las personas que intoxicaron los medios de comunicación y los debates parlamentarios de manera oportunista para convencernos de que no es la homofobia la que mata, sino unos pobres diablos que no sabían lo que hacían.

Las mismas caras que siguen apareciendo día a día en tertulias e informativos, que deshumanizaban a Samuel llamándolo "el chico de Galicia" o aprovechaban su muerte para difundir bulos racistas: esos también son los rostros de la homofobia. De ese odio tolerado y celebrado en espacios de poder, el que se permite recortar derechos LGTBI o hacer campaña tirándonos a la basura. La rabia que nos despierta ver las consecuencias fatales de ese sistema de discriminación nos debe azuzar, pero para organizar un contrapoder que sea efectivo también contra las formas más sutiles y normalizadas de odiarnos.

Lina, la amiga que acompañaba a Samuel aquella noche, declaró que cuando uno de los asesinos le soltó el primer "maricón de mierda", él respondió "maricón de qué". Sus últimas palabras no rehuyeron el maricón, sino que se opusieron a que su identidad se ensuciara con el odio que le proyectaban y que estaba a punto de matarle. Que algunos medios y representantes políticos pretendan higienizar una homofobia que incluso para la víctima estuvo clara es algo que nos debe hacer pasar a la acción. Porque ni siquiera una condena que contenga el agravante de delito de odio –como no puede ser de otra manera– va a acabar con esa manipulación deshumanizadora.

Es imposible sentar a la homofobia en un banquillo, pero debería ser una prioridad dejarla fuera de las bancadas de los parlamentos y de los cómodos asientos de los debates televisivos. Ni odiar a un colectivo es una opinión ni nuestros derechos son un debate. Y, mucho menos, que asesinen a golpes a uno de nosotros mientras le insultan es un hecho aislado que vayamos a olvidar una vez dictada la sentencia, sea cual sea. Ahora la Justicia de este país debe decidir de qué lado se pone.

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