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Opinión · Comiendo Tierra

Ecos del fascismo y campanadas de la vida

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En un seminario en el Centro de Investigación y Docencia Económicas de México (CIDE) discutimos esta semana sobre el auge del fascismo y sus derivadas en el mundo. No es gratuito que se repita tanto la frase de Mark Twain de que la historia, aunque no se repita, rima. Las comparaciones con los años 30 del siglo pasado son inevitables –polarización, violencia, incertidumbre, quiebra de las reglas de juego, odio, desprecio a la verdad– pero también lo es la certeza de que Donald Trump, Jair Bolsonaro, Viktor Orban, Giorgia Meloni o Santiago Abascal no son idénticos a los que podrían ser sus pares en la Italia de Mussolini, la Alemania de Hitler, la Hungría de Gyula Gömbös o la España de Franco.

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En LTI: la lengua del Tercer Reich (Ed. Minúscula, Barcelona), Victor Klemperer explicaba que antes de los nazis y sus persecuciones llegó el lenguaje de los nazis y sus acusaciones. Cuando a una persona la llamas perro o infrahumano le estás abriendo la puerta de los hornos crematorios. Recordaba recientemente la revista El Grand Continent las palabras del germanista Olivier Mannoni –traductor del Mein Kampf al francés– cuando afirmaba que el lenguaje de Trump se aproxima peligrosamente al de los nazis:

"Trump ha adoptado un vocabulario inquietante que parece beber en las fuentes de la gramática hitleriana: al referirse a un «enemigo del pueblo» (Volksfeinde), pedir la «erradicación» (ausrotten) de las «gentuza» (Geziffer), defenderse de la delincuencia «genética» de los migrantes y del peligro de «contaminación de la sangre estadounidense» por «animales»".

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La confusión de la época es máxima. Tenemos a nazis sionistas apoyando al genocidio en Israel (la extrema derecha europea, siempre antisemita, hoy es la principal aliada de Netanyahu); a los evangelistas neopentecostales más duros de EEUU apoyando a un consumidor de prostitución, mentiroso y ladrón como Trump; a radicales de derecha del centro y norte de Europa, que llaman PIGS (cerdos) a los países del sur, aliados con los políticos extremistras del sur; sin olvidar a la izquierda que compra en algunos países –como Alemania– el discurso contra la inmigración de la derecha o que se vincula a la OTAN como si de ahí pudiera venir cualquier tipo de emancipación. Demasiada confusión. No en vano, la academia parece impotente para poder definir el fenómeno autoritario que crece por el mundo.

Lo llamemos como lo llamemos –fascismo, posfacismo, ultraderecha, extrema derecha, extrema derecha 2.0 o, incluso, populismo de derecha (Steven Forti ha hecho un encomiable esfuerzo de definición en Democracias en extinción, Akal, 2024)– hay una serie de rasgos que pueden ayudarnos a entender los contornos de una mirada política que está contaminando las democracias de todo el mundo. Rasgos comunes que son los que explican fenómenos tan paradójicos como esa extravagante iberosfera, o que nunca se equivoquen en sus alianzas internacionales –aunque sea expresando simplemente simpatía o no animadversión– o que puedan criticar la Unión Europea pero disciplinarse con el Banco Central Europeo. Al tiempo que la izquierda, desubicada en muchos sitios, incorpora los marcos de la derecha sin mayor capacidad crítica –como cuando encarcelaron sin pruebas a Lula para sacarlo del juego político, cuando se hace de Venezuela el villano universal, cuando se encarcela en Chile a Daniel Jadue, cuando se acusa a Julian Assange de todo tipo de delitos, cuando se demoniza a China, se idolatra a Zelensky o logran que no sea un escándalo que la derecha en el poder en España utilizara a policías, jueces y medios para perseguir a los adversarios políticos–.

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Otra discusión de no menor importancia está en si desde la izquierda no se corre el riesgo de cometer estos mismos errores. Aunque se conoce la teoría, la práctica, con demasiada frecuencia, y porque es personal, va por otro lado. No nos basta saber lo que es lo correcto para siempre hacerlo. Además, si se cree que el fin justifica los medios, se pierde todo el líquido de frenos. Aunque sea verdad que el discurso de la izquierda, a diferencia del de la derecha, tiene pretensiones universales y que nunca veremos una propuesta de un "fascismo con rostro humano" mientras que incluso después de la barbarie estalinista se seguía queriendo construir, como intentó Allende, un "socialismo con rostro humano" (de ese riesgo que también afecta a la izquierda advirtió hace ya tres décadas Albert Hirschman en su obligatorio libro Retoricas de la intransigencia).

Estas ultraderechas comparten una serie de rasgos que apenas vamos a enunciar:

- Cuentan con las personalidades asustadizas, inquietas en tiempos de incertidumbre por un futuro incierto. También con la gente que tiene "frustración de clase" –piensa que tiene menos de lo que merece y que todavía puede perder más– pero que carece de "rencor de clase" (Wendy Brown), de manera que, en vez de culpar, por ejemplo, al sistema financiero internacional, el penúltimo le echa la culpa al último, sean migrantes, mujeres o pobres. También cuenta con personalidades psicópatas, que carecen de empatía, y que están dispuestas a sacrificar todo –incluso ellos mismos llegado el caso– con tal de lograr sus objetivos de fama, poder o dinero (Trump, dice David A Bell, "ha completado la transformación del partido republicano en el partido aislacionista, xenófobo y populista de las resentidas clases medias y trabajadoras blancas, y de un puñado de oligarcas corporativos").

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- Nacen principalmente en contextos de crisis económica, desajustes que asustan a las élites al temer que pueden generar un estallido de izquierdas y "traer el socialismo". La incertidumbre económica suele convertirse en incertidumbre social, donde la pérdida de status, real o inventada (por eso son tan importantes los medios de comunicación), genera una "reacción" autoritaria, sea ante el peligro de "ruptura del país", una inmigración que se ve como masiva, la pérdida de privilegios del hombre blanco o regulaciones que limitan la tasa de beneficio (como pasa con la Agenda 2030, a la que presentan como la antesala del comunismo).

- Apuestan, frente a la racionalidad de la Ilustración, por la irracionalidad, de manera que les valen las romantizaciones del pasado, los "hechos alternativos", pueden mentir sin sonrojo, decir una cosa y la contraria o resucitar creencias religiosas ajenas al desarrollo científico. En la campaña norteamericana de Trump contra Harris se han repetido en las redes millones de veces que los huracanes Helene y Milton fueron manipulaciones de los demócratas para atacar zonas republicanas. Con la gente educándose en las redes y no en los colegios, en los libros y los periódicos serios, el diálogo desaparece. Esa irracionalidad les sirve para proclamar un clásico de las derechas: la "decadencia de la nación", aunque el país muestre prósperas cifras de crecimiento y empleo. Al apostar la ultraderecha por el modelo neoliberal en todo el mundo (otra contradicción con su discurso populista), la religión les sirve para aportar el orden simbólico que compense el desorden causado por el desempleo y la precariedad que construye el neoliberalismo (el ejemplo claro se ve en Milei, que una semana es judío lloroso y la otra es católico devastado).

- Hacen de un nacionalismo agresivo, basado en la familia tradicional, un contenedor de todas sus filias y sus fobias. Deciden quién es un buen patriota y se creen con derecho a despreciar –incluso aniquilar– a quienes portan una idea diferente de patria (ahí radica una parte del odio hacia la izquierda y, en concreto, a las mujeres, que tienen una idea diferente de familia y de nación más atenta a los cuidados que al crecimiento del PIB o de la fe). Esta idea de nación les convierte en odiadores de los "enemigos de la patria", a los que presentan como "enemigos del pueblo".

- Son profundamente narcisistas, esto es, creen que el mundo pivota sobre ellos, sus necesidades y sus lecturas del mundo. Eso les hace enormemente soberbios, al punto de definir la libertad o la democracia en virtud de sus reglas y necesidades, siendo la primera poder saltarse las reglas cuando sus "necesidades" así lo reclamen. Muy vinculada a este narcisismo está su victimización, donde lo que les pasa a ellos es lo peor del mundo mientras que lo que les pasa a sus adversarios son nimiedades (solo les valen "sus" víctimas, mientras que las víctimas de los demás son irrelevantes). En ese narcisismo omnipotente caen en el "organicismo": la sociedad es un cuerpo donde ellos son la cabeza y los demás tronco o extremidades (extremidades que, lógicamente, son amputables para evitar la gangrena que ellos diagnostican).

- Son profundamente gregarios (como lo era Eichman, además de un convencido nazi). Por eso derivan en la militarización, el culto al líder, las jerarquías y el antiparlamentarismo y sus pesos y contrapesos (esto en tanto en cuanto los dirigentes de la ultraderecha no controlen todos los poderes del Estado). En esa condición gregaria colaboran los medios más avanzados de la época, que, sin abandonar los anteriores, acumulan los nuevos sacándole por lo general varios cuerpos de ventaja a la izquierda (libros, revistas, radio y cine, televisión, Hollywood y series, redes sociales, Inteligencia Artificial en breve…).

- Vinculado a la personalidad miedosa y, por tanto, oportunista, está el servilismo. Siempre adulan a los ricos y poderosos. Aunque la retórica populista sea contra las élites, todas las ultraderechas siempre han pactado con las élites, especialmente económicas, así como también con la monarquía.

- Tienen inclinación a la violencia o a mirar para otro lado cuando los suyos la ejercen (11,7 millones de alemanes no votaron por el Holocausto en noviembre de 1932, pero votaron por Hitler y la mayoría miró luego para otro lado aunque oliera cerca a quemado y se vieran las columnas de humo).

- Odian al liberalismo en tanto en cuanto funciona como Estado de derecho, con igualdad ante la ley, procedimientos garantistas y división de poderes. Pero como el liberalismo es una teoría normativa de la sociedad –dice cómo debiera ser, no como es– realmente no tienen tantos problemas, sobre todo porque el liberalismo en crisis –que es cuando nace el fascismo–, como ha mostrado la historia al menos hasta hoy, suele decantarse por el fascismo cuando siente una amenaza desde la izquierda.

- Y llegamos al último y, quizá, elemento que comparten todas las ultraderechas del mundo: un odio visceral a la izquierda, alimentado por sus dispositivos ideológicos y, principalmente, por los medios de comunicación. Y que es lo que explica esa identidad global aunque esté llena de contradicciones. La ultraderecha casi siempre es reaccionaria, esto es, reacciona ante un miedo real, construido o exagerado por los medios (el surgimiento de Podemos, el independentismo catalán, la inmigración, la decadencia de España, los dos demonios, los comunistas, los negros...). Su principal identidad es odiar a la izquierda, que es quien porta una idea diferente de nación. Y en eso se encuentran Bukele, Maria Corina Machado, Abascal, Meloni, Le Pen, Díaz Ayuso, Trumo o el alemán Tino Chrupalla.

Si la izquierda no es capaz de eliminar el miedo y la frustración de la sociedad, la crisis del capitalismo –tanto económica como ecológica, geopolítica y social– lleva al fascismo. Como decía Walter Benjamin, el miedo de la derecha ante la izquierda le lleva a reaccionar virulentamente, sin parar en consideraciones. Por eso, la izquierda no tiene otra que ganar. Pero salvo en algunos países, no estamos a la altura. Mientras, la derecha se enseñorea. Pueden presentar a un candidato que veraneaba con un narco y da lo mismo. O a un tipo que paga el silencio de una actriz porno a la que había contratado y luego falsifica las facturas. O a una candidata que ha enriquecido a toda su familia y novios. O pueden desmantelar los servicios de emergencia de València o emitir las alarmas cuando la gente está con el agua el cuello y le echan la culpa a otros. O dejar morir a 7.291 ancianos, como pasó en las residencias de Madrid durante el COVID. Lo vemos igualmente en la saña en los parlamentos, en los ataques furibundos, las mentiras sin pausa, la apelación al odio, el negacionismo del cambio climático, la consideración de terroristas de los ecologistas que buscan concienciar, la polarización que la derecha construye cuando la izquierda gana las elecciones. O en el genocidio autorizado de Gaza, anticipo de lo que va a ocurrir en otros muchos sitios. Que por eso lo apoyan las ultraderechas que siempre odiaron a los judíos.

Queda el pesimismo esperanzado, que es lo único para no experimentar la derrota y seguir remando, cada cual, desde la humildad, en donde pueda o le toque. Como esos miles de voluntarios ayudando en la catástrofe de València. Buena gente frente a esa realidad que nos demuestra que otros muchos votan no por los más capaces sino contra los que odian, aunque en esa operación elijan a inútiles que les llevan al abismo. Como el sustantivo es el pesimismo, vamos a necesitar muchas ganas para esperanzarlo. Pero la historia nos enseña que siempre termina por amanecer. Toca empezar por revisar todo lo que hemos hecho mal para intentar no volverlo a repetir. Eso del Pepe Mujica de caer y levantarse, caer y levantarse, caer y levantarse. Y dejar sitio. Quizá aprendiendo también de esa esperanza milenaria que tienen los chinos cuando dicen que hay cosas que las solventará la próxima generación.

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