Opinión · Dominio Público
Entre la sociopatía y la culpa. La salud mental después de Gaza
Psiquiatra
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Diguem que no
Nosaltres no som d'eixe món
Raimón, 1966[1]
Adorno se refería a la frialdad como principio básico de la sociedad burguesa. Un principio sin el que, escribe en Dialéctica negativa, Auschwitz no hubiera sido posible. Un principio que posibilita una ceguera para que no veamos lo que miramos, esté bajo el portal de nuestra casa o en la otra punta del mundo. No veamos lo que miramos, y así podamos soportar las imágenes a diario del exterminio de Gaza, el horror humano entre los escombros de hospitales y escuelas, calles y plazas, sin sentir ira, vergüenza espanto y culpa. El aumento de número de muertos, cabecera y cortinilla de las noticias desde el 7 de octubre de 2023, hace que lo habitual se convierta en natural, el genocidio forme parte de lo normal de la conducta humana. El holocausto nazi o el genocidio belga se escondieron a la opinión pública, que se dijo horrorizada al conocerlo, juramentándose los gobiernos e instituciones internacionales en crear las condiciones para un "nunca más". Ahora el exterminio palestino se proclama públicamente por el Gobierno de Israel como legítima defensa, como un derecho de salvaguarda de la civilización occidental, partiendo de la asentada creencia de que este derecho prevalece del de otros pueblos a los que se puede arrasar.
La derechización del mundo hace innecesaria una retórica de disfraz, el fin: la hegemonía colonialista, justifica los medios. Sin duda, el holocausto congoleño promovido por el rey Leopoldo II, benefició al pueblo belga, proporcionándole obras públicas, museos y otros provechos. Un beneficio extraído de la brutal expoliación de los recursos naturales del Congo y la explotación y muerte de cerca de 15 millones de los habitantes de esa colonia centroafricana. Frio interés, de los habitantes de las zonas confort del mundo que nos amuralla del remordimiento, de nuestra parte de culpa, y nos permite aceptar la explotación o el exterminio del que estorba o sobra como el precio necesario a la marcha de la historia. Para los CEO que dirigen el mundo son daños colaterales, el precio necesario para el progreso, como lo son los miles de muertos en las orillas o las aceras del llamado primer mundo, la imparable desigualdad, la precariedad o la progresión de situaciones no vivibles que rompen el equilibrio social y psíquico de personas y poblaciones afectadas, factores adversos que van a comprometer la salud mental de varias generaciones, pues aunque las bombas y misiles dejen de destrozar cuerpos y arrasar ciudades, los daños físicos, psíquicos y cívicos se prolongarán durante décadas, tanto en las victimas, como en los supervivientes y los victimarios y sus descendientes. Sobre todo, cuando lo que se pretende no es ganar una guerra, sino aniquilar un pueblo.
En psiquiatría se sabe de las consecuencias psicológicas posbélicas en soldados, en civiles y en el conjunto de las poblaciones que han sufrido conflictos bélicos y podemos aventurar las repercusiones en el futuro de las gentes de Gaza traumatizadas psíquicamente de por vida, así como conjeturar sobre el futuro de sus descendientes, donde solo cabe la anomia o la venganza. Pero ¿podemos aventurar el efecto en los niños y adolescentes de este otro lado del mundo?¿Qué repercusiones puede tener en la construcción de la subjetividad en la infancia de EEUU, la UE y sus aliados, supuestos adalides de los derechos humanos, el asesinato como comportamiento de estado y la aquiescencia o el mirar para otro lado de sus padres y maestros, patrones de identificación en la construcción de su identidad?¿Qué valores morales quedan cuando prevalece el daño en las relaciones sociales, el paso al acto, el diente por diente y ojo por ojo? Ausente el vínculo social en la formación del yo no hay espacio para cierta pertinencia ni para la solidaridad. Fracaso moral de la humanidad donde no cabe el autoengaño.
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El orden mundial que se diseñó tras la Segunda Guerra Mundial, está definitivamente roto. Pensadores como Chomsky advierten cada día que la humanidad se encuentra en la fase mas amenazante de su historia. Y se pregunta: ¿ya vivimos en una distopía? ¿Está la humanidad al borde de la extinción? (Lucha o naufragio, 2020). O para Günter Anders, que escribió sobre las consecuencias de la tragedia de Hiroshima y Nagasaki, cuando nos dice que "estamos en peligro de muerte por actos de terrorismo perpetrados por hombres sin imaginación y analfabetos sentimentales que son hoy omnipotentes". (Anders, Llámese cobardía a la esperanza, 2017).
En 1997 Naciones Unidas hizo público un informe elaborado por un equipo de profesionales de la Universidad de Harvard Salud Mental en el Mundo (OPS/OMS, 1997), en el que predecía que si seguían aumentando las circunstancias que asolaban al mundo, condiciones adversas que conspiraban contra la humanidad, aumentaría la inestabilidad social y los trastornos mentales en todo el mundo. Sin embargo, estas circunstancias décadas después siguen aumentando día tras día, sobreactuando crisis financieras y pandemias provocadas por la indigencia mundial, llevando el desafío geopolítico y económico a guerras, que ya son globales en cuanto involucran a las grandes potencias y al rearme nuclear. Ahora la guerra puede estar en cualquier lado, el mundo entero está en juego ¿Nos encontramos ante la sexta extinción en el planeta, esta vez de la especie humana?
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Preguntarnos en este contexto por el futuro de la salud mental, tiene que partir de su carácter inclusivo, no se puede desligar el equilibrio psíquico de las formas de vida, por la concepción del mundo en su entorno, los miedos y esperanzas, rencores y sueños colectivos. Podemos, y debemos, encontrar remedios (psicoterapias, atención sociosanitaria, uso razonable de la medicalización, una mejor organización del sistema de salud partiendo de la salud pública, de la salud colectiva), pero mientras determinados factores adversos perviertan el imaginario colectivo, mientras el nosotros sea considerado a desterrar como forma de convivencia y se acepten Estados criminales como modelos democráticos de convivencia, la salud mental de la totalidad humana estará dañada, con el consiguiente incremento de diversas formas de escapar al sufrimiento mental, lo que hoy llamamos trastornos mentales que aumentarán exponencialmente.
Se me dirá que el conflicto es inherente al ser humano, por su obligada relación con el otro, imbuido en la ambivalencia y la urdimbre del deseo, pero otra cosa es el conflicto derivado de la producción organizada del malestar, del daño ocasionado por un orden civilizatorio que no está al servicio del hombre, que no es de su mundo, pues se estructura como el mundo de otros, de unos pocos para quienes nada importa la humanidad ni su futuro. Tan solo la desmedida ganancia sin límite y sin previsión alguna de mañana.
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Mas entonces, hablar de la salud mental y de su futuro, sin autoengaños, falsas panaceas, balas de plata farmacológicas o coaching terapéuticos, debería empezar por decir no a esta realidad. Decir 'no' sería deshacerse de la falsa conciencia que sujeta la sumisión y abrir espacios para iniciar la construcción de otra realidad, cimentada está vez desde la vulnerabilidad y el derecho a la diferencia, desde la defensa de la dignidad y por tanto a favor de la salud moral y mental de la humanidad. Puede parecer una descomunal utopía, pero, lo diré una vez más, siempre podemos argumentar con el hecho de que las revoluciones llegan cuando nadie las espera.
[1] Digamos no/Nosotros no somos de ese mundo
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