Opinión · Otras miradas
Yo, adicto: vindicación de una hombría (al fin) quebrada
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Pasé más de la mitad de mi vida leyendo y viendo en la pantalla relatos de hombres heroicos, omnipotentes, que incluso del fracaso hacían una épica. Durante años no tuve más espejo que la virilidad concebida como un estatus de (auto)control y dominio. Fueron las mujeres, muy singularmente las creadoras, las que empezaron a revelarme todas esas dimensiones de la humanidad que yo me había negado. Tal fue el impacto que hace tiempo pensé que dedicaría el resto de mis días a leer solo a mujeres, para así compensar, o tratar de hacerlo, el desequilibrio que una cultura androcéntrica había creado en mi mente de niño raro. Este juramento ha sido roto en los últimos años solo en contadas ocasiones, esas en las que he descubierto a hombres que, al fin, eran capaces de quedarse en bolas y mostrarte como un puzle desordenado. Como un proceso, en tránsito, con frecuencia en batalla contra ellos mismos, rebelándose, en el mejor de los casos, contra la jaula de la virilidad.
Recuerdo que cuando hace unos años leí Yo, adicto hubo páginas que me hirieron y en las que, sin haber yo sufrido las adicciones que relata el autor, me reconocí caminando por hilos de alambre similares. Fue una de esas lecturas que te deja con el corazón latiendo a mil por hora y con esa sensación, entre gozosa y febril, de que saldrás de la última página con la piel mudada. Tiempo después, cuando he visto traducido en imágenes el proceso autobiográfico que Javi Giner relata con una sinceridad navaja, no solo he revivido aquellas emociones que me sacudieron sino que las he multiplicado al comprobar que no solo él, sino todas las personas/los personajes que lo acompañan se han hecho carne delante de mis narices. A través de seis capítulos que constituyen un itinerario no solo narrativo sino también de transformación personal, la serie Yo, adicto nos revela la tortuosa salida del infierno de un hombre joven que, más allá de las adicciones que lo han esclavizado, arrastra un cuerpo que es como un colador y en el que cada agujero es un trozo de vida dañada. De esta manera, y más allá de situarnos frente a uno de esos fragmentos de la realidad que solemos obviar desde nuestra poltrona de seres que aspiran a ser felices, asistimos también al relato de un hombre que ha arrastrado, como si fuera un pesado equipaje, la losa de sentirse dentro pero afuera. Un monstruo que se sabe pero que no se reconoce. El hijo angustiado por haberse meado en la cama, el payaso libertino que compró casi todos los boletos a un mercado que juega con nuestros deseos, el triste solitario que se hizo una máscara a medida, o incluso varias, para aparecer ante los demás como la flor rutilante de sus camisas. La clásica masculinidad que no es más que una puesta en escena con la que los hombres, casi todos los hombres, con independencia de con quién nos guste follar, evitamos mostrar nuestra vulnerabilidad congénita. Un show que no deja de producir excesos que ponen en peligro nuestra vida y la de los demás. Una performance que todavía hoy alcanza con frecuencia a los espacios que nos gobiernan y que, paradójicamente, deja muchas víctimas por el camino. Todos esos tipos desgobernados, raros y para los que la hombría, aun cuando no lo sepan, es como un sarpullido que creen curar frotándose con un cepillo de raíces. Ahí está ese Javi inicial tan ególatra, insufrible y ensimismado para avalarlo.
Yo, adicto es una exacta, y cruel, pero también hermosa, radiografía de lo que somos y de lo que dejamos de ser. Muy especialmente de lo quebrados que somos y estamos en este siglo sombrío. De las enfermedades del narcisismo y de las pulsiones que genera un ego ensimismado, ese que no sabe conjugar la primera persona del plural. En este sentido, la historia de Javi Giner es también una apuesta radicalmente política por la necesidad de los vínculos y de los puentes. Una de esas lecciones pendientes de unos hombres crecidos en la fantasía de la individualidad (Almudena Hernando) y de la potencia. El proceso de Javi, y del que nos convertimos no solo en testigos sino también en partícipes, le lleva justamente a salir de su ombligo lleno de mierda acumulada durante siglos y a verse en la necesidad, bendita necesidad, de traducir a otros y a otras. Solo de esa manera él acaba recomponiéndose, sabiéndose leer y rellenando con la arcilla siempre provisional de los afectos esos agujeros que le hacían la vida imposible.
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El portentoso punto de partida constituido por el libro ha sido convertido en una serie que multiplica su impacto. Con un guion que tiene la gran virtud de llevarnos de la mano por los laberintos que recorre y que constituyen al Javi protagonista, y con un equilibrio entre lo dramático y lo esperanzado, Yo, adicto nos sacude porque es también un espejo. Un efecto que no se habría conseguido sin las intensas e inolvidables interpretaciones de todo el elenco, desde una telúrica Nora Navas a un desgarrador Omar Ayuso, pasando por el arco de emociones que nos transmiten Victoria Luengo y Marina Salas. Todas y todos, por pequeño que sea su rol, en perfecta armonía con el sujeto que engulle toda la pantalla y a quienes, por tanto, no vemos como mera comparsa o como simple llave que acciona el actuar de Javi, o sea, de Oriol Plá. Al escribir esto me cuesta trabajo no confundir los nombres ya que ambos, milagrosamente, se han convertido uno en el otro, de tal forma que no sé bien a estas alturas quién es Javi y quién es Oriol. El trabajo de éste es de esos que van más allá de la asunción profesional y puntillosa de un papel. Oriol encarna, hace cuerpo, hace ojos, boca y piernas, temblor y lágrima, piernas y espanto, el doloroso y liberador proceso de Javi. Un proceso que también, a diferencia de lo que hemos visto siempre en el caso de los hombres, pasa por lo corporal y se tatúa en las emociones. Solo un actor que es capaz de ser un clown, un chulo, un seductor o un animal desvalido habría sido capaz de componer un Javi con esa verdad que transpiran sus ojos y que podemos casi oler en su delgadez de antihéroe. Imposible no sentirse y saberse parte de él en un capítulo, el quinto, en el que de manera memorable Oriol/Javi nos muestra las tripas de su fragilidad, como si fuera carne roja y desmenuzada en el mostrador de una carnicería. Una vez más el dolor hecho cuerpo, la hombría como orfandad y como mochila, la masculinidad como cárcel en la que no solo habitan los heteros, el deber ser y la culpa. Frente a un padre que ni se atreve a mirar y una madre que de tanto hacerlo llora. Vuelvo a ese piso de Barcelona y me doy cuenta de que tardaré mucho tiempo en ver una declaración de amor tan bella como la de ese capítulo.
La fuerza de Yo, adicto radica pues en lo bien que nos cuenta una herida que, aunque tiene el cuerpo y las tripas de Javi Giner, nos alcanza a muchos. Y nuestro gran error ha sido no ser capaces de convertirla en vulnerabilidad que abre y que interroga. Lo mejor es que, pese a lo intenso y brutal de su desgarro, hay en ella una esperanza de la que tirar como si fuera el hilo que nos permite salir del laberinto. Una esperanza que se conjuga en plural y que es por tanto política. Una oportunidad que no podemos dejar pasar y que nos exige, como a Javi/Oriol, que al fin nos desnudemos y bailemos, vulnerables, amariconados, blandengues, incompletos, como forma de convertir los trocitos del cristal roto en piezas posibles de un puzle que, recordemos, nunca sabremos completar del todo. Es así como Yo, adicto se convierte en una vindicación de lo que no sabemos y de nuestras humanas carencias como potencia sanadora que, además, nos puede salvar del miedo.
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Gracias Javi, gracias Oriol. Entre otras muchas cosas, por haber sabido dar el salto del yo al nosotros. Por darnos tantas claves con las que no solo llorar ante este mundo que nos quiere deseantes y desactivados. Por hacer del dolor una oportunidad para el abrazo.
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