Opinión · Otras miradas
Mi casa no está en llamas, pero no es mi casa
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Resulta que tengo que irme de mi casa. Esto pasa porque, en realidad, mi casa no es mi casa. Mi casa es la casa de otra persona. Esa persona ha decidido que tengo que irme de casa. Es un tipo majo, que siempre me ha tratado bien, que no abusa, que es el dueño de mi casa y, ahora, ha decidido que tengo que marcharme.
Buscar piso en Bilbao es prácticamente imposible –como en tantas ciudades– porque muchas casas no son de las personas que viven en ellas sino de otras personas que tienen otras casas en las que viven ellas. De esa odisea, de la rabia de alquiler, ya habló aquí Enrique Aparicio. En muchos casos, además, cambiarse de casa significa desarraigarse, tener que empezar una nueva vida en un nuevo barrio, volver a tener que buscar una farmacia y una frutería de confianza, modificar las rutas del día a día, dejar de ver a la gente con la que te cruzas al salir del portal. Es una mierda, la verdad.
Estos días he estado leyendo Miss Major toma la palabra. Vida y legado de una revolucionaria trans negra, un libro en el que Toshio Meronek dialoga con la activista estadounidense Miss Major. Dice que no ha llegado a ser octogenaria por ser “dulce y comedida” sino porque es “un cactus”. Ella, que lo ha vivido prácticamente todo, habla de la “piromanía inmobiliaria”. No es una metáfora, es la descripción de un fenómeno. Cuenta cómo muchos propietarios de viviendas en New York decidieron dejar arder sus casas para evitar tener que hacer frente a las leyes de control de alquiler. Esos procesos de expulsión a los que se ha llamado gentrificación afectan especialmente a la gente que más precaria, al lumpen, a quienes viven en casas que no son suyas.
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En el libro cuenta cómo “distintas partes de la ciudad se fueron volviendo irreconocibles”: “El efecto combinado y superpuesto de la política local, las fuerzas del orden, los magnates inmobiliarios y los banqueros de Wall Street” despojaron la ciudad de sus “puntos de referencia queer”: “La renovación urbana, como la llamaba la clase gentrificadora, se llevó por delante puntos emblemáticos de cruising como los cines para dueltos de Times Square y los muelles de Chelsea, donde la activista Sylvia Riviera pasó sus últimos años viviendo en la calle”.
En Bilbao está pasando algo similar. Hace unos meses, desde AZET Etxebizitza Sindikatua, denunciaban el aumento de los pisos turísticos de la ciudad okupando uno de ellos. El objetivo de la “acción simbólica” era “señalar, en general, a la industria del turismo y, en particular, a todos esos buitres capitalistas (bancos, fondos de inversión, agencias turísticas y especuladores privados) que se lucran a costa de nuestra desposesión”. Según los datos de este sindicato, el número de pisos turísticos en Bilbao ha aumentado más de un 35% en los últimos años. La clase trabajadora, cada vez más endeuda, asiste en directo a la desaparición de sus barrios y, con ellos, de su propia idiosincrasia. “La gentrificación es un sistema que nos arrebata la memoria”, dice Sarah Schulman.
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En 2013 publicó The Gentrification of the Mind [La gentrificación de la mente], un ensayo en el que aborda cómo la crisis del sida modificó completamente la zona de Lower East Side. El escrito Pol Guasch recoge que se trató de una “excusa que sirvió para mutilar un barrio vibrante, vivísimo, plural, lleno de cultura queer emergente, en un palmo de suelo triste, conservador, consumista y de masas”. Seguro que muchas de las personas que fueron expulsadas entonces de Lower East Side llegarían a la zona buscando un espacio de seguridad y libertad. Algunos barrios, generalmente céntricos, han acogido históricamente a personas queer que llegaban a las grandes ciudades expulsadas de sus territorios de origen. Este proceso de expulsión, que se ha llamado sexilio, no es el único al que se enfrentan todas esas personas que no tienen casa. La urbanista Malembe Dumont Copero denuncia que en el diseño de las ciudades se ven reflejadas “estructuras y mecanismos sistémicos de opresión como el patriarcado y el racismo”. Esto tampoco es una metáfora, ni una coincidencia: “Aquellos que han estado en el poder para tomar decisiones políticas, legislativas y de diseño de ciudades, históricamente y hasta la actualidad, son quienes están en situación de privilegio, en general, los hombres blancos”.
En Bilbao no arden casas, que yo sepa, pero la “piromanía inmobiliaria” de la que habla Miss Major sí que toma aquí forma de metáfora. Arden ante nosotras las posibilidades de seguir habitando los barrios en los que nos sentimos seguras, en los que han estado históricamente eso que hemos llamado “bares de ambiente”; arde ante nosotras el futuro mientras seguimos aumentando con ansiedad el número de visitas a Idealista. Arden alrededor todos nuestros recuerdos que, ahora, buscan dónde instalarse mientras tratamos de convencer a algún propietario de que somos merecedoras de, al menos, poder hacer una visita al piso, mientras exponemos nuestras cuentas y tratamos de mantenernos firmes y seguras delante del comercial de la inmobiliaria: “Sí, sí, podré pagar sin problema”, decimos. Arden las posibilidades mientras tratamos de convencernos de que sí, de que merecemos tener dónde vivir y, mientras, nadie hace nada. No hay en esta ciudad, ni en ninguna otra, bomberos ni bomberas suficientes para apagar tantos incendios.
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