Opinión · Otras miradas
El odio a mi cuerpo fue mi Ozempic
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¿Qué estarías dispuesto a hacer para adelgazar? Durante casi toda mi vida, aunque no fuera capaz de formularlo conscientemente, mi respuesta hubiera sido: cualquier cosa. La presión sobre los cuerpos gordos es tal que la mayoría de nosotros arrastramos un largo historial de dietas, rutinas en gimnasios, estafas piramidales y periodos de ayuno a nuestras espaldas. Y aunque nada de esto nos ha funcionado –porque, aunque hayamos puesto nuestra vida en juego, no nos esforzamos lo suficiente–, ya no hay que preocuparse porque el futuro ha llegado. La esperada pócima mágica adelgazante es una realidad.
En las últimas semanas, han aparecido dos grandes noticias en torno a la semaglutida, el principio activo detrás de Ozempic y derivados: el premio Princesa de Asturias recogido por sus investigadores y la intención de Reino Unido de usar el fármaco en desempleados gordos para que encuentren trabajo. Mientras tanto, nos vamos acostumbrando a ver cada día celebrities con el cuerpo que tenían hace veinte años y a que en los centros de cirugía estética se demanden las operaciones para mitigar la ‘cara de Ozempic’, es decir, el rostro resultante de una velocísima bajada de peso.
Así es como una sociedad que odia profundamente los cuerpos gordos y que pasa buena parte del día mostrándonos y vendiéndonos toda clase de hábitos, fórmulas y productos para esos kilos de más (da igual cuánto peses, siempre hay unos kilos de más) celebra que, por fin, ahora sí, ser gordo va a pasar a ser una elección. Porque si con una simple inyección semanal se nos garantiza la delgadez, ¿quién querría ser gordo?
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Garantizar la delgadez, eso sí, no es garantizar la salud. Según su propia página web, los efectos secundarios más comunes de Ozempic "pueden incluir náuseas, vómitos, diarrea, dolor de estómago y estreñimiento". A estos hay que sumar "pancreatitis, cambios en la vista, hipoglucemia, insuficiencia renal, reacciones alérgicas graves, problemas de la vesícula biliar" y, leyendo el texto completo, encontramos "posibles tumores en la tiroides, incluso cáncer". Todos los medicamentos tienen una larga lista de contraindicaciones, podríamos pensar. Pero no todos los medicamentos los usan personas sanas para lograr un objetivo estético.
La preocupante extensión de este fármaco debería servir al menos para acabar con la mentira de que a los gordos se nos ordena adelgazar para mejorar nuestra salud. Nunca fue verdad, pero que se nos prescriba una sustancia que puede trastocarla para siempre ha acabado por romper el encantamiento. Por supuesto que el llamado sobrepeso es un factor de riesgo para ciertas enfermedades y dolencias. Pero también lo es el estrés y no decimos que quien está estresado es porque quiere, y también lo es habitar ciudades contaminadas y no ponemos el mismo empeño en adelgazar que en mejorar la calidad del aire que respiramos.
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La gente no quiere estar delgada para estar más sana, aunque se convenza de ello con la firmeza hercúlea con la que yo estaba convencido hasta hace poco tiempo. Deseamos estar delgados porque deseamos que nos quieran, porque deseamos resultar atractivos, porque deseamos evitar incomodidades, porque deseamos que nos quepa la ropa de las tiendas, porque deseamos que nos den trabajo. Porque no nos queremos sentir juzgados, porque no queremos que crean que somos unos vagos, porque queremos ser reconocidos por nuestros méritos y porque, si nos da un infarto, no queremos que piensen que ha sido nuestra culpa.
Esa es la realidad. El mandato social que impone la delgadez se disfraza de discurso sobre la salud para no reconocer que es una estructura discriminatoria que coloca unos cuerpos por encima de otros. Una discriminación que además, al contrario de otras, puede afectar a todo el mundo: más allá de la sexualidad, del género, del color de piel o de la posición social, uno siempre puede adelgazar y engordar, modificando así su valor a ese respecto. Por eso, la gordofobia no se proyecta solo sobre los cuerpos gordos; los delgados siempre pueden dejar de serlo. Es imposible escapar.
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Hemos aprendido a admirar a las personas que no se acaban la comida, que priorizan el deporte a la vida social o que renuncian a los placeres de la gastronomía para llevar una dieta más parecida a la de un astronauta. Hemos normalizado que personas delgadas se muestren descontentas con su peso, que un kilo perdido se celebre sean cuales sean las circunstancias o que los alimentos sean "sanos" o no dependiendo en exclusiva de sus calorías. Y, antes de reflexionar sobre todo lo que esto provoca en nuestra salud y en nuestros cuerpos, nos lanzamos al nuevo invento con la esperanza de que sea el definitivo.
Porque, desde luego, no es el primero. El Ozempic no promete más que lo que ya esperábamos conseguir con las operaciones de reducción de estómago (que consisten en amputar un órgano sano para que el paciente no pueda comer casi nada) o con los balones gástricos. La diferencia es que ahora el cambio es hormonal, porque la semaglutida provoca un desajuste en las hormonas que regulan el apetito que hace que quien la toma, básicamente, nunca tenga hambre. Sin importar las necesidades del cuerpo, ni las apetencias, ni los estados de ánimo. Convirtiendo la comida en un enemigo al que por fin somos capaces de vencer.
Cuando tenía veinte años yo también dejé de comer. Faltaba mucho para que llegara el Ozempic, pero no hizo falta: el odio hacia mi cuerpo fue suficiente. Odio que sentía desde fuera y desde dentro, porque había acabado por convencerme de que mi cuerpo estaba mal, de que era horrible y nadie me iba a querer siendo así, y de que, para colmo, yo era culpable de todo lo malo que me pasara si no lo cambiaba. Claudiqué ante lo que me repetían pantallas, revistas, personas desconocidas y personas muy queridas: que el que está gordo es porque no hace lo suficiente, y que si le pasa algo malo, pues que se hubiera cuidado.
El resultado de dejar de comer fueron treinta kilos menos en seis meses. No solo de grasa, claro, porque cuando uno come lo mínimo, por más que haga ejercicio (si es que tiene fuerzas), los kilos se llevan por delante también la masa muscular que nos sostiene. Recuerdo tardes enteras tumbado en la cama, sin energía ni para salir de mi cuarto. Pero los elogios que recibía de los demás me convencían de que estaba haciendo lo correcto y de que el sufrimiento merecía la pena. Estoy seguro de que ni ganando yo mismo el Princesa de Asturias me felicitarían tanto como durante aquellos meses de ayuno.
El resultado visible de ese maltrato extremo al que me sometí compensaba mi deterioro de salud. No es solo que me convirtiera en un fantasma sin ganas de nada; el hecho de que hacerme daño de esa manera fuera un triunfo a ojos de los demás trastocó mi percepción hasta tener una imagen totalmente deformada de mí mismo –que acabó derivando en una depresión–, y redujo mi vida a una pelea interna con la comida y el ejercicio que fortificaron un trastorno de la conducta alimentaria con el que sigo conviviendo. Mientras todo esto ocurría, el mundo me insistía en que yo estaba mejor que nunca.
Doy gracias al universo porque la llegada del Ozempic me haya pillado tras casi una década de terapia y de trabajo personal y colectivo para entender y controlar mi gordofobia interiorizada. Porque aquel chico que dejó de comer habría estado mucho más en peligro si esa restricción kamikaze hubiera venido en forma de medicamento. No puedo ni imaginar lo que les costará desmontar la falacia que equipara delgadez y salud a quienes enfermen de verdad a raíz de consumir este fármaco. Personas que todavía no saben hasta qué punto van a ser capaces de ponerse en peligro cuando tengan que responder a la pregunta ¿qué estarías dispuesto a hacer para adelgazar?
Pero hay esperanza. Mientras los científicos cuyas investigaciones han derivado en la comercialización de la semaglutida recogían su galardón en Oviedo, el colectivo Bloke gorde llevaba a cabo una performance en la que desplegaba en la capital asturiana el mensaje "la gordofobia perjudica gravemente la salud". Desde luego lo hizo con la mía hace quince años, y me temo que lo hará con la de las personas que, al no poder resistir la presión social, comiencen a inyectarse una sustancia para la que todavía no hay estudios a largo plazo y que no promete más que la anulación del apetito. El odio a la gordura seguirá ahí, el miedo a no ser suficiente seguirá ahí, la autoimagen trastocada por el discurso gordófobo seguirá ahí. Y a eso, en algunos casos, habrá que sumar un cáncer de tiroides.
Mi salud no mejoró con las dietas ni con las infusiones ni con los batidos de proteínas ni con el deporte a cualquier precio. Incluso aceptando el beneficio de eliminar los factores de riesgo derivados del sobrepeso, los riesgos mucho más numerosos y graves de gestionar la ingesta de alimentos a través de una alteración hormonal deberían hacer que nos echemos las manos a la cabeza. El disparadero de trastornos alimentarios y de problemas psicológicos que van a derivar de adelgazar así de rápido y fácil constituirán una auténtica crisis de salud pública. Lo sé porque ya he pasado por ahí. Y porque nunca se ha tratado de conseguir cuerpos sanos; se trata de lograr cuerpos delgados.
Estamos a tiempo de detener el grave problema que supondrá la normalización de estos fármacos. Porque sí es posible mejorar la relación de los cuerpos gordos con la salud; soy un ejemplo. Lo he logrado aceptando la diversidad corporal, entendiendo que mi cuerpo es el que es y que el peso no es algo sobre lo que uno pueda intervenir de manera saludable (solo un cambio de hábitos logra una mejora real en el largo plazo, y eso únicamente se logra sin buscar cambios vistosos). Y sí, ser gordo hace que tenga más riesgo cardiovascular, pero eso depende mucho más de la genética y nadie me exige que cambie mis genes. Además, si volver a convertir mi vida en una lucha contra mi cuerpo es lo que me libraría de ese hipotético infarto, no me merece la pena.
Solo ahora, con una aceptación y un cariño plenos por mi cuerpo, tengo una vida que me daría rabia que se acortara. El despojo humano que resultó de aquellos meses de tortura autoimpuesta llegó a fantasear con acabar con la suya, porque, total, muy poco de ella estaba viviendo ya. A pesar de los qué guapo estás y de los ya era hora y de los es que me tenías preocupado. Nos guste o no, y digan lo que digan los anuncios de la tele e incluso algunos profesionales sanitarios, la salud va mucho más allá del tamaño de nuestro cuerpo. Y no merece la pena ponerla en riesgo para encajar en unos estándares sociales, esos sí, totalmente enfermos.
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