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Entrevista Cristina Fallarás: "Yo soy el enemigo"

La periodista y escritora publica la novela 'Honrarás a tu padre y a tu madre' (Anagrama), en la que rompe el silencio impuesto en su familia, nacional y republicana, tras la guerra civil. "No sabía quién era. Me robaron una parte de mi pasado".

Cristina Fallarás presenta la novela 'Honrarás a tu padre y a tu madre' (Anagrama). / JAIRO VARGAS


Cristina Fallarás ha cubierto el silencio de palabras.

Ha cogido la pala y rellenado los huecos. Los vacíos. Los agujeros negros.

Fallarás necesita mucha arena y mucho cemento, necesita tanta agua para revestir el secreto de su familia, que es un spoiler impertinente: su padre terminó casándose con la hija de su verdugo. Hay matices, pero, sobre todo, brocha gorda. Parece que Cristina —hay otra Cristina en la novela, aunque esa es otra historia— escribe para curarse. Cada libro, novela y ensayo, una tirita. ¡Vaya que no hay heridas!

Honrarás a tu padre y a tu madre (Anagrama) no es una novela. No es un reportaje. No es una crónica. No es una investigación. No es una entrevista. No es un monólogo. No es un diario. No es un making of. No es una memoria; tampoco histórica. Pero podría ser todo ello, cada cosa, o nada: una inmersión sin botellas; acaso una exhumación.

Fallarás lo negará todo: es una novela. A Fallarás le interesa la forma, el artificio, el estilo.

La literatura.

La belleza.

Fallarás niega la mayor y no vamos a ser nosotros quienes le llevemos la contraria.

“Hay de todo, pero es una novela, en tanto en cuanto es una construcción literaria. No es un documento, sino un acto literario: íntimo y profundamente impúdico, porque me interesa mucho la impudicia. Y, sobre todo, un acto de belleza, porque en el trabajo de la novela la estética está por encima de lo íntimo. Mi trabajo es amor y belleza. La memoria soy yo, no forma parte de mi trabajo. Y eso es muy difícil de explicar, porque mi ser es político. ¿Me explico? Yo soy política. Sin embargo, si no consigo alcanzar la belleza con mi trabajo, no vale de nada”.

Fallarás, un día, se miró al espejo y no se reconoció. ¿Quién era? Su abuelo materno, Pablo Sánchez (Juárez) Larque, nieto de Benito Juárez, presidente de México, casado con una aristócrata navarra y héroe de la guerra —Cristina no quiere hablar de la guerra civil: bastante tiene con las suyas—, tuvo que pegarle un tiro a un espejo cuando vio el reflejo de la sombra de lo que había sido. Fallarás se echó a andar —“Me llamo Cristina y he salido a buscar a mis muertos”— y enfiló el silencio. Esta es una novela sobre el silencio. Y Fallarás hace ruido.

¿La sinopsis? Hay cliffhangers, hay jumping the sharks, hay flashbacks, o flashforwards, o como se llamen: maldita palabrería hueca, esto es una novela. Hay un andamiaje literario para que la historia enganche, resulte atractiva, incite a seguir adelante, como la protagonista —Fallarás siempre es la protagonista—. Y bajo esos ropajes, dos historias: Cristina en busca de sus muertos, que en realidad es Cristina en busca de sí misma; y la historia de una familia que calla y de otra que saca pecho, muy dos Españas, la saga familiar de los Fallarás y la de los Sánchez, la de los vencidos y la de los vencedores, ¿a usted le gusta el rojo o el azul?

“¿Yo? El rojo, claro”.

Quizá no sea necesario esbozar la historia, pero es ésta, de aquí viene ella:

Zaragoza, hace tiempo.

Sus abuelos paternos, Presentación Pérez y Félix el Chico, tramoyista. Un tramoyista de la UGT. Hace tiempos convulsos.

Los maternos, María Josefa Íñigo Blázquez y Pablo Sánchez (Juárez) Larque, nieto de Benito Juárez, presidente de México. Alférez cuando las tapias, coronel en los años que siguieron al de la victoria y a los triunfales, luego mutilado de guerra y abogado fuerza viva.

Lo que pasa desde que el coronel se va a la guerra —o hace la guerra— hasta que Félix Fallarás, su padre, le pide la mano a María Jesús, su madre, viene en el libro. Apenas un detalle: nadie sabe quién es quién, ni víctimas ni verdugos. No triunfa el amor, que también, sino una desposesión de lo viejo y una nueva pertenencia: él a ella, ella a él. Bendito el fruto de tu vientre: Cristina.

Ojo, esto no es —sólo— un relato de abuelos, pues subyace un matriarcado en ambas familias, original o sobrevenido. Sobrevenido porque a Presentación le matan a su hombre y tiene que sacar adelante ella sola a sus dos hijos. Limpiará baños, los baños del teatro, y extenderá la mano para que el público del teatro —el teatro de Félix el Chico, el tramoyista, el que se llevaron de su casa a culatazos, el de la tapia del cementerio de Torrero— le alcance unas monedas. Vestirá a coristas. Trabajará como una esclava. Y, sobre todo, estará callada.

Su padre se casó con la hija del militar asesino de su abuelo, y usted se crio en esa familia. La heredera de la víctima y del verdugo...

Ahora soy heredera de ambos. Hasta hace poco sólo era heredera de uno. Yo soy hija y nieta del franquismo: de la riqueza, del expolio, del dolor infligido, de la comodidad que brindaba crecer y vivir con los ganadores… No me di cuenta de esto cuando me desahuciaron, porque mi compromiso social viene de mucho antes. Aunque es cierto que su elaboración teórica tiene que ver con mi empobrecimiento radical. Hasta que no tuve nada que perder, no pude enfrentarme a ello.

¿Ha tenido alguna vez la sensación de que fue secuestrada por el enemigo? O sea, por sus abuelos nacionales, los ganadores.

 No. Yo soy los enemigos. Tengo la soberbia de los enemigos. Tengo el arrojo de los enemigos. Tengo la confianza en mí misma que me ofrece haber pertenecido a quien ganó. Mi conflicto no es de clase, sino teórico, práctico y político. Yo soy el enemigo.

La úlcera del bando nacional.

Exacto [guiña el ojo; a veces, Fallarás también arquea la ceja, como la abuela María Josefa cuando sonreía]. Yo soy al que me enfrento.

¿Se ha sentido alguna vez culpable por el asesinato de su abuelo Félix?

No. Es que mi abuelo Félix no existía. De hecho, acaba de nacer. No es que me hurtaran a un abuelo, es que jamás lo eché de menos. Si no construyes la idea de un abuelo, no te duele su ausencia.

En su honor, ¿fomentaría, impulsaría o aprobaría una ley que perjudicase a sus abuelos maternos?

Yo estoy a favor de eso sin la memoria de ningún abuelo, y llevo tiempo practicándolo. Incluso le daría la bienvenida a una medida que me perjudicara a mí misma. Yo estoy a favor de una ley que me quitara las propiedades que pudiera recibir en cualquier momento. ¿Me explico? Yo soy heredera de eso.


Otro pequeño detalle, que encierra un mundo: cuando Félix Fallarás —el hijo del cabecilla de la UGT que cae en la tapia de Torrero, ante un pelotón de fusilamiento entre el que se contaba su abuelo materno— se presenta a la Jefa, la que sería su suegra, María Josefa, ésta le pregunta: "Y tú, hijo, ¿cuánto ganas?". No le pregunta cuánto tiene, porque tener, ya tiene ella, y porque sabe que él nada tiene. No es lo mismo tener que ganar; la riqueza vieja, que la nueva riqueza; lo heredado, que lo sudado.

El sudor huele.

El empleado le dice lo que gana en el banco, donde había conocido a la que será su esposa, y la futura suegra le responde: "Con eso mi hija no tiene ni para papel higiénico". Fallarás cuenta tanto en tan poco: hay fogonazos en la novela que esbozan en un par de líneas la historia de media España, no importa cuál.

Escribe Cristina en el libro: "El joven Félix Fallarás quería casarse con la hija de la Jefa y el coronel, qué osadía, quería casarse él, un hijo del hambre, un hijo de la muerte merecida, un nieto del teatro y el socialismo".

Capuletos y montescos. Flamencos y tarantos. Una ocurrencia boba que la autora desecha. “Mis padres deciden dejar de pertenecer y se agarran el uno al otro de tal modo que lo que yo heredo como hija es el mandato de ser contra viento y marea”.

Claro, pero el pasado…

“Mis padres se aman con un amor esférico, absoluto, compacto, inabarcable… Mi hermana y yo hemos conseguido a duras penas rebotar contra él”.

Pasa que no hay pasado. No hay memoria. Apenas silencio. ¿Hemos dicho ya que el libro trata precisamente de eso? Cristina hace sonar la bocina:

“Un abuelo rico y fascista. Un hijo de la represión, del asesinato, de la pobreza y del socialismo. Ninguno de ellos sabe cuál es la historia del otro”.

¡Silencio, se rueda!

¿Cómo se explica si no que arrasaran con los logros de la República, que hubiese una guerra, que durante cuarenta años no pasara nada y que en los siguientes cuarenta no se haya recuperado lo anterior? ¿Cómo se explica? Los mataron a todos. Las mataron a todas. Arrasaron la inteligencia y el pensamiento de España. ¡Tierra quemada! Y lo que una hace es cerrar las piernas para que no te rompan el coño. Tienen cojones estos [piiiiiiiii] del PP y del franquismo para darnos luego a leer a Machado y a Lorca...

Doble victoria: la de la guerra y la del mutismo.

Triple victoria: la de la guerra, la del silencio y la de la democracia. ¿Qué está pagando el PP con nuestro dinero? ¡Una mierda está financiando el partido! Está destinando nuestro dinero a las empresas del Ibex, que siguen siendo franquistas: Villar Mir, Martín Villa… No nos engañemos: seguimos pagando el franquismo cuarenta años después.


Igual que hay dos historias en la novela, hay varias formas de contarlas. Primero, la narración alterna, en tiempo presente. Luego, lo que Fallarás llama el novelón decimonónico. Finalmente, la prosa poética que nos lleva adelante y atrás.

Cristina se echa a la carretera, sin nada en los bolsillos. "Andar como la única forma de recuperar la humanidad. También como una manera de tomar las riendas, de enfrentar todo esto", escribe. Emprende el camino en busca de sus muertos, walking dead.

Desanda la amnesia.

“Esta novela no habla sólo del silencio, sino de la construcción del silencio. Un silencio impuesto. Cuando se me fue el suelo de los pies y me quedé en el aire, escribí este relato para pertenecer”.

“¿A qué pertenecemos? ¿Qué somos?”

“Somos memoria”.

“No somos realidad, somos memoria”.

Sin embargo, Cristina no quiere hacer memoria histórica, aunque claro que la ha hecho. Dice, como quitándole peso: “El pasado puede ser cualquier cosa”. Y se quita un peso.

“Entendí que me habían robado una parte”.

El abuelo asesinado que purgó el pecado del padre. Doblemente mártir.

“Decir que no conviene remover las heridas es muy actual. Durante los cuarenta años de franquismo, nadie decía eso porque no era necesario”.

Cristina hace memoria sin pretender hacer memoria.

“Primero mataron a todos. Y luego le negaron la sexualidad a las viudas jóvenes”.

Fallarás es feminismo sin ir de feminista.

“Es muy bestia, ¿eh?”.

Así todo.

¿Cree que se hablaba o se habla más de lo que pasó en la guerra civil en las familias nacionales que en las republicanas?

Me importa un pito la guerra civil. El problema no es la guerra civil, sino la construcción del franquismo y de la democracia franquista, que nos obliga a interpretar los últimos cien años como una guerra civil. ¡No, compañero, no! La guerra civil sólo duró tres años. Y luego ya no hubo hombres: ni maestros, ni científicos, ni políticos, ni empresarios, ni nada.

Pero su familia paterna callaba, mientras la materna contaba batallitas.

La familia de mi madre lo contaba todo entre risas. No les importaba reconocerse como asesinos o criminales, porque hay un orgullo básico y ni siquiera lo consideran crimen. De mi padre heredé el silencio, y este libro es un acto para que mis hijos no lo vuelvan a heredar.


Pese a todo —pese a quien pese, decía Aznar—, en la novela no se juzga a nadie. “Ni a las personas, ni sus intimidades, aunque sí juzgo la construcción política que nos hurta una parte de lo que somos y, con ello, asesina una parte de nosotros”.

“Yo no violento nada. En este libro no hay revolución”.

Cuando escribió la última palabra, “vivos”, se lo entregó a sus padres y les dijo: “Si no queréis que lo publique, inmediatamente lo quemo”. Los libros de Cristina arden mal.

Abro comillas.

Somos memoria. Y en España nos han cercenado la memoria. Un pequeño núcleo de valientes la reivindica, si bien la inmensa mayoría tiene una herida que se le pudre de noche en la cama y que dejará en herencia a sus hijos. Es como el Me Too. Yo puedo decir: “Estoy en contra de la violencia machista”. Pero hasta Inés Arrimadas está en contra de la violencia machista, you know what i mean… Otra cosa es decir: “Hola, ¿qué tal? Me llamo Cristina Fallarás y a mí también me violaron”. Tres veces, que yo recuerde. Y alguna más, ciega. Y, de repente, millones de mujeres dicen: “Hola, me llamo…”. La conciencia de clase que genera el relato íntimo evidenciado elimina la abstracción. De nada vale decir que estás en contra de la violencia machista o a favor de la memoria histórica. Hay que decir: “Hola, ¿qué tal? Me llamo Cristina Fallarás y mi abuelo materno era un hijo de puta, y yo también soy una hija de puta como digna heredera de mi abuelo”. Y no es verdad que las escritoras de izquierdas seamos todas estupendas. Este libro es un Me Too, porque estoy hasta las tetas de ciertas historias de la pretendida izquierda que retrata el franquismo. Parece que si eres escritor y de izquierdas, das por hecho la bondad. Yo no soy buena, y tampoco quiero ser buena: quiero ser yo.

Cierro comillas. Las comillas son de Cristina.

Tapa temores con cada libro. Cubre con palabras el silencio. Se construye cuando ciega cada agujero negro.

Todo soy yo, ¿qué podría ser? Pero es una excusa.

¿No se siente más libre?

No. Cada día escribo mejor. No me interesa lo que cuento, sino cómo lo cuento, y no estoy frivolizando. Lo que cuento es una excusa para crear belleza. No he querido hacer un libro político, sino literatura. Hago una labor de orfebre y, jugando con el lenguaje, creo dolor y creo placer.

Los hijos y nietos del franquismo heredan el sufrimiento de sus padres y abuelos, según Clara Valverde. Llega a través de la periodista Elena Cabrera tanto a ella como a su libro 'Desenterrar las palabras. Transmisión generacional de la violencia política en el siglo XX del Estado español'. En él, describe que esos hijos y nietos son víctimas de adicciones, anorexia, inseguridad, miedos, suicidios... ¿Explica eso sus demonios?

Claro. Aunque mis demonios son injustificables. ¿Me agarro a eso porque soy nieta o me aprovecho de ello? Ahí hay un juego. Yo me he drogado hasta las cachas, como todos los de mi generación. Yo he vivido situaciones de violencia imperdonables, y las he permitido. Yo he sufrido agresiones sexuales imperdonables, y las he permitido. Y mi generación moría en los billares, debajo de la mesa con la chuta en el brazo. Puedo agarrarme a eso para justificarlo, pero me niego a frivolizarlo. Desde que escribí esta novela, no permito la frivolidad ni el cinismo sobre aquello que nos ha convertido en basura. Porque somos basura. Ahora mismo, estamos tomando esta copa y pergeñando una entrevista en un diario de izquierdas porque vivimos en un pequeño mundo blanco, masculino, obeso y triste, en cuyas fronteras agonizan millones de personas. Y mientras bebemos, no nos preocupa eso.

Hace años, en una fiesta que montó en su casa, con la bañera llena de hielo y botellas de champán francés, le confesó a una amiga: "Joder, quiero volver a ser pobre". Luego la desahuciaron. ¿Ha merecido la pena?

Claro, por supuesto. Mis hijos entendían mejor la vida en la cabaña donde nos refugiamos tras el desahucio, robando en los huertos para comer, que la actual vida en Madrid con ciertas comodidades. Porque, pese a tener cuatro trabajos, no hay semana a fin de mes en la que no comamos otra cosa que arroz blanco con huevos fritos.

¿Cree que, pese o gracias a esas vicisitudes, sus hijos tendrán una mejor educación que la que recibió usted?

¡Madre mía, indudablemente! Aunque también la habrían tenido sin ese dolor. Mírame a los ojos: “Hola, me llamo Cristina Fallarás y me gustaría ser hija mía”. No soy una mujer limpia, ni buena, pero soy una mujer valiente. Lejos de mí queda el elogio de la coherencia, pero soy una mujer culta. Echo de menos lo culto en España, porque ahora todo es una ofensa a los sentimientos religiosos o a su puta madre. El problema no es la ofensa, sino quien se ofende. Deberían meter en la cárcel no a quien ofende, sino a quien se siente ofendido. ¡Pena de cárcel por cursi!

Cuando decía que quería ser pobre, ¿deseaba un castigo? ¿Lo tomó como tal cuando la desahuciaron?

No. Absolutamente, no. En mi generación, se identificaba lo rico con lo malo y lo pobre con lo bueno. Sin embargo, yo ligo la idea de consumo a la ordinariez, de la misma manera que ligo la idea de lo culto a la austeridad. Ésa es la base de mi vida: lo culto es una forma de ser austero en esta tierra. Cuando le digo a Lucía Lijtmaer lo de volver a ser pobre, me refiero a no volver a participar de la idiotez del consumo, porque me abruma. El progreso y la evolución están bien hasta que aparecen las nuevas tecnologías, que nos obligan a participar en el ocio. Yo soy marxista y el ocio no me interesa nada. Busco la belleza y el equilibrio.

No es consumista, pero sí hedonista.

No, aunque puedo disfrutar. Tengo una base muy hedonista, como toda hija de familia rica a la que le gusta disfrutar de los placeres. Sin embargo, me produce mayor satisfacción la austeridad que el hedonismo. Y la estricta definición de la belleza, que el desparrame del consumo.

En definitiva, salió a buscar a sus muertos para no matarse, para saber quién era, para ver si esa pesquisa sanaba. ¿Pero sanar de qué?

De lo mío [risas]. Llevaba muchos años haciéndome daño. Tenemos dos daños básicos: uno es un daño íntimo y el otro, compartido. He tenido una cierta tendencia a la autolesión: no a hacerme rajitas en el brazo, sino a la humillación y a la infravaloración. De hecho, casi todas las mujeres de mi generación lo tenemos, porque si no no habría sido tan brutal el machismo contra nosotras. Y luego hay una construcción generacional de la autolesión, porque nosotros nos matábamos alegremente. Yo me he encontrado con chicos muertos con la chuta en Zaragoza, en San Sebastián, en… A mi pareja no le queda ningún amigo vivo de su quinta. Los que no se cargó la heroína, los remató la cocaína. ¿Por qué no nos hemos preguntado qué es eso?

¿Y su herida? ¿Está cicatrizando?

Ya no está. ¡Ya no está! Ya no está… Y si estuviésemos en la película Drácula, de Bram Stoker, dirigida por Francis Ford Coppola, a todos los miembros de mi familia y a sus allegados empezarían a cicatrizarle sus heridas sin darse cuenta: ¡ssssssssh! Hay algo boscoso y vegetal que presta su humedad a los campos secos donde nada podía curarse. Y este relato lo cura, porque no es un relato burdo, ni culpabilizador, ni que juzgue a nadie. Todo relato se consigue para pertenecer, y yo pertenezco a este relato.

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