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Rafael Navarro de Castro "Al sistema no le interesan los campesinos"

El escritor Rafael Navarro de Castro debuta con 'La tierra desnuda', un acercamiento a lo rural sin fatalismos pero sin rehuir la dureza de un mundo que se extingue en pro de la modernidad. La historia de España contada desde la periferia. 

Rafael Navarro de Castro, autor de 'La tierra desnuda'.- ALFAGUARA

La literatura rural no suele acabar bien. Piensen sino en La familia de Pascual Duarte de Cela o en Cañas y barro de Blasco Ibañez, por no hablar de ese señorito atado a una encina por el pescuezo en Los santos inocentes de Delibes. La tragedia siempre acecha. Los paisanos no se libran de ese destino infausto tampoco en obras de cuño más reciente. Ahí tienen La lluvia amarilla de Llamazares o Intemperie de Jesús Carrasco, dos historias marcadas también por la tragedia y la locura.

La tierra desnuda (Alfaguara), primera novela de Rafael Navarro de Castro (Lorca, 1968), comparte con todas ellas los abusos y la miseria, el hambre y la brutalidad. Difiere, eso sí, en cómo digieren sus protagonistas esa mala vida en el campo. “Quería romper con todo eso, quería mostrar todos los ingredientes del horror pero huyendo de la fatalidad, es una decisión narrativa y también algo que he podido experimentar”.

Quince años en la periferia de la periferia dan para mucho. Navarro de Castro cambió una buhardilla en Malasaña y una incipiente carrera en el mundo del cine como técnico maquinista por un refugio en un pueblo perdido en la Vega de Granada. Un camino que en su día pretendía ser de ida y vuelta a la metrópoli y que, pasado el tiempo, ha terminado por convertirse en destino único. “Los labriegos me decían que no aguantaría un invierno y aquí estoy”.

Aquí está. Con una novela de quinientas páginas bajo el brazo. Una obra que testimonia el último siglo de nuestra historia a través de la vida de un tal Blas ‘el Garduña’, nacido con la segunda república y convertido –una vida mediante– en vestigio andante de un mundo que ya no es, una forma de vida milenaria que toca a su fin. “Les han ido acorralando porque al sistema no le interesan los campesinos, un campesino es un ser que no sirve para nada”.

La burocratización del monte, la presión cada vez mayor de la economía de mercado y los desmanes globalizadores conforman la estocada final a un modo de vivir (y sentir). Un punto y final que Rafael Navarro explica con llaneza: “Si te pasas el verano escardando habichuelas y en septiembre desde Alemania te dicen que te las pagan a 50 céntimos, la próxima vez no te tomas la molestia ni de recogerlas, metes a las cabras y que se las coman”.

La paulatina desaparición de sus moradores deja al campo desprovisto de una mano de obra que no sólo supo roturarlo, sino que hizo germinar una cultura compartida, un relato común hecho de hambrunas y sequías, pero también de cosechas y ferias. «El libro de su vida lo escribió, en grandes letras, sobre la tierra desnuda, con la ayuda de un azadón, un mulo y un arado», escribe Rafael sobre esa otra caligrafía atávica que Blas y los suyos fueron rubricando por los siglos de los siglos, esa misma que ha terminado por configurar nuestro horizonte.

'La tierra desnuda'.- ALFAGUARA

'La tierra desnuda'.- ALFAGUARA

“El valle es como es porque ellos lo han hecho así, los olivos y los bosques los sembraron ellos con sus propias manos, ellos son los responsables últimos de lo que vemos”, explica el autor de La tierra desnuda, una obra escrita en presente pero cuya materia prima es el pasado. “El germen del libro es un documental fallido, de ahí y de los guiones que fui escribiendo nace esta historia, no quería escribir batallitas de tiempos remotos, lo que quería era decirle al lector vente conmigo que te voy a enseñar lo que he visto”.

Y lo que ha visto es el fin de una forma de vida –que se dice pronto–. Algo que no consiguieron extinguir las pestes, las inundaciones ni las sequías, tampoco las guerras. Un mundo al que ahora se asoman ufanos los llamados neorruralistas, una generación que busca en el campo la posibilidad de una isla y que el autor, lejos de idealizar, perfila sin heroicidades: “Hay un poco de todo, mucho artisteo: pintores, músicos, escritores… Y mucho guiri, cómo no. Comparten un perfil medio romántico y suelen sobrevivir de formas raras, es gente que se hartó de la ciudad por lo que sea, como me pasó a mí”.

Exiliados antimodernos que en su huida del progreso –muy probablemente sin pretenderlo– nos dejan también una estela de aliento. Explica Rafael que tras cada labriego finado muere también un huerto o una viña, un ritmo que, según se mire, es directamente proporcional al desasosiego urbanita. “Humanicemos la vida, que no sea todo correr, trabajar y ganar dinero”, apostilla Navarro de Castro. Como si fuera tan sencillo.

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