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La literatura que resiste en la 'España vacía'

Irrumpen en el ámbito editorial novelas y ensayos que abordan lo rural huyendo de bucolismos heredados. La mirada de estos escritores no pretende idealizar el campo, se contenta con un retrato justo al margen de la ciudad.

Paisaje de A Lama, una localidad gallega amenazada por la despoblación.- EFE

La 'España vacía' está llena de historias. Es pronto todavía para saber a qué se debe. Conjeturas hay muchas; los hay sentenciosos que opinan que el hiperrealismo de la urbe dejó de interesar al personal, los hay también que achacan la proliferación de libros con lo rural por montera a las modas editoriales y a la necesidad de convertir en boom lo que no llega a bluf, por último están los que entienden el fenómeno como un modo de empaquetar una mirada; una mirada joven, conectada y, en algunos casos, también urbana, que decide echar la vista a un mundo que siempre estuvo ahí y que no siempre fue bien tratado.

Navarro de Castro: "Los labriegos me decían que no aguantaría un invierno y aquí estoy"

Una somera enumeración evidencia que lo rural en la literatura española por lo general ha ido acompañado de un hado infausto. Piensen sino en La familia de Pascual Duarte de Cela o en Cañas y barro de Blasco Ibáñez, por no hablar de ese señorito que acaba colgando de una encina en Los santos inocentes de Delibes. La tragedia siempre acecha. Los paisanos no se libran de ese destino trágico tampoco en obras de cuño más reciente. Ahí tienen La lluvia amarilla de Llamazares o Intemperie de Jesús Carrasco, dos historias marcadas también por la fatalidad y la locura.

¿Por qué? Una cosa es no idealizar el pueblo y otra, bien diferente, es sembrar una trama de venganzas, rencores atávicos y escopetas de perdigones. Según María Sánchez (Córdoba, 1989), joven poeta y escritora, autora de Tierra de mujeres, la razón está mucha veces en la visión que se ofrece del mundo rural: “Cuando lo pienso me da rabia y me resulta doloroso que en el campo solo pasen cosas horribles. El otro día leí un titular en El País, decía así: El 'terror rural' que acabó en muerte en una aldea de Galicia llega a juicio. ¿Hablamos de 'terror urbano' cuando hay un crimen en la ciudad?, ¿por qué tenemos que remarcar siempre lo rural como algo trágico lleno de gente pobre e ignorante?”.

En efecto, la lista de desagravios literarios para con lo rural es larga y se extiende casi hasta nuestros días. Un legado interminable que encontró su particular colofón con la exitosa publicación de La España vacía (Turner, 2016) a cargo de Sergio del Molino (Madrid, 1979), ensayo a medio camino entre la crónica histórica y el reportaje periodístico que incidía –con maneras forénsicas– en ese vaciado histórico del campo. Un éxodo a la ciudad cuyos estragos en el pueblo el autor entendía irrecuperables y claramente conducentes a la extinción.

De nuevo la mala estrella, el hado y el sentido trágico de la vida. De nuevo lo rural cara a cara con sus cicatrices. “Es necesario que rompamos con ese mundo de horror, por supuesto que el medio rural tiene todos los ingredientes del horror, por supuesto que hay maltrato y horror, hambre y miseria, pero también crecen flores y hay gente generosa, que festeja y disfruta de lo que le rodea”, explica Rafael Navarro de Castro (Lorca, 1968), autor de La tierra desnuda (Alfaguara, 2019), un libro que no rehúye la dureza y la mala vida que inflige el campo, pero que consigue hacer digerir a sus paisanos una realidad no siempre fácil.

“Quería romper con todo eso, quería mostrar todos los ingredientes del horror pero huyendo de la fatalidad, es una decisión narrativa y también algo que he podido experimentar”, explica Rafael, quien cambió una buhardilla en Malasaña y una incipiente carrera en el mundo del cine como técnico maquinista por un refugio en un pueblo perdido en la Vega de Granada llamado Monachil. Un camino que en su día pretendía ser de ida y vuelta a la metrópoli y que, pasado el tiempo, ha terminado por convertirse en destino único. “Los labriegos me decían que no aguantaría un invierno y aquí estoy”.

María Sánchez: "O somos Los santos inocentes o vivimos en la cabaña de Walden"

Navarro de Castro comparte con María Sánchez una misma mirada desde el campo, una aproximación que ni idealiza el día a día en la viña, ni se alinea con ese “periodismo sepulturero” que, en palabras de Sánchez, imagina lo que ocurre más allá de la urbe sin interés por los matices: “O somos Los santos inocentes o vivimos en la cabaña de Walden, se queja la cordobesa. Coinciden ambos escritores en la necesidad de volver a contar el campo atendiendo a sus gentes y no tanto desde el punto de vista del urbanita que pontifica sobre lo que allí acontece con aires funestos.

“Para mí lo más radical y lo mejor que se está haciendo en estos momentos en nuestro país está ocurriendo en los márgenes; mujeres jóvenes que están recuperando razas autóctonas en peligro de extinción, colectivos que se están uniendo y están luchando contra las macrogranjas, personas que están decidiendo quedarse y luchar por su pueblo y por su territorio...”, apunta.

Junto a las ya mencionadas visiones de Sánchez y Navarro de Castro, encontramos otras historias con lo rural en sus entrañas como Los asquerosos (Blackie Books, 2018), un thriller estático a cargo de Santiago Lorenzo (Portugalete, Bizkaia, 1964) ambientado en esa España vacía que acuñó Del Molino, una historia que nos hace plantearnos si los únicos sanos son los que saben que esta sociedad está enferma. O como Invierno (Pepitas de calabaza, 2018), de Elvira Valgañón, un compendio de secretos, pasiones calladas y esperanzas ciegas que transitan por entre las calles y los prados de un pequeño pueblo.

Subyace en este repentino interés por el mundo rural algo muy parecido a lo que pudo suceder con la memoria histórica; una primera generación lo vive de forma directa, la siguiente trata sin suerte de olvidar y una tercera busca recuperar y restañar las heridas. Es esa nueva generación la que parece irrumpir con historias que huyen de tremendismos y bucolismos, una generación que se contenta con un retrato justo, uno que reivindique otras vidas posibles más allá de la urbe.

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