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Las vidas de Marcheline: mujer, emigrante, discapacitada y víctima de los desahucios

La polio la atacó de niña, pero no dudó en dejar atrás Ecuador para buscar un futuro mejor para sus hijos en España, donde la atrapó el paro y una hipoteca. No ceja en la lucha por la vida

Marcheline, en su casa de Madrid, adonde llegó en 1994. / HENRIQUE MARIÑO

No escatima perdones por llegar tarde a la cita, aunque uno debería disculparse por haber llegado con tanto retraso a ella. “Soy mujer, emigrante, discapacitada y, por si fuera poco, afectada por las hipotecas”, se describe antes de poner fin a una dilatada charla en su casa, que en realidad ya no es su casa, pero ésa es otra historia. “Pese a todo ello, he conseguido la felicidad… y, si no existe, me la invento”. Durante dos horas, ha logrado contener las aguas subterráneas del llanto. Con los ojos secos, susurra: “Te he narrado mucho tiempo, evitando lo más profundo, porque terminaría llorando”. Éstas son las vidas de Marcheline. Si no le gustan, no hay otras.


Quito, 1965. Queremos imaginar que cuando un bebé llega al mundo, viene con una frase hecha bajo el brazo: el hogar rebosa de felicidad, por ejemplo. Mas no consta en su biografía, cuya primera muesca figura a los tres años: la pequeña tiene polio y sus padres la dejan en un orfanato, del que no saldrá hasta los dieciocho, cuando los servicios sociales la entregan a su familia. Una infancia feliz rodeada de monjas y una entrada en la edad adulta accidentada. “A mí me cayó la enfermedad y lo normal era que hubiese dicho: Yo soy menos que la nada. Sin embargo, fui una niña muy rebelde”.

De vuelta con los suyos, su madre le rogaba que no saliese de casa, no fueran a cuchichear los vecinos aquello de “qué habrá hecho para que esté así”, como buscando el pecado en una mocosa. “Me negué a clausurarme como un mueble”, rememora Marcheline, que se casó, “por seguir la ley de la vida”, con un campesino que se deslomaba para llevar un bocado a casa. Hay dos imágenes que se superponen en su relato: sus hijos en el campo, comiendo en el suelo junto al perro; y Marcheline niña sentada a la mesa, con su cubierto, en el comedor del internado. Suficiente para abrir la espita: un salto al vacío de la emigración.

Diez años de ahorro después (¿cómo se ahorra cuando el dinero apenas llena el plato?), deja atrás a su marido pluriempleado y a dos críos que no conocían la escuela, rumbo a España, aquella España que contaba en pesetas y aún no se había inflado. No conocía a nadie: sólo tenía reservadas tres noches en un hotel madrileño, el teléfono de un compatriota que le dieron en la agencia de viajes y un capital, víctima de una moneda devaluada, que no valía nada. Apenas le alcanzó para cuatro meses, en los que vivió en un cuarto piso sin ascensor, un dato que no tendría mayor importancia si no fuese porque caminaba con muletas y prótesis incrustadas en sus piernas.

Ahora, postrada en una silla de ruedas, recuerda que en su habitación había dos literas, en las que dormían ocho personas; una cama de noventa, que compartía; y un colchón en el suelo, que redondeaba la suma: doce almas en un piso que tenía otro cuarto, otra tanta gente, y un salón, más espacioso, que terminaba de saturar el ambiente. Pagaba diez mil pesetas, hasta que no pudo pagarlas.

“Casi todos vinimos a lo mismo: trabajar para comprar una casita en mi país, que entonces pasaba por lo que ahora vive España. Hubo un saqueo bancario, una crisis tremenda. Y yo era una persona del pueblo, no tenía amiguetes ni nada. Ni siquiera la esperanza de encontrar un trabajo”. La capital de Ecuador era un vía crucis para un discapacitado, y luego estaba la mirada de los otros. “Cambiar el chip de la sociedad es muy difícil. Incluso yo misma pensaba que no tenía derecho”. Una vez aquí, sin papeles, sólo podía aspirar a trabajar en negro, pero todas las entrevistas terminaban con un portazo. Pidió que la probaran como empleada doméstica, que ella podía hacer las tareas que le encomendaran. Una señora le espetó: “Aquí cuidamos a las personas como tú, ¿cómo vas a cuidar tú de nosotros?”.

Estuvo dos años y medio buscando trabajo. Dejaba el piso a primera hora y no regresaba hasta la noche, privándose de todo. En ese momento conoció a Enrique, el ciego de la plaza de Oporto, que le brindó su amistad y le presentó a un quiosquero y a su esposa. Ellos le dijeron que donde comen dos, comen tres: ya tenía un plato caliente. Poco después, un cura le prestó 150.000 pesetas, con las que pudo pagar la fianza y el alquiler de un piso, que fue llenándose hasta cubrir el coste. Quizás hasta la llamó otra Marcheline recién aterrizada con sólo una maleta y un número de teléfono. Finalmente, una vecina la recomendó para cuidar los fines de semana a una anciana y, poco después, pudo regularizar su situación. Qué extraño, porque a medida que tenía comida, vivienda, trabajo y papeles, se le iban muriendo Enrique, la anciana y así. A veces frena el relato, entorna la mirada y suspira: “Es que mi vida es muy complicada”.

Marcheline hizo varios cursos de formación en la ONCE y comenzó a encadenar un trabajo con otro. Pensó que desde ese momento siempre sería así: teleoperadora, administrativa, responsable de venta y reserva de billetes, secretaria de dirección… Nada que ver con sus estudios de Odontología en la Universidad Central del Ecuador, que no llegó a terminar, pero trabajos dignos que le permitieron traerse a sus dos hijos, ganar hasta 1.500 euros y pensar en la casita. El sueño había cambiado de ubicación y su hogar ya no iba a estar en Guayaquil, adonde se había mudado con su marido, sino en un barrio del sur de Madrid, con su nueva pareja, porque las cosas allí ya no iban bien. Atrás quedaba un tiempo nublado, sin horizonte laboral, que le había sumido en una depresión: “Yo no era yo. Ni siquiera me daba cuenta de que estaba viva”.

El piso costaba 222.000 euros, una cifra redonda, tan diabólica como el 666. Una planta baja, a la que se puede acceder con relativa comodidad, sobre la que se alza el ladrillo visto que estampa las fachadas de cualquier barrio obrero construido en los sesenta o setenta. Ya saben: parabólicas y máquinas de aire acondicionado que se alternan con toldos que resguardan los minúsculos balcones y terrazas que, con el paso de los años, fueron cerrándose para ampliar el salón o ganarle unos metros al cuarto del niño. “El empleado de un banco me ofreció una hipoteca para comprar un piso. Yo no sabía qué era eso y, como no me quería meter en un lío, le contesté que si me quedaba sin trabajo no podría pagarlo. Me aseguró que eso no iba a pasar”.

El resto de la historia ya la conocen ustedes. La casera le iba a subir el alquiler de 800 a 1.000 euros y con ese dinero, pensó, podría pagar la letra y el apartamento sería suyo. Hasta la dueña le dio la razón, y le comentó que ella se iba a comprar una tercera propiedad para alquilarla. “Los pisos se pagan solos” era su mantra. Entonces se quedó sin trabajo, pero la financiera le recomendó que siguiera adelante, pues su pareja, “después de hacer de todo”, había encontrado la estabilidad laboral en un locutorio. Lo compró en 2006, tres años después volvió a darse de bruces con el paro y, aún así, pudo hacer frente a doce letras más. Quedaban 31 años de hipoteca. “Con la subida del euríbor, que tampoco sabía lo que era, llegué a pagar 1.400 euros al mes. Todo el dinero que entraba en casa se iba para la hipoteca, hasta que fui a la sucursal para intentar arreglarlo de alguna forma: me respondieron que no podían hacer nada. Ahí empecé a tener problemas”.

Calculó que había pagado 87.000 euros, aunque le comunicaron que debía 211.000, asegura Marcheline. “Según ellos, sólo había abonado los intereses. Me ofrecieron una rehipoteca para pagar menos letra, metiendo a mi hijo por medio; menos mal que no lo hice... Luego el banco se quedó con la pensión de 340 euros que recibo por mi discapacidad y llegó una carta que decía que mi piso iba a subasta. Busqué ayuda en servicios sociales y en iglesias, mas nadie podía hacer nada, mientras que en la sucursal llegaron a decirme que me iban a deportar. Estaba destrozada”. Fecha del inminente desahucio: 3 de marzo de 2011.

Entonces se hizo la PAH. Llamó, si bien no era quién de explicar por teléfono lo que le había pasado. Al otro lado del hilo, alguien la tranquilizó. “No estaba sola”, dijo la voz. “Me eché a llorar y esa noche pude dormir, porque vi que había una esperanza”. Días antes del desalojo, la Embajada de Ecuador contactó con ella, una pionera que se había adelantado cuatro años a los 505.060 compatriotas, en su mayoría mujeres, que emigraron a España entre 1998 y 2005. El piso se lo adjudicó la entidad bancaria en subasta. No hubo dación en pago porque el tasador que en su día había considerado que valía 211.000 euros lo tasó por 60.000, una cifra que, si se lo pudiese permitir, habría pagado gustosamente. El desahucio no llegó a ejecutarse.

“El banco quería negociar conmigo, siempre y cuando dejase de salir en los medios, porque decían que estaba dañando su imagen. Me prometieron que condonarían la deuda y que pagaría un alquiler social, pero me engañaron, porque sigo debiendo el dinero y el alquiler no es tan social: pago 250 euros y sólo me quedan noventa de la pensión para vivir”, afirma Marcheline, quien subraya que el piso ahora pertenece a un fondo buitre. La Embajada de su país le ofreció los servicios de un abogado y le pagó un mes de fianza y otro de alquiler, cuyo contrato es de cinco años. Lleva tres, quedan dos: “Pronto me enfrentaré a un nuevo desahucio. La deuda hipotecaria es como una cadena perpetua”. La condena al desempleo va para cuatro años.

Tanta cifra marea, y todavía hay más: los hijos de su primer matrimonio, que no trabajan, tienen veintiún y veinticuatro años; el pequeño, nacido aquí, apenas nueve; y ella hace diecisiete que no pisa su país. “En cuanto me los traje, no volví”. Luego están las que ofrece la PAH, o sea, la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, que asegura que más de 570.000 familias han sufrido ejecuciones hipotecarias desde 2007. Si piensan en personas cuya alternativa es la calle, en 2012 medio millar vieron cada día cómo su vivienda se esfumaba, sin comparación con las 140 del primer semestre del año pasado. “Me repugna que desahucien a la gente, esa falta de humanidad: ¿cómo pueden disfrutar de un dinero ajeno cuando hay ciudadanos que se suicidan?”, se pregunta Marcheline, capaz de relativizar la tormenta, de tender la mano. “Aquí las cosas están mal, sin embargo esto no tiene dimensión respecto a lo que yo pasé allá. España me ha dado lo que nunca hubiera imaginado: el concepto de persona, me trató como tal”.

Marcheline, como cualquier gallego, italiano o irlandés, como cualquier emigrante, está aquí aunque sea de allá, o sigue allá aunque esté aquí. Es la enfermedad del ausente, que sólo entiende el que pone tierra por medio. “Tengo como una sombra en mi alma. Me haría ilusión volver a Ecuador, mas no sé si mi corazón soportaría el pum pum. Es una nostalgia profunda que no me quita nadie, algo que ni siquiera puedo soñar. Si fue muy difícil emigrar, más difícil ha sido vivir. Retornar ya sería…”. Tal vez quiera decir imposible. Quizás los puntos suspensivos sean tres lágrimas en peligro de desbordamiento. “Te he narrado mucho tiempo, evitando lo más profundo”. Allí donde no se hace pie.

Pueden preguntarse en qué barrio vive Marcheline, y la respuesta es que en cualquiera, o en todos. Imagínense ahora sus relatos juntos, el relato de todas las Marchelines, desembocando en uno solo. Seguro que escuchan la fuerza de las aguas, que arrastran todo a su paso: una madre a la que no han vuelto a abrazar; unos hijos criados por otros; un padre al que no vieron morir; una vecina estafada por las preferentes; una pareja que no recuerda su último empleo; una casa que era suya y que ya no lo es; un puesto de trabajo que, cada vez que dan un paso, se aleja; una tierra a la que no pueden volver, o a la que regresarán cómo nunca habían pensado; incluso alguien a quien ni siquiera reconocen en el espejo, como el rostro de una España distorsionada… Desconozco cómo lo ven ustedes, pero gracias, Marcheline, por graduarme la vista. No sé si me explico.

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