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Escritores contra la ocupación de Palestina

Ensayo de la escritora palestina Fida Jiryis que forma parte del libro 'Un reino de olivos y ceniza', donde los distintos autores narran sus experiencias tras visitar los territorios ocupados

Soldados israelíes y manifestantes palestinos en la localidad cisjordana de Beita, cerca de Nablus. REUTERS/Mohamad Torokman

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Fida Jiryis es una joven escritora palestina de la Galilea, una región del norte de Israel, autora de Nuestra pequeña vida y El Caballero, dos libros de relatos escritos en árabe acerca de la vida rural en la Galilea. Actualmente está preparando unas memorias, Mi regreso a la Galilea donde rememora su retorno a la Galilea tras los acuerdos de Oslo de 1993, cuando muchos palestinos creyeron que la paz estaba al alcance de la mano. Un fragmento de esas memorias se ha publicado en el último número de la revista London Review of Books.

Fida Jiryis ha participado junto con otros escritores israelíes, palestinos e internacionales en el libro Un reino de olivos y ceniza. Escritores contra la ocupación de Palestina, que se ha publicado en distintas lenguas. La edición española ha corrido a cargo Literatura Random House, donde los distintos autores narran sus experiencias después de haber visitado los territorios palestinos ocupados

A continuación reproducimos la contribuición de Fida Jiyris a este libro:

Historia no contada de la ocupación

–¡Me lo quedo! –dije echando una mirada al piso vacío .
La señora no sonrió ni mostró signo alguno de estar de acuerdo . Yo empezaba a sentirme incómoda . La mujer había levantado la vista hacia mí con aire inquisitivo cuando unos minutos antes di unos golpecitos en la puerta abierta de su despacho.
–¿Sí? –me preguntó con recelo.
Algo en mí debió de delatarme.
–¡Buenos días! –dije poniendo la cara más risueña que pude .
El grupo de edificios nuevos tenía un emplazamiento inmejorable, a medio camino entre mi aldea y Nahariyya, una pequeña ciudad de Galilea a orillas del mar . Habría estado cerca de mis padres, de mi trabajo y de la playa a un tiempo . Había pasado en coche muchas veces por delante de las obras cuando estaban construyéndolos, y en cuanto vi que anunciaban que estaban en alquiler, no pude esperar y decidí probar suerte . Cada día cuando acabara de trabajar podría irme a correr a la playa…
–¿Qué puedo hacer por usted? –preguntó la señora mientras seguía tomándome la medida.
–Sí, pues me gustaría ver uno de los pisos que anuncian que están en alquiler .
Mi acento me delató: era árabe. La mujer me miró sintiéndose incómoda . Aunque yo estaba habituada ya a ese tipo de reticencias. Me limité a sonreír y fingí que no me había dado cuenta.
Se puso a dar vueltas a un manojo de llaves y salió conmigo del despacho para acompañarme a uno de los edificios.
–Tenemos uno aquí… –dijo.
¿Uno? «Señora, el complejo está aún casi vacío», pensé .
Me sentí un poco decepcionada cuando abrió la puerta . El piso era luminoso y nuevo, pero también pequeñísimo.
–¿No tiene alguno más grande? –pregunté.
–No, este es el único que está disponible.
–Vale.
No podía una ponerse a discutir con el sistema . Bueno, sí que podía, pero era muy poco probable que me llevara a ningún sitio . Así que intenté dibujar una sonrisa en mis labios.
–Me lo quedo . ¿A cuánto sube el alquiler? –pregunté alegremente.
–Hum… primero tengo que hacerle algunas preguntas . ¿De dónde es usted?
Estando como estábamos en Israel, no me detuve a pensar en lo inapropiado de la pregunta.
–De Fassouta . Es un pueblo que está a unos veinte minutos de aquí . Cerca de Ma’alot –me aventuré a decir, aludiendo a una localidad judía cercana a mi pueblo, pues hacer referencia a cualquier población árabe habría sido inútil .
–Muy bien… –asintió frunciendo el ceño–. Tendré que pedirle entonces que me traiga dos cartas de recomendación con su solicitud, y luego tendré que consultar a los vecinos.
–¿A los vecinos?
–Sí . Necesito preguntarles si les parece bien que viva usted aquí, porque… bueno, porque aquí no se ha concedido ningún apartamento a ningún árabe . Pero si los vecinos están de acuerdo, podemos continuar con esto . Yo me limitaré a tramitar la solicitud, tranquilamente –añadió bajando la voz, para dar a en¬tender que tendría que apelar a algún tipo de excepción.
Tragué saliva, le di las gracias y me fui . Ahí se acabó todo . No iba a obtener el permiso de los vecinos para alquilar el piso . Ese fue uno de los múltiples motivos por los que, no mucho después, me vi mudándome a Ramallah, en Cisjordania, parte del territorio palestino ocupado.
La actitud expresada por aquella mujer es un ejemplo típico de la forma en que yo y más de millón y medio de palestinos residentes en Israel somos tratados por el Estado . No vivimos en Cisjordania ni en Gaza, sino en el propio Israel, en Galilea al norte, en el Triángulo en el centro y en el Naqab (el Néguev) al sur, todas ellas zonas de Palestina que fueron atacadas por las milicias judías en 1948 y que posteriormente pasaron a ser Israel . Somos los palestinos y sus descendientes los que permanecimos en nuestro país después de la primera embestida .Tras la supresión de Palestina, el nuevo Estado de Israel, creado sobre lo que quedó de ella, tuvo que enfrentarse con aproximadamente el 15 por ciento de la población palestina a la que no pudo expulsar junto con el resto. Por el contrario, impuso a sus integrantes la ciudadanía israelí y los sometió a un duro régimen militar durante dieciocho años, hasta 1966, con la intención de sofocar cualquier identidad o reclamación de justicia por parte de los palestinos, y de impedir que volvieran todos aquellos a los que había desalojado . Israel abolió su régimen militar poco antes de su guerra de 1967 y de la ocupación de Cisjordania y de Gaza, tras lo cual lo impuso en estos territorios. Mientras tanto, dio la impresión de que había decidido aguantar a los palestinos que vivían dentro de sus fronteras y de que iba a empezar a «integrarlos» en la sociedad israelí. Cincuenta años después, esos esfuerzos habían fracasado estrepitosamente y ahora éramos el 20 por ciento de la población de Israel.
La mayor parte de la gente que vive fuera de Israel, e incluso los palestinos de Cisjordania y de Gaza, no saben gran cosa acerca de los ciudadanos palestinos de Israel . Se supone que somos lo mismo que los ciudadanos de cualquier otro país y que podemos llevar una vida normal. En la superficie, estamos mucho más «privilegiados» que nuestros hermanos de Cisjordania y de Gaza; con nuestra ciudadanía y nuestro pasaporte israelí podemos votar, tenemos acceso a una buena educación, a la sanidad pública y a beneficios sociales, y podemos viajar con facilidad por todo el mundo, excepto a algunos países árabes . No vivimos en zonas ocupadas militarmente salpicadas de puestos de control, bajo la amenaza constante de enfrentamientos, de incursiones del ejército israelí, y de la violencia de los colonos judíos . Somos libres de estudiar casi cualquier cosa que elijamos, a sabiendas de que vivimos en un gran mercado de trabajo que debería ser capaz de absorber nuestras aptitudes .
Pero en realidad esa es solo la fachada de un sistema de discriminación rampante, estructural e institucionalizada .
Como palestinos –al margen de cuál sea el lado de la Línea Verde en el que vivamos– pasamos todos y cada uno de los minutos de nuestra vida en este país pagando por el hecho de no ser judíos .
Tanto en Israel como en Cisjordania (Israel me prohíbe ir a Gaza, a una hora de coche de aquí, mientras que los israelíes judíos tienen prohibido entrar en Gaza y en algunas partes de Cisjordania en virtud de la ley israelí), abro los ojos cada mañana para recordar la realidad de que soy una ciudadana de segunda, o quizá de tercera clase, no querida, oprimida, discriminada y de rango inferior, el patito feo de un estanque turbio. En el mejor de los casos se me tolera, se me permite vivir aquí porque, bueno, a Israel no se le ha ocurrido todavía ninguna forma de deshacerse de mí.
En la época en que vivía en Fassouta, la aldea de mi familia, en Galilea, cada mañana, cuando iba en el coche a trabajar, se me recordaba el desposeimiento de mi pueblo a manos del Estado . En primer lugar, tenía que pasar por los restos de Suhmata y Dayr al-Qasi, dos aldeas palestinas situadas al lado de la mía y que habían sido despobladas y destruidas en 1948 . Suhmata es hoy día un amasijo de matorrales,entre los que sobresalen algunas piedras que sobrevivieron a los bulldozers israelíes que arrasaron el pueblo en su día . Dayr al-Qasi se ha convertido, en virtud del milagro de la creación de Israel, en Elqosh, una colonia judía algunos de cuyos habitantes viven en las pocas casas del pueblo que no fueron destruidas, quizá porque sus habitantes inmigraron a Israel procedentes de Yemen o del Kurdistán y apreciaban por tanto la arquitectura árabe que dejaron tras de sí los propietarios palestinos que salieron huyendo, una ironía que de por sí es motivo de reflexión . Los palestinos de Dayr al-Qasi y sus descendientes han vivido desde entonces en campos de refugiados en el Líbano. Son refugiados apátridas apenas a una hora de coche de lo que fue su hogar. Mientras tanto, los habitantes de Elqosh apacientan sus vacas, explotan sus granjas avícolas, cultivan huertas de frutas y verduras, y tienen unas preocupaciones mucho más banales . De vez en cuando aparecen incluso por Fassouta para hacer alguna que otra pequeña compra o para ir al médico o al dentista.
Los palestinos de Suhmata también fueron expulsados de sus casas, aunque algunos lograron quedarse y se convirtieron en desplazados internos, esto es, en refugiados en su propio país. Algunos residen en Fassouta y otros pueblos cercanos que han sobrevivido. Una vez al año, el Día de la Nakba, acuden al solar de lo que fuera Suhmata, a conmemorar el poblado que otrora hubo en él. Cabría preguntarse qué es más doloroso, si ser totalmente desahuciado y vivir lejos de tus propias raíces, o tener que pasar en coche cada día por tu pueblo y ver sus ruinas sin que te permitan volver a él.
Decenas más de localidades de Galilea y centenares en toda Palestina corrieron la misma suerte . Pensaba yo en sus habitantes, consciente de que había sido solo por un golpe de suerte por lo que yo misma no estaba ahora con ellos, a una o dos horas de distancia, en cualquiera de los miserables campos de refugiados en los que millones de palestinos sufren sin esperanza alguna de volver a su hogar . Mi pueblo está muy cerca de la frontera libanesa, y cada vez que levantaba la vista y miraba por encima de las colinas hacia el Líbano, tenía la sensación surrealista de que todas aquellas personas estaban cerquísima y al mismo tiempo muy lejos . Mientras tanto, los individuos que se quedaron descaradamente con sus hogares y sus tierras vivían justo a mi lado, y yo tenía que verlos cada día yendo a hacer sus cosas como de costumbre .Tampoco parece que haya mucha seguridad para los palestinos que quedamos; algunos miembros del gobierno israelí y de los diversos círculos académicos e intelectuales de Israel han reclamado regularmente la expulsión de los ciudadanos árabes de Israel por medio de un «traslado demográfico» –expresión en clave usada en lugar de desplazamiento– y otros conceptos, con el objetivo en último término de conseguir la «pureza» del «Estado judío». Y se hace públicamente sin el menor pudor ni represalia.
Tras pasar por Dayr al-Qasi y Suhmata, crucé Kfar Vradim, una opulenta colonia judía que se jacta de tener varias hileras de villas bien cuidadas, lozanos jardines, fuentes y amplias aceras, detalles que contrastan marcadamente con nuestras calles estrechas y llenas de baches y con nuestras aldeas, que carecen por completo de comodidades como esas .De hecho,las diferencias entre las aldeas árabes y las colonias judías en Israel, situadas a menudo unas al lado de otras, son tan marcadas que puede decirse enseguida cuál es cuál a simple vista.
Hay dos razones igualmente dolorosas para que así sea. La primera es que las aldeas palestinas han evolucionado orgánicamente a lo largo de cientos de años, antes de la zonificación actual y de los programas de planificación municipal . Palestina y otros países de Oriente Medio nunca se caracterizaron por la construcción masiva de barrios pulcros y ordenados . Sus comunidades y sus viviendas evolucionaron a partir de una relación más lenta, más orgánica y más profunda con la tierra . Estas nuevas colonias judías, en cambio, fueron construidas de forma planificada y metódica, sus casas son copias exactas unas de otras, como las urbanizaciones de reciente construcción de Occidente . Parecen haber caído del cielo, en el lugar de los poblados palestinos destruidos, y en toda esa belleza y ese orden yo solo veo fealdad, porque cuando miro esas colonias me recuerdan la incursión antinatural que suponen en esta tierra . Sin querer mi mente piensa en cómo surgieron estas nuevas barriadas: por la fuerza de las armas y las incautaciones de tierras, y a costa de expulsar a otras personas y de quitarles su sitio.
La segunda es que el presupuesto asignado por el Estado de Israel al desarrollo de las infraestructuras y de la economía de las ciudades y los pueblos árabes es una fracción del que asigna a las ciudades y localidades judías . Y lo mismo ocurre con los presupuestos destinados a sanidad, educación, vivienda y empleo; y la lista continúa. Hay un principio que el Estado utiliza para propagar esta práctica: los presupuestos gubernamentales son asignados a cada autoridad local sobre la base de la cantidad de impuestos recaudados por dicha autoridad, incluidas las tasas sobre las actividades profesionales y los impuestos sobre la pro¬piedad inmobiliaria. Como el número de iniciativas para la creación de empleos y de negocios en los municipios árabes es mínimo, los impuestos recaudados son igualmente escasos, con parados con los que se recaudan en las colonias judías subvencionadas por el gobierno. De ese modo, en vez de financiar proyectos de desarrollo económico en las zonas árabes, el gobierno les asigna presupuestos más pequeños –en proporción con su producción económica– y el círculo vicioso no se cierra nunca. 
Los ciudadanos palestinos de Israel se encuentran en una situación lamentable, son los eternos desvalidos del sistema. En 1966, mi padre, Sabri Jiryis, escribió un libro, Los árabes en Israel, que se convirtió en un documento sin precedente acerca de los palestinos residentes en Israel y su opresión sistemática por parte del Estado . Desgraciadamente, el mensaje fundamental del libro sigue teniendo validez hoy día, cincuenta años después de su publicación. El régimen militar practicado por Israel dentro del Estado ha terminado, sí, pero sus actitudes hacia los ciudadanos palestinos son en gran medida las mismas. Somos vistos como el enemigo, como una quinta columna, como una amenaza demográfica. Nuestra supuesta igualdad, consagrada por la ley, se traduce en un sistema de discriminación institucionalizada contra nosotros que extiende sus tentáculos hasta todos y cada uno de los aspectos de nuestras vidas. Son pocos en Israel los que cuestionan esa discriminación, y solo las organizaciones de la sociedad civil, siempre maltratadas, elaboran informes, uno tras otro. Para mí aquello no era más que un hecho más de la vida que me tragaba sin rechistar, y seguía conduciendo .
Cuando llegaba al trabajo, me hallaba sumida ya en el pro-fundo estado de alienación que marca cada suspiro que doy, cada vez que respiro en este país. Las interacciones que mantenía en el trabajo ponían también su granito de arena. Nunca pude superar la intimidación que suponía para mí trabajar con israelíes, por más que lo intentara . Yo era la única árabe en medio de unos treinta empleados judíos, pero no era eso lo que me intimidaba: era la sensación que tenía a diario de ser una «afortunada», de ser una privilegiada por el hecho de estar allí, aunque no tenía derecho a desempeñar un puesto semejante. Aunque muchos palestinos, todos ellos ciudadanos israelíes igual que yo, ocupaban puestos profesionales en Israel, la mayoría eran sistemáticamente más pobres, obligados, durante generaciones, debido a las prácticas seguidas por el Estado, a sobrevivir con trabajos de poca categoría o marginales.La construcción, por ejemplo, es una de las industrias más importantes de Israel que dan empleo a palestinos, lo mismo que el sector industrial. La mayoría de los palestinos se hallan excluidos en Israel de los puestos de mayor responsabilidad y mejor pagados en la empresa privada y en las instituciones públicas; por ejemplo, pocos ingenieros árabes son contratados por la Oficina de Electricidad o por las compañías de telecomunicaciones, y están excluidos absolutamente de las industrias relacionadas con la defensa o con la aviación, entre otras. Yo me he visto tan condicionada por la casi imposibilidad de encontrar un buen empleo como palestina que, cuando lo conseguí,casi no me lo podía creer. Mi familia y mis amigos se quedaban de piedra cuando me preguntaban cuánto ganaba; lo que era normal para los estándares judíos era considerado una fortuna en nuestra comunidad.
En el trabajo, enseguida empezaron a aparecer pequeños atisbos de lo que era la realidad . A menudo oía a mis colegas judíos hablar de su servicio militar. La mayoría de ellos eran llamados de vez en cuando a filas durante unas semanas para llevar a cabo labores de servicio militar en la reserva . Se producían acaloradas discusiones políticas acerca de los recientes Acuerdos de Oslo y de las relaciones con los palestinos. Mientras tanto, yo guardaba silencio y me sentía incomodísima. Yo había nacido en Líbano, y en 1983, cuando tenía diez años, perdí a mi madre durante el bombardeo del Centro de Investigaciones de la Organización para la Liberación de Palestina en Beirut, como consecuencia de la invasión israelí acaecida el año anterior. En 1995, llegué a Israel como consecuencia de los Acuerdos de Oslo. No podía dejar de preguntarme, mirando a mi alrededor en la habitación y viendo a mis colegas, qué habrían hecho muchos de ellos cuando prestaron servicio militar en el Líbano durante la invasión que yo había conocido . Pero apartaba de mi mente esas ideas. Ahora estaba de vuelta aquí, necesitaba un empleo y tenía que empezar mi vida.
Para aliviar un poco mi alienación, nació una amistad con una colega británica de más edad, con la que encontré que tenía muchos puntos de contacto y muchas cosas de las que reírnos.
Era judía y había inmigrado a Israel siendo una adolescente y se había casado con un israelí de la zona . Un día, la invité a ella y a su marido a mi casa en Fassouta . La mujer aceptó encantada la invitación y vinieron los dos, pero la visita acabó resultando bastante tensa e incómoda por un motivo que no pude entender de inmediato . La situación fue volviéndose cada vez más tirante, cada tema de conversación que sacaba yo recibía una respuesta poco entusiasta, de modo que mis invitados comieron y se fueron lo más rápidamente que pudieronLlena de desconcierto y de desánimo, recogí los platos. Al día siguiente en el trabajo, la mujer me pidió disculpas y me dijo que su marido había prestado servicio en el ejército israelí, donde había alcanzado una alta graduación, y se había sentido incómodo por el hecho de visitar una casa árabe.
Quedé aturdida por la franqueza con la que me habló, pero agradecí que lo hiciera y me dijera la verdad. Con la excepción de unas pocas ciudades, palestinos y judíos llevan unas vidas profundamente segregadas en Israel. Esta situación crea un verdadero problema para algunos palestinos, a cuyas ciudades y pueblos el gobierno israelí impide que tengan una expansión natural, pues la mayoría de sus tierras fueron confiscadas en 1948 y el resto fueron clasificadas como «tierras estatales». El gobierno impone estrictas condiciones de zonificación y no permite con demasiada facilidad la expansión de zonas urbanizables dentro de los términos municipales de las ciudades y los pueblos árabes . Miles de casas árabes se hallan amenazadas por el Estado con su demolición por encontrarse situadas fuera de las zonas autorizadas. Fassouta, por ejemplo, mi pueblo, tiene 11.000 dunum (un dunum equivale a mil metros cuadrados) dentro de la jurisdicción de su Ayuntamiento, pero desde 1988 el gobierno solo ha autorizado dedicar 650 dunum a la nueva expansión urbanística . El resultado es que las casas estén superpobladas y que la gente tenga que marcharse y buscar vivienda en otra parte. Pero muchas colonias judías prohíben a los palestinos vivir o incluso trabajar en ellas, y algunos palestinos han tenido que recurrir a los tribunales para garantizar su derecho a comprar un piso si por casualidad tenían vecinos judíos.Somos tratados como parias, como gente no deseada y no bien recibida.
Por citar un ejemplo reciente, un diputado judío defendió en el Parlamento la separación de las mujeres árabes y judías en la sección de maternidad de los hospitales, y se ha informado de que varias instituciones sanitarias le han hecho caso.
Un buen día, un hombre al que llamaré Moshe, uno de mis colegas de trabajo, se plantó en la puerta de mi pequeño despacho, muy sonriente, con una taza de café en la mano . Había sido amable conmigo desde el primer día . Charlamos un rato acerca del trabajo . Se apoyó en la puerta, escrutándome de manera inquisitiva mientras tomaba su café a pequeños sorbos . Entonces comentó, con aire más bien pensativo:
–Tú no eres como los demás árabes, ¿verdad? Has hecho algo con tu vida .
Hice una pausa . Me pregunté si el hombre aquel pensaba que estaba haciéndome un cumplido al distinguirme de mi raza «tosca y atrasada» . ¿Cómo se suponía que debía responderle?
–Ya te digo, los cristianos –siguió diciendo, metiendo un poco más la cabeza dentro de mi despacho y bajando la voz, como si quisiera compartir un secreto muy valioso– sois diferentes. ¡Con vosotros no tenemos problemas!
Parpadeé . De modo que el cumplido que estaba recibiendo era doble, o esa era la sensación que daba, y Moshe iba a encargarse de darme el sello de aprobación por partida doble, incluido el hecho de no ser musulmana . Me lo quedé mirando, pensando en la cantidad de sentidos en los que semejantes comentarios estaban equivocados, y en la forma en que habrían sido acogidos en otro país, y desde luego sin experimentar en absoluto la gratitud que supuestamente debían producir.
Al final de la jornada, quedé para ir con mi prima a un centro comercial de Haifa . Estuvimos charlando en su pequeño utilitario, poniendo música árabe, intercambiando cotilleos del pueblo y noticias acerca de la temporada de bodas que se avecinaba . Durante un rato, me sentí transportada fuera de la realidad del país a un mundo en el que vivía en mi propio país, Palestina, sin el estorbo del racismo y la discriminación.
Pero la realidad se hizo añicos, como siempre sucede, en el instante mismo en que entramos en el aparcamiento del centro comercial . Por doquier se veían carteles en hebreo . Dentro del centro comercial no había ni un solo cartel en árabe, aunque la mayoría de los clientes eran palestinos de las aldeas circundantes de Galilea y aunque el árabe es la segunda lengua oficial del Estado. Entramos en una tienda y se apoderó de nosotras el nerviosismo que habitualmente nos provoca hablar en nuestra lengua.
Pero no estaba dispuesta a hablar con mi prima en hebreo . Mientras mirábamos la ropa, estuvimos todo el rato charlando en árabe, aunque nuestro subconsciente nos indujo a bajar la voz. Al ver a una dependienta, le indiqué un vestido y le pregunté cuál era exactamente la talla que debía probarme .
–¡Esas son las últimas prendas que nos quedan! –dijo en tono cortante la mujer de expresión desabrida, y se escabulló.
Me di media vuelta disgustada, pero, como estábamos en Israel, no nos sorprendió la respuesta grosera de la dependienta. La grosería de la gente es una característica bien conocida del país y, por algún motivo que se me escapa, evoca entre los israelíes una reacción nacional de humor, más que de incredulidad . Pero una cosa es el descaro de los israelíes en el trato que tienen unos con otros y con el resto del mundo, y otra muy distinta es el descaro «aderezado», cargado de un sentido tácito de desprecio, que usan para tratar con los palestinos . De modo que cuando apareció una dependienta de aspecto más risueño y nos preguntó si nos podía ayudar, nos sentimos agradecidas.
Agradecidas, ¿entienden?, por ser tratadas como seres humanos, «a pesar de» ser palestinas.
Me probé el vestido.
–¡Oooh! –exclamó la dependienta cuando salí del probador . Vale, ya me daba yo cuenta de que estaba halagándome porque quería vender la prenda, pero, a pesar de todo, le sonreí . Y a continuación añadió–: ¡Qué guapa está! ¡Nadie pensaría que es usted árabe!
Le devolví el vestido y me fui de allí . Mi prima y yo nos miramos y nos encogimos de hombros . No es posible vivir en Israel ni un solo día y olvidar que nosotros somos nosotros y ellos son ellos, y que probablemente nunca se aceptará que somos iguales que ellos . De hecho, en la mayoría de las ocasiones en que tengo que interactuar con israelíes, tengo una sensación de hostilidad apenas disimulada, de recelo cauteloso o, en el mejor de los casos, como en el de Moshe, una actitud de tolerancia benevolente hacia nosotros, los nativos indígenas, con los cuales tienen la deferencia de permitir que nos quedemos en nuestra propia tierra .
Cuando mi prima y yo nos pusimos en la cola del quiosco de hamburguesas, eché una mirada curiosa a la familia judeo-israelí que teníamos al lado y que atestaba el puesto de shawarma . Me preguntaba cómo era posible que los palestinos no existiéramos aparentemente en este país, pero que la comida palestina fuera tan buscada . El shawarma tenía además la etiqueta de kosher . Nosotros hacemos lo imposible por integrarnos, pero creo que el Estado estaría encantado de que atendiésemos nues¬tros puestos de falafel y de shawarma e inmediatamente después desapareciéramos por el fondo.
Porque pretender que Israel asuma el peso de sus acciones contra nosotros, desde su fundación y después, con el paso del tiempo, hasta este momento, es demasiado pedir, algo que ningún sector de la sociedad israelí está dispuesto a asumir.
Apretando el botón de avance rápido y pasando unos años más adelante, regresé al Reino Unido a hacer el máster en dirección y administración de empresas. Pero la misma sensación de desazón volvió a apoderarse de mí en cuanto me gradué y aterricé de nuevo en Tel Aviv. En mi pueblo, en Fassouta, ¡otra vez a empezar de nuevo! ¡A buscar trabajo! El viejo monstruo volvió a asomar la cabeza. Yo seguía teniendo nombre árabe y seguía sin tener una cartilla del ejército que presentar con mis credenciales; todos los palestinos, por el mero hecho de serlo, estamos eximidos del servicio militar en el ejército israelí .Unos meses después, seguía sin empleo. Por último, llena de desesperación y cada vez con más deudas que saldar, acepté un trabajo que no quería. Me di cuenta de que en este país no podemos permitirnos el lujo de la autorrealización. Por lo que debemos preocuparnos es por la supervivencia.
El trabajo estaba en Karmiel, que, una vez más, es una ciudad judía de Galilea construida sobre unas tierras confiscadas a tres pueblos árabes: Deir al-Asad, Bi’na y Nahf . Me quitaba de la cabeza este detalle cada día cuando me iba a trabajar; necesitaba desesperadamente el empleo, y necesitaba también fuerza para hacer frente al trauma mental y emocional que suponía estar de nuevo en el país, una situación que en aquellos momentos iba agravándose por momentos. La segunda intifada estaba en pleno apogeo en Cisjordania y Gaza, y cada día, cuando volvía a casa, veía todos esos horrores desplegados en las noticias.Tenía pesadillas de cadáveres ensangrentados y oía en sueños los lamentos de los familiares de las víctimas . Durante el día no podía apenas concentrarme en nada . Aquel período fue una época de estrés y de angustia indescriptible para mí y para muchos otros palestinos, pues veíamos cómo una vez más nuestro pueblo era objeto de feroces ataques en Cisjordania y Gaza y que nosotros, todos nosotros, éramos impotentes y por supuesto incapaces de hacer nada para impedirlo.
En el trabajo oía a mis colegas judíos decir que había que «aplastarlos» y discutir alegremente de las victorias de Israel sobre sus enemigos .Yo no podía responder ni decir palabra;una vez más, no tenía más remedio que conservar el empleo, y las cosas se habían puesto tan tensas en el país que el ambiente era como una cuerda tirante a punto de romperse . Unos días después, otra colega, de veintitantos años, esto es, de mi misma edad, proclamó sonoramente en la mesa mientras almorzábamos que el gobierno cometía un error al no «ir allí [a Cisjordania] y destruirlo todo –personas, árboles, perros y gatos, todo–; así resolvería el problema de una vez por todas» .
Naturalmente, la alienación está presente no solo a nivel per-sonal, sino también colectivo; poco después, hubo que vivir otro Día de la Independencia de Israel . Ese día, como cada año, se apodera de muchos de nosotros tal depresión y desesperación que preferimos sencillamente quedarnos en casa . El día de fiesta de los israelíes marca el recuerdo de nuestra nakba, de la pérdida de Palestina y del desposeimiento de nuestro pueblo . Mientras que los israelíes judíos están en la calle, ondeando sus banderas, celebrando fiestas y barbacoas en lo que era la tierra de Palestina, nosotros conmemoramos la destrucción de nuestros poblados, recordando a nuestros muertos y a todos los que no pueden volver a casa. Cada año es un doloroso recordatorio de que ha pasado otro año en esta situación trágica. Varias semanas antes y varias semanas después el país entero está plagado de banderas israelíes, a unos niveles cada vez más altos de lo habitual; Israel parece tener la obsesión de colgar su bandera en todas partes, como si quisiera recalcar algo, quizá alimentar su propia psique nacional llena de inseguridades.
A menudo me asombro de nuestro mero afán de sobrevivir, como pueblo, en un sistema tan despiadado a la hora de negar nuestra existencia . Durante décadas fue ilegal en Israel izar una bandera palestina . Hasta este momento, los ciudadanos palestinos de Israel no son llamados palestinos por las autoridades israelíes, sino que para definirlos se utiliza una expresión que es un auténtico oxímoron, «árabes israelíes», una formulación cuidadosamente elaborada para dar a entender que Israel existió siempre y que nosotros fuimos siempre un grupo minoritario dentro de él, y de la misma manera, para seguir firmemente eliminando nuestra identidad palestina y hacer de nosotros un grupo anónimo de «árabes», raza que incluye a ciudadanos de veintidós países . Peor aún, después de varias décadas de durísimo adoctrinamiento, nosotros mismos hemos dejado incluso de llamarnos palestinos; y no es de extrañar, puesto que la palabra era tanto como pedir una pena de cárcel . Se han creado varios otros nombres para calificarnos, algunos por amable deferencia de nuestros hermanos árabes: por ejemplo, «árabes de 1948», denominación que curiosamente liga a todo un pueblo a una sola fecha; «árabes dentro de la Línea Verde» (del armisticio de 1949 entre Israel y los países árabes vecinos); ¿pueden ustedes imaginarse usar esta definición para presentarse a alguien? Y mi favorita, «árabes de dentro», expresión que evocaría en cualquiera que viva fuera de este desbarajuste una respuesta de total perplejidad: «¿Dentro de qué?» . «Dentro de Israel, por supuesto», deberíamos responder nosotros, como si fuera la cosa más evidente del mundo . El motivo de que se empleen todos estos nombres es tan lamentable como inútil, y radica en la negativa de algunos árabes a reconocer a Israel y, por consiguiente, a llamarlo por su nombre: otra bonita manera de esconder la propia cabeza debajo de la arena .
Aplastados por la fuerza de toda esta situación, los ciudadanos palestinos de Israel intentan, a pesar de todo, reconciliarse con su identidad, destrozada y condenada al olvido por una potencia extranjera . Durante los últimos años, hemos empezado a decir otra vez, eso sí, con mucha cautela, que somos palestinos, mientras la rueda continúa moliéndonos, girando década tras década de opresión israelí, al tiempo que nuestra paciencia va laminándose progresivamente.
Los intentos de Israel de escondernos debajo de la alfombra, como simples barreduras, y su profunda incomodidad a la hora de reconocer nuestra identidad, derivan, por supuesto, de su negativa a reconocer el daño que nos ha infligido y que continúa infligiéndonos, o a admitir la imposibilidad de su proyecto de ser un «Estado judío» . Los palestinos viven en este país, y vivían en él mucho antes de que el proyecto sionista decidiera expropiarlo y crear en su lugar Israel . Hoy día, los palestinos que viven dentro de Israel son ciudadanos de Israel, pero Israel no es un Estado a disposición de todos sus ciudadanos:es,según su propia declaración, un Estado para los judíos . Aunque la palabra «solo» no se ha añadido a esa afirmación, las prácticas empleadas por Israel implican a todas luces que es un Estado solo para los judíos . Parece que su mayor temor es abandonar ese dogma racista suyo y convertirse en un Estado binacional, o en un Estado a disposición de todos sus ciudadanos.
Cuando, obligada a enfrentarme a la incomodidad que suscitaba a diario mi presencia en el trabajo, en el autobús, en el centro comercial y en las oficinas del gobierno, pensaba en la autodefinición de Israel como Estado judío y democrático, pregonada de forma tan descarada por un país supuestamente moderno con Parlamento, presidente, primer ministro y pretensiones de democracia, instintivamente mi primera pregunta era: «¿Y qué pasa cuando uno no es judío?».
La respuesta, a juzgar por los actos de ese Estado hacia mí todos los días que he vivido en él, parecía ser solo una: «Bueno, pues entonces deberías irte».
Y acabé haciéndolo . Hice las maletas y me trasladé a Rama-llah, en Cisjordania, parte del territorio palestino ocupado, en un intento desesperado de permanecer en mi patria, pero de distanciarme de la opresión que suponía vivir en Israel . Lo mismo que otros palestinos que nos hemos trasladado a vivir aquí, anhelábamos sentir una especie de recuperación de nuestra identidad y vivir en nuestro autogobierno, buscando cualquier brizna de dignidad y de consuelo que pudiéramos encontrar en este país.
Salimos de las brasas para meternos en el fuego.
Yo tardé un poco en darme cuenta de ello. Mis primeras reacciones al visitar Ramallah fueron de euforia, completamente distanciada de la realidad que todavía no había descubierto. Mi corazón palpitaba al mismo tiempo que la bandera palestina que veía ondear en los tejados de las casas y en la fachada de los edificios oficiales. Contemplaba los ministerios gubernamentales con una sensación de orgullo; allí había rastros de soberanía palestina, allí había un fragmento de Palestina. ¡No todo estaba perdido! No había carteles en hebreo donde vivía. La gente hablaba en árabe y era amable y acogedora. Era casi como viajar a un país distinto.
Y así era . Pero no se trataba de un destino turístico.
Mi agenda diaria aquí es la otra cara de la misma moneda, la del control militar de Israel y el desposeimiento de los palestinos .Aquí es mucho más descarado,tiene lugar en nuestras propias narices . Está en la humillación y en el tiempo infinito que se pasa esperando en los puestos de control, en el ambiente amargo, cotidiano, de choques violentos, en la propagación de asentamientos judíos ilegales que poco a poco van engullendo nuestra tierra, en la frustración que supone la restricción de nuestros movimientos,en la sensación constante de inseguridad. Está en el hecho de ver a mi pueblo cada día asfixiado por un ocupante extranjero, incapaz de desarrollar nuestra economía y obligado a llevar una existencia deformada que a duras penas le permite llegar a fin de mes, a merced de la ayuda internacional . Está en las generaciones que se enfrentan al aumento del desempleo y del coste de la vida, sin esperanzas de un futuro mejor, y sin el menor atisbo de paz en el horizonte.
De hecho, los palestinos están haciendo un favor histórico colosal a Israel llamando ocupación a esto . La definición de una ocupación militar como una situación transitoria ha dejado hace mucho tiempo de poderse aplicar aquí. Después de medio siglo, de más de cien asentamientos judíos ilegales, y de la presencia de más de medio millón de colonos judíos que se han colado de rondón e ilegalmente en Cisjordania, lo que está sucediendo sobrepasa con creces lo que es una ocupación; es un desposeimiento sistemático, estructurado, de los palestinos exactamente igual que el de 1948, solo que a un ritmo más lento, aunque igualmente despiadado. Mientras aumentan la cantidad de tierra palestina que se pierde y el número de palestinos que son obligados a retirarse a guetos cada vez más angostos, asfixiados por un horrendo muro de separación que va serpenteando por sus tierras y los separa de sus familias, de sus campos, de sus escuelas y de su trabajo, mientras se les prohíbe utilizar numerosas carreteras, y mientras siguen siendo el blanco de matanzas aleatorias y a veces de detenciones masivas, Israel ha creado ya una serie de realidades incontrovertibles sobre el terreno que imposibilitan la realización de un Estado palestino verdaderamente independiente y viable.
No obstante, siempre me ha parecido curioso que tanto los palestinos como la comunidad internacional hayan llegado a considerar esta ocupación militar un problema aislado, fuera del contexto histórico de la nakba, esto es, la fundación de Israel sobre el 78 por ciento de la Palestina histórica, el desposeimiento de cerca del 85 por ciento de la población árabe, palestina, de esta parte del territorio, y la limpieza étnica y la destrucción de más de cuatrocientas aldeas palestinas . La ocupación no cayó del cielo en estos territorios, en Cisjordania y en Gaza . La ocupación no es más que una extensión de los principios fundacionales de Israel, de sus comienzos violentos, de su dogma de ser la patria nacional de los judíos y de su ataque histórico contra los palestinos con el fin de expulsarlos de su tierra natal para conseguir sus propios fines .
Si lo que se intenta es poner fin a la ocupación, el problema es más grave . Radica en la autodefinición de Israel, en sus afanes expansionistas, en su actitud hacia los no judíos y en los actos perpetrados a lo largo de los últimos sesenta y ocho años que dan testimonio de todo ello . En el fondo Israel es un sistema en el que los palestinos tienen miedo de hablar en árabe en público, en el que, durante los últimos años, como nuestros hermanos de Cisjordania, que a menudo son asesinados a tiros en los puestos de control, podemos ser asesinados por la calle ante la mera sospecha de un soldado o un agente de policía, en el que tenemos que arrastrarnos para poder trabajar y encima debemos sentirnos agradecidos por las migajas que quieran echarnos, y en el que tenemos que labrarnos una existencia digna luchando contra un Estado monstruoso que abiertamente reclama nuestra expulsión o nuestro «traslado demográfico» . A uno y otro lado del muro de separación, lo único que resulta asombroso es el ingenioso sadismo con el que Israel ha construido un sistema hermético a nuestro alrededor para asfixiar todos y cada uno de los aspectos de nuestras vidas, mientras que él persigue incansablemente sus objetivos de crear más asentamientos judíos y de apoderarse de más tierras y más recursos palestinos en beneficio únicamente de los judíos israelíes .
En el fondo, mudarme a Ramallah no fue una elección libre . Para los palestinos, elegir entre vivir en Israel o en Cisjordania es elegir entre dos sistemas de agresión israelí, distintos solo en sus manifestaciones . Los dos son igualmente mortíferos y deprimentes . Los dos intentan negarnos, nos tratan con el mismo desdén y desprecio, y nos convierten en víctimas de la opresión del Estado en nuestra propia tierra natal . Los dos se niegan a reconocer nuestros derechos y nuestra dignidad como pueblo, un pueblo cuyo país y cuya autodeterminación le han sido arrebatados y que está perdiendo toda esperanza de que pueda haber una salida a todo este desbarajuste .
¿Cómo pueden seguir así las cosas?
Necesito respuestas, igual que las necesitan todos los palestinos, de todos aquellos y todas aquellas que dicen que aman a Israel.

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