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Arabia Saudí y EEUU señalan a Qatar y añaden alta tensión al polvorín de Oriente Próximo

El mosaico de intereses que emerge tras el embargo que las monarquías del Golfo Pérsico han impuesto a uno de sus emiratos, Qatar, es tan extenso como peligroso. Giro estratégico en Riad, de la mano del príncipe heredero, negocios opacos con el Imperio Trump y donaciones a su campaña con petrodólares saudíes y, sobre todo, amenaza americana a Irán.

Un hombre pasea por Doha, Qatar.REUTERS/Naseem Zeitoon

diego herranz

Las cartas están servidas. Y la afrenta de sus vecinos a Qatar es el comodín de la baraja. Hagan juego. Aunque en la nueva timba de Oriente Próximo hay más jugadores que las monarquías del Golfo Pérsico. EEUU e Irán forman parte de la partida. De hecho, son los auténticos impulsores de la apuesta. Por encima del gran urdidor, el príncipe heredero saudí, Muhammad bin Salman, MBS, como denominan en su reino a este treintañero, hombre fuerte de Riad, joven halcón de la rama familiar Sudairi, hijo predilecto del Rey Salman y el millennial llamado a “transformar en toda regla el entramado político, económico y social, con el dudoso permiso de las autoridades religiosas” del primer productor de crudo del mundo, según convienen en señalar los expertos internacionales.

MBS ya ha dejado algunos retazos de sus intenciones ‘reales’. Eso sí, imponiendo acto seguido la opacidad, característica intrínseca de Riad. Lo ha hecho en una especie de contrato social. La Visión Saudí 2030. En este compromiso, el heredero divulga sus ideas reformistas del Estado y la economía del país. En esencia, pretende, en un horizonte algo superior a un decenio, cambiar la fisonomía de una nación, fundada en 1932, bajo un acuerdo de legitimidad entre la Casa Saud y el clero wahabí, que no comulga precisamente con algunas de sus ínfulas modernizadoras.

Con un propósito claro en el orden económico: acabar con la crudo-dependencia; es decir, poner el epitafio a la dictadura de los hidrocarburos, el maná financiero de este petro-Estado. Después de un trienio, el último, en el que el precio del barril de crudo ha descendido un 60%, lo que ha contribuido, casi en igual medida que el gasto militar en Yemen, a la generación de un déficit fiscal del 15% del PIB.

La 'revolución silenciosa' saudí

La reforma estrella de MBS es un plan privatizador, que pondría a la venta, de inicio, el 5% de Aramco, la mega-petrolera saudí, y por la que el heredero pretende ingresar 2 billones de dólares en las arcas de Riad. Sería el primer paso hacia un macro-conglomerado industrial. No exclusivamente energético. Pero no el único. Porque, a la par, Bin Salman quiere crear un fondo soberano, con activos que superarían los 2 billones de dólares -el doble que el de Noruega, el de mayor dimensión del mercado-, e inversiones en compañías ajenas al negocio petrolífero. Entre otras, las norteamericanas Apple, Google, Microsoft o Berkshire Hathaway.

“En veinte años, la economía saudí dejará de ser dependiente del crudo”, alerta el príncipe. No le falta razón. La drástica caída de la cotización del barril ha hecho una merma de 200.000 millones de dólares en el presupuesto, al que los ingresos por petróleo contribuyen en nada menos que un 90%, casi todo por ventas al exterior, y una industria que aporta más de la mitad de su PIB.

El heredero saudí tiene previsto vender el 5% de Aramco, la petrolera saudí, y crear un fondo soberano, con activos de 2 billones de dólares para acabar con la crudo-dependencia del país

El heredero saudí ya ha iniciado la andadura de su road map. Entre otras medidas, ha reducido los subsidios a la gasolina, la electricidad y el agua, y ha impuesto in gravamen, por IVA, y tasas sobre bienes de lujo y bebidas azucaradas que, en conjunto, añadirán unos 100.000 millones de dólares a las arcas a partir de 2020, según sus cálculos. Dice que para “ejercer presión tributaria a las clases más pudientes”. Pero, también, sin duda, para tapar parte del agujero militar que le supone a Riad abanderar la coalición arábiga que combate, por decisión de MBS, en Yemen y por la que los emiratos del Golfo aportan un gasto anual de 197.600 millones de dólares cada año desde 2012, el 12% de los desembolsos bélicos mundiales. Y Arabia Saudí sufraga la mayor parte de la factura, lo que le ocasiona incrementos de su dotación militar que alcanzaron hasta un 17,6% en 2014. Más que Israel, Irak e Irán.

Katharina Wolf, analista del Instituto de la Unión Europea para los Estudios de Seguridad (EUISS, según sus siglas en inglés) asegura que “Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos (EAU) han elevado ostensiblemente su arsenal desde 2003, aunque, sobre todo, en los recientes ejercicios, por la involucración de ambos Estados -junto a Bahrain, Qatar, Kuwait, Jordania, Marruecos, Sudán y Egipto-, además de en el conflicto yemení -el país árabe más pobre-, en la lucha contra el Estado Islámico (ISIS) en territorios de Irak y Siria”.

En su opinión, “la escalada de violencia en la región ha generado una sensación de amenazas mutuas que está reforzando la militarización de sus países”. Unas palabras que corrobora el dato de que Arabia Saudí encabezó, en 2016, el ranking de países con mayor desembolso militar en relación al PIB: el 8,8%. Cuantitativamente, 57.000 millones de dólares, se asegura en el Instituto Internacional para Estudios Estratégicos (IISS, según sus siglas en inglés), un think tank global de investigación de conflictos bélicos.

Qatar, el ojo del huracán

Bajo este cambio de escenario en Riad se entiende mejor la afrenta a Qatar. Todavía en días de ultimátums, negociaciones encubiertas y rifirrafes diplomáticos. La lista de trece acusaciones de las monarquías del Golfo a su, hasta ahora, socio del Consejo de Cooperación exige a Doha, entre otras reivindicaciones, romper sus cada vez más estrechos lazos con Irán (el rival saudí en la región); la expulsión de militares turcos de suelo qatarí; el final de contactos con los Hermanos Musulmanes, enemigos del general Al Sisi en Egipto y el cierre de Al Jazeera, el canal más visto entre los musulmanes de todo el mundo y que coste la familia real de Qatar. Los cargos: financiar al ISIS y, durante décadas, a otros grupos terroristas, principalmente Al Qaeda, pero también a los Hermanos Musulmanes egipcios y a organizaciones vinculadas al régimen de Teherán; en especial, Hezbolá. El castigo: un bloqueo comercial, económico y diplomático por parte del resto de los emiratos y Egipto. Embargo que, de momento, el régimen de Doha ha logrado eludir gracias a los flujos de comercio activos desde Irán y Turquía.

Saad al-Kaabi, director ejecutivo de Qatar Petroleum. REUTERS / Naseem Zeitoon

Saad al-Kaabi, director ejecutivo de Qatar Petroleum. REUTERS / Naseem Zeitoon

El Gobierno de Erdogan, para más inri, ha reforzado el número de militares en la base turca en suelo qatarí. De hecho, desde el 5 de junio, fecha en la que estalla las tensiones diplomáticas, dos contingentes procedentes de Ankara, con columnas de vehículos pesados, se han instalado en Doha. Todo un signo de apoyo de un socio de la OTAN a su emirato aliado. La conexión entre el partido islamista de Erdogan, los Hermanos Musulmanes egipcios y la connivencia de Qatar con los movimientos revolucionarios chiíes en países árabes -para desesperación de sus vecinos suníes más ortodoxos- parece, al menos, tan sólida como los 11.000 efectivos estadounidenses que residen en los cuarteles generales de Al Udeid, a las afueras de la capital, Doha, y desde los que suelen despegar los cazas que realizan incursiones de castigo en territorio sirio e iraquí, pero también en suelo yemení y afgano.

La Casa Blanca apoya a Riad en la crisis con Qatar, no sólo por la venta de 110.000 millones de dólares en armas, sino porque el capital saudí ha financiado negocios y su campaña electoral

En este órdago, la Casa Blanca se ha posicionado claramente del lado de Arabia Saudí. No sólo porque Donald Trump eligiera Riad como primer destino internacional de su mandato. Todo un aviso para navegantes. También porque, bajo su brazo, llevaba un acuerdo de venta de material bélico americano por valor de 110.000 millones de dólares. Una vez más, al presidente le tocó jugar el papel que más le gusta. El de poli malo. El policía bueno lo protagonizó su secretario de Estado, Rex Tillerson, quien ha apelado a la resolución diplomática de la crisis. Como requieren los cánones. Pero que, al mismo tiempo, deja actuar con total libertad a su colega en Defensa, James Mattis, jefe del Pentágono, para inclinar la balanza bélica en la región con el megacontrato militar con destino a Riad. A pesar de que Washington dispone en Qatar de la mayor base en la zona, y de que Mattis también cerrara otro acuerdo de venta de armamento a Qatar por 12.000 millones de dólares, concede mayor trascendencia al viraje geoestratégico auspiciado desde el régimen saudí. Cambio de rumbo que también incluye la acusación a Doha de simpatizar con las primaveras árabes. Sobre todo, a través de Al-Jazeera.

EEUU, el socio en la sombra

Resulta innegable que la alianza de Trump con Arabia Saudí va más allá del gesto diplomático de su primer viaje oficial o del negocio militar en ciernes. La relación del dirigente republicano con Riad es más que intensa. Incluye, por ejemplo, la compra de varias propiedades inmobiliarias del actual inquilino de la Casa Blanca con petrodólares saudíes por valor de varias decenas de millones de dólares. Circunstancia que alimenta el debate sobre si la diplomacia estadounidense está al servicio de los intereses de Trump -dueño de más de 500 empresas, con más de 3.600 millones en activos, una deuda conjunta superior a los 600 millones de dólares y presencia en más de 20 países- y de su Gabinete, cuyos miembros acumulan una riqueza combinada superior a los 6.000 millones de dólares. En plenas acusaciones de lobbies, movimientos cívicos y de la oposición demócrata, al unísono, por presuntos casos de tráfico de influencias y de críticas por revertir el multilateralismo del doble mandato de Obama en beneficio de una política exterior errática, visceral y que fomenta la conflictividad con aliados y enemigos.

Nunca desde las acusaciones, casi siempre veladas, de la posible implicación financiera saudí en los atentados del 11-S, los lazos entre Riad y la presidencia norteamericana habían sido de tanta intensidad. También es cierto que capital de origen qatarí está detrás de las ayudas al rescate por deudas excesivas y la posterior recapitalización de su emblemática Torre del Oro, el edificio 666 Fifth Avenue, en Manhattan. Pero nada que pueda compararse con sus business saudíes, que se remontan a 1991, cuando otro príncipe, Bin Talal, adquirió su yate Trump Princess y le otorgó créditos suficientes para que se embarcara en su aventura de casinos Atlantic City.

La preocupación de Washington por Teherán va en aumento por su influencia en la región y por su ventaja estratégica en una hipotética desaparición del ISIS del mapa sirio e iraquí

Por no hablar de los “entre 40 y 50 millones de dólares” que, según sus propias palabras, recibió de magnates saudíes próximos a la familia real para su prolongada campaña electoral, que inició ya en 2015. O los 20.000 millones que el Gobierno de Riad pretende incorporar al plan de la Casa Blanca para infraestructuras, que podría alcanzar la cifra récord de 2 billones de dólares. Estos recursos oficiales saudíes serán administrados por Blackstone, que también tiene vínculos con Trump y su emporio familiar. Amén de que el lobby saudí en Washington, con firma oficial de por medio, se aloja en el Hotel DC del presidente. Y de las cenas privadas, en cualquiera de las dos capitales, entre MBS, su yerno, el polémico Jared Kushner, su asesor en materia diplomática y de seguridad, y su hija predilecta, Ivanka, para sellar negocios en EEUU o la Península Arábiga. Como campos de golf en Dubai.

Irán, el rival estratégico en la región

Sin embargo, la principal baza americana en este capítulo de tensión bélica es Irán y, en paralelo, el combate contra el ISIS. De hecho, fuerzas estadounidenses han abierto varias veces fuego en el último mes contra posiciones militares apoyadas por Irán en Siria. E, incluso, un convoy de 150 efectivos americanos que adiestran a combatientes contra el ISIS, fue interceptado en algún punto del desierto entre Siria, Irak y Jordania por milicias chiíes vinculadas al régimen de Al Ásad y respaldadas por la Guardia Islámica Revolucionaria iraní. El comandante de su batallón Quds, Qassem Soleimani, fue fotografiado por un dron de las Fuerzas Aéreas estadounidenses en las inmediaciones del ataque. Además de la intercepción, por parte de navíos iraníes, de una flota estadounidense, a menos de una milla náutica, en el transitado Estrecho de Ormuz, salida de los petroleros recién abastecidos de crudo de la región.

La Administración Trump dice estar revisando las relaciones con Irán. Es la versión que Tillerson llevó al Senado. Pero la preocupación por Teherán y su creciente ascendencia e influencia en la región va en aumento, tal y como atestiguan varias cancillerías europeas. Hasta el punto de que algunos analistas creen que las hostilidades en Siria e Irak dirigen a Irán y EEUU a una inminente colisión. Incluso a pesar de la táctica de no agresión mutua hasta que desaparezca el enemigo común, el ISIS, de concepción suní, frente a la facción chií iraní. Una de ellos, Jennifer Cafarella, del Instituto para Estudios de Guerra (ISW), asegura que Teherán lleva clara ventaja estratégica a Washington. “Si el asunto es que el ISIS desaparezca del mapa”, y parece que será así en mayor o menos espacio temporal, “Irán ya se ha preparado para la fase posterior”. Por ejemplo, al movilizar a sus milicias iraquíes, de extracto chií, para evitar que EEUU ocupen el desierto sirio, mientras que los planes prioritarios del equipo de Mattis parecen encaminarse más hacia otras latitudes, como Corea del Norte. Después de echar por tierra el acuerdo nuclear suscrito por su antecesor, Barack Obama, que concedía a la Casa Blanca una tregua en la región.

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