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La violencia sexual recrudece el drama de la guerra en Sudán del Sur

El 72% de las mujeres refugiados en los campos de protección para civiles de la capital han sido violadas, según un informe de la ONU.

El centro de MSF presta atención física y psicológica a las víctimas de la violencia sexual en Sudán del Sur. Fotografía: Pablo L. Orosa

Una ducha. Algo de comer. Y alguien con quien charlar si quieren charlar. No es mucho, es tan sólo una medida desesperada, pero para las decenas de jóvenes que cada día cruzan la frontera de Uganda huyendo de la guerra en Sudán del Sur es un rincón al que agarrarse. Situado en uno de los extremos del campo de refugiados de Imvepi, justo a continuación de la sala de vacunaciones que recibe a los recién llegados, este centro de atención a mujeres desplegado por Médicos Sin Fronteras (MSF) ha atendido entre mayo y julio más de 190 casos de agresiones sexuales.

Ya desde los primeros días del conflicto, en diciembre de 2013, la violencia fue empleada como herramienta de guerra en Sudán del Sur. Como una “estrategia para aterrorizar, degradar, avergonzar y humillar a las víctimas y a los grupos de los que formar parte”, en palabras de la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos.

La misión internacional desplegada en la capital no pudo evitar las brutales agresiones a cientos de personas, en su mayoría mujeres y niños de etnia nuer, que se refugiaron en Thongpiny o Jebel. El Batallón Tigre, una unidad especial de la Guardia Presidencial fácilmente reconocible por su uniforme estampado, fue el responsable de muchas de aquellas atrocidades: “Los soldados empezaron a llamarnos, nos decían “Si no venís, os vamos a disparar”. Ellos portaban armas. Cuando llegamos a su altura comenzaron a golpearnos con un cinturón. Después nos violaron…dos hombres me violaron a mí y otros dos a mi hermana”, relata Veronica*, en uno de los testimonios recogidos por Aministía Internacional en su informe “Do not remain silent”: Survivors of Sexual violence in South Sudan call for justice and reparations.

Nyachah*, de 36 años, también había salido de una de las bases de la ONU para buscar comida para sus hijos cuando fue abordada por un grupo de soldados del Batallón Tigre. “Me hablaron en dinka y yo les respondí en árabe. Entonces dijeron, “debe ser una mujer Nuer”. Algunos propusieron matarme, otros violarme. Uno de ellos dijo, “es sólo una mujer, y no estamos buscando mujeres”. Finalmente decidieron violarme. Me violaron todos…y después de dejaron inconsciente”. Las mujeres, asegura la investigadora de Amnistía Internacional, Alicia Luedke, “son conscientes” de que pueden ser violadas cuando salen de los campos gestionados por la ONU “pero lo necesitan hacerlo para ayudar a sus hijos a sobrevivir”.

Desde enero, 284.000 sursurdaneses han cruzado la frontera de Uganda huyendo del conflicto. Fotografía: Pablo L.Orosa

Desde enero, 284.000 sursurdaneses han cruzado la frontera de Uganda huyendo del conflicto. Fotografía: Pablo L.Orosa

Me dijeron que me fuera, pero por el camino me crucé con otro grupo…uno de ellos me dijo que era muy guapa, se acercó y me preguntó si podía tener sexo conmigo

Si bien en un primer momento fueron los leales al presidente Salva Kiir los que perpetraron la mayoría de las agresiones, pronto las tropas nuer fieles al vicepresidente Riek Machar tomaron también la violencia sexual como parte de su armamento de guerra. El White Army fue para las mujeres dinkas la misma pesadilla que el Batallón Tigre para las nuer. Bor, 200 kilómetros al norte de Juba, el escenario de sus desmanes: “El White Army disparó a mi marido en la cabeza. Mis hijos y yo”, relata Achuel, “empezamos a llorar, pero ellos me amenazaron: “si lloras, mataremos a tus (cuatro) hijos. Me dijeron que me fuera, pero por el camino me crucé con otro grupo…uno de ellos me dijo que era muy guapa, se acercó y me preguntó si podía tener sexo conmigo. No le respondí. Entonces me forzó a acompañarlo a una casa cerca de la carretera y me violó. Cuando terminó de hacerlo, decidió acompañarme a mi y a mis hijos hasta la puerta del campo de la UNMISS. Después se dio la vuelta y se marchó”.

Achuel está convencida de que fue agredida por su etnia. “Yo fui violada porque soy dinka y ellos nuer. Quieren matar a todos los hombres y violar a sus esposas, madres e hijas como en 1991…”. Desde hace demasiado tiempo, la violencia sexual ha pasado a formar parte del Arte de la Guerra con el que minar la resistencia del enemigo.

“Son actos premeditados de violencia sexual en gran escala”

Entre 2015 y 2016, las agresiones sexuales derivadas del conflicto se han multiplicado un 61% en Sudán del Sud

En un año, entre 2015 y 2016, las agresiones sexuales derivadas del conflicto se han multiplicado un 61% en Sudán del Sur. Y en 2015, el 72% de las mujeres refugiadas en los campos de protección para civiles de Juba aseguraba ya haber sido violada desde que el inicio de los enfrentamientos. Son, en boca de la directora regional de Amnistía Internacional para África Oriental, el Cuerno de África y los Grandes Lagos, Muthoni Wanyeki, “actos premeditados de violencia sexual en gran escala”. Una “estrategia del terror”, añade Luedke, que busca “humillar y degradar a las víctimas” dejando secuelas de por vida: más allá de las heridas físicas, las agresiones sexuales provocan trastornos psicológicos y dejan a muchas mujeres estigmatizadas y repudiadas por su comunidad.

Josephine y Joanna llevan demasiado tiempo conviviendo con esos fantasmas. Con los suyos, con los horrores que ellas mismas tuvieron que presenciar mientras huían de Sudan del Sur, y con los de las decenas de chicas que llegan a Imvepi. Ellas son a menudo las primeras personas a las que las jóvenes les relatan sus dramas. Las que lo hacen, explica Stella, una de las trabajadoras de la clínica de MSF a la que son enviadas las chicas, pues muchas “no hablan”, ni siquiera te “miran a los ojos”. “Los traumas de las mujeres que han sido violadas son muy difíciles de solucionar. Les cuesta mucho abrirse, en muchos casos tenemos que averiguar lo que les pasa por los síntomas que tienen. Porque están embarazas o porque tienen infecciones”, explica Christine, una de las psicólogas del equipo.

Josephine y Joanna son dos jóvenes refugiadas que colaboran con MSF para identificar a las víctimas de violencia sexual que llegan al campo de Imvepi. Fotografía: Pablo L. Orosa

Josephine y Joanna son dos jóvenes refugiadas que colaboran con MSF para identificar a las víctimas de violencia sexual que llegan al campo de Imvepi. Fotografía: Pablo L. Orosa

Esta mañana en la clínica hay una de esas chicas. Una de las que no habla. “A mi hermana la llevaron a los arbustos. A mí me agarró otro hombre”, relata la mayor de las dos, la que sí que habla, la que no tiene ni quince años. Ni siquiera sabe quien la violó. Unos aldeanos quizá. Sí saben, seguro, que antes los soldados habían violado a su madre y asesinado a su hermano. Cuando llegan aquí, apunta Christine, muchos de los refugiados traen consigo “los traumas” que provoca la guerra. Sus silencios.

Porque las heridas, las enfermedades -sífilis, clamidia, tétanos, hepatitis B- se pueden curar. Hasta los embarazos no deseados, si no superan las 16 semanas, se pueden interrumpir. En la clínica, las trabajadoras de MSF están preparadas para hacerles frente. “Lo más difícil”, apunta Stella, “son los problemas psicológicos”. Porque para superar los horrores de una guerra no hay medicamentos. Sólo dos muchachas, Josephine y Joanna, con el don de saber escuchar.

*algunos nombres de este reportaje han sido alternados para preservar la identidad de las víctimas

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