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Café republicano en la calle del exilio en México

El Café Villarías, en el centro de Ciudad de México, es el recuerdo de la España republicana que nunca fue. El negocio, fundado en 1942 por refugiados originarios de Santoña, sobrevive en la calle que los exiliados españoles hicieron suya.

Sara, hija de Leoncio Villarías. ALBERTO PRADILLA.

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La primera vez que Leoncio Villarías pisó México tenía 18 años y los últimos dos los había pasado haciendo las maletas, desde que en 1938 tuviese que exiliarse de Santoña ante la llegada de las tropas franquistas. De Santoña a Barcelona. De Barcelona a San Juan de Luz (País Vasco francés). De San Juan de Luz a Nueva York. De Nueva York a Veracruz, primer destino mexicano antes de llegar a la capital. Su ficha migratoria, fechada en julio de 1940, lo describe como un hombre de metre setenta y cinco de altura, moreno, ojos marrones, obrero en la empacadora familiar y con conocimientos de francés.

Ese era el Leoncio Villarías recién exiliado, el que no militaba en partido político alguno pero que, a pesar de todo, se vio forzado a escapar junto a su padre, del que heredó el nombre; su madre Juliana y sus hermanos Juan, Puerto, Ignacio y Julián. Este año se cumple el 80 aniversario de un éxodo, el de los republicanos que escaparon de la represión franquista, que se cobró miles de muertos en España.

La primera vez Leoncio Villarías pisó España tras casi cuatro décadas de exilio tenía 53 años, era un hombre hecho y derecho, casado y con dos hijos, con pasaporte mexicano y dueño de un negocio de venta de café ubicado en la calle de López, en el centro histórico de la ciudad de México.

Ese era el Leoncio Villarías forjado en la distancia, mexicano por convicción, agradecimiento y despecho, e involucrado en todo tipo de actividades vinculadas a la España que le habían robado.

Cuenta su hija, Sara, que Leoncio no regresó a España hasta que Franco estuvo muerto. Sería diciembre de 1975, un mes después de que el dictador falleciese en la cama de su palacio. Que cuando se identificó en el aeropuerto de Barajas con el pasaporte mexicano, el de adopción, un guardia le preguntó que, siendo español, por qué utilizaba otro documento. “Porque yo a España no le debo ni esto”, respondió el hombre. Eran tiempos de esperanza pero que en el exilio mexicano ya se analizaban con preocupación. Villarías y otros compañeros siempre sospecharon que la llamada Transición a la democracia tenía mucho de intercambio de cromos, de quítate tú para ponerme yo. De un rey, Juan Carlos de Borbón, nombrado por el mismo dictador que les había obligado a vivir durante casi 40 años fuera de casa.

Leoncio Villarías falleció en 2005. La venta de café, el negocio que heredó de su padre en el exilio, sigue en pie. Ahora lo gestionan su viuda, su hermano Diego y su hija, además de ocho empleados que despachan, a empresas y particulares, café de Chiapas, de Puebla, de Veracruz, de Guerrero. En las paredes, tricolores y símbolos republicanos que mantienen el recuerdo de la España que nunca llegó a ser.

El miedo a una Francia nazi

“En el 38 tuvieron que dejar Santoña y se fueron a Barcelona. Tenían una conservera”, dice Sara Villarías, historiadora de formación, pero también la tercera de la saga que se hace cargo de la expendedora de café. A su alrededor, en las dependencias del negocio, ir y venir de empleados. Cargan sacos de café. Muelen los granos. Limpian el suelo. El uniforme está compuesto por una camisa azul oscuro, pantalones beige y el delantal. En los brazos, dos banderas, discretas pero inconfundibles: en la derecha, la mexicana, con su verde, blanco y rojo. En la izquierda, la republicana, con su rojo, amarillo y morado.

En realidad, la familia Villarías no tenía una especial significación política. Solo un tío de su abuelo, llamado Gregorio, tenia militancia republicana. De hecho, estuvo afiliado al Partido Republicano Radical Socialista, una formación que solo existió entre 1929 y 1934, cuando entró a formar parte de la Unión Republicana, y también participó en el Partido Republicano Radical Socialista Independiente. Quizás su papel más relevante fue al frente de milicianos que impidieron que el golpe de Estado del 36 triunfase en Santoña y llegó a ser gobernador de Burgos. Son suficientes pecados para que los sublevados no le perdonasen, ni a él ni a su familia. Había comenzado el exilio.

Trastienda del Café Villarías. ALBERTO PRADILLA.

Trastienda del Café Villarías. ALBERTO PRADILLA.

“Se quedaron dos años en San Juan de Luz, una fábrica que enlataba sardinas. Estuvieron ahí en lo que ahorraban para poder sacar un boleto para los vapores que salían hacia Nueva York”, dice la joven, que tiene dos tesis analizando el discurso del Centro Republicano de México, una durante la dictadura y otra al llegar la transición. Ahí en San Juan de Luz le pilló a la familia VIllarías el estallido de la Segunda Guerra Mundial. El miedo a una Francia completamente controlada por los nazis les llevó a embarcarse hacia Estados Unidos. Lo hicieron a bordo del De Grasse, que los llevó hasta Nueva York. El trayecto lo realizaron con una mano delante y la otra detrás. Según relata Sara, al escapar de Santoña guardaron en una maleta las joyas familiares. Pero uno de los hermanos la perdió en el camino. Así que alcanzaron el nuevo mundo pobres de solemnidad. Así sería como alcanzaron Veracruz, el primer estado mexicano al que llegaron en tren desde Nueva York. No duraron mucho. Finalmente, la familia se estableció en la Ciudad de México.
Ahí, en 1942, nace el Café Villarías, en la misma esquina en la que se encuentra actualmente.

“Esta fue la calle del exilio español, por trabajo o por vivienda”; dice la Sara Villarías. Recuerda que sus abuelos y sus padres se instalaron en el número 82. Unos metros más adelante, en dirección hacia el palacio de Bellas Artes, se encontraba el Centro Republicano, que funcionó hasta el año 2000. La calle López, que es como se llama, tiene una placa en la que la rebautiza como “calle del exilio español”.
La cafetería es uno de los vestigios de aquellos tiempos. Al entrar, a la izquierda, aparece el escudo del consulado republicano. Se trata de un círculo enorme, colgado en la pared, a la altura de las escaleras. “Consulado General de la República Española”. Casi nada. El interior del local tiene el encanto de lo antiguo sin resultar apolillado. Un enorme cartel con imágenes de Leoncio, de Santoña, del exilio, preside el local. En la esquina superior izquierda, el escudo de la antigua conservera, con tres sardinas entrelazadas. En la esquina superior derecha, el escudo de la actual cafetería, en el que las sardinas han sido sustituidas por granos de café.

“Este era un café con otra marca, en el año 42. Mi abuelo cogió el traspaso”, dice Sara, que explica que aquí trabajaron, en un primer momento, su abuelo, su padre y su tío Juan. Era un lugar efervescente la calle del exilio español. El Centro Republicano se encontraba en el número 60 y muchos de sus miembros pasaban por la cafetería antes de acudir a las reuniones. “Tenían un periódico que se llamaba El Boletín”, explica la joven, “en el que publicaban sus ideas sobre la dictadura franquista y sobre la transición”.

Fueron años de mucha intensidad. En Jiquilpan de Juárez, estado de Michoacán, construyeron una escuela. Este es el municipio de donde es originario Lázaro Cárdenas, el presidente que mexicano que abrió las puertas a miles de exiliados españoles. Además, estaba la actividad del centro republicano, que conmemoraba cada año los 14 de abril. “Crecí yendo al 14 de abril, cantando el Himno de Riego en los Niños Héroes de Chapultepec (una parte del bosque de Chapultepec que conmemora la batalla entre México y Estados Unidos en el siglo XIX) y luego en el parque España”, dice.

La cafetería también fue un centro neurálgico del activismo. Desde aquí, explica Sara, se enviaban alimentos a Europa durante la Segunda Guerra Mundial. De hecho, en una mesita todavía se conserva la máquina de coser con la que su abuela cosía los costales para realizar los envíos. Este negocio tiene una parte de cafetería y otra de museo histórico. La joven abre un cajón tras el mostrador y saca, plastificados, los albaranes de todos aquellos envíos. Papeles amarillos que en otro tiempo significaron bienes vitales a miles de kilómetros de distancia.
Sara, que habla de su padre como a todo padre le gustaría que una hija hable de él, dice que este era un hombre “orgulloso”. Por eso no pidió nunca que le devolviesen nada de lo que le fue confiscado tras el triunfo fascista. Eso sí, recuerda que en sus últimos años paseaba por Santoña en los alrededores de la conservera que le habían arrebatado, como marcando el territorio de lo robado. Una vez, en México, se enteró de que la habían tirado. Una preocupación menos.

La llegada de la transición no fue lo que Leoncio y sus compañeros esperaban. Tanto tiempo debatiendo sobre cómo se había perdido la guerra, sobre qué harían cuando cayese el dictador, para que todos terminasen aceptando al tipo que este designó como sucesor. En efecto, Juan Carlos de Borbón. Eso fue un golpe para los exiliados, que desde el Centro Republicano mantuvieron una posición crítica. Sin embargo, Sara dice que su padre convirtió todo lo que le había ocurrido en agradecimiento a México, un sentimiento mucho más constructivo que el rencor.

Al morir Franco, Leoncio comenzó a viajar a España, a Santoña. Ahí conoció a Gloria Solana, tres décadas más joven que él, y que se convertiría en su mujer.
Con la llegada de la Transición y después de que México reconociese el Gobierno español surgido después de que se aprobase la Constitución en 1978, la efervescencia republicana fue decreciendo. “Si tenía poca relevancia, a partir de ahí pierde todavía más y se convierte en una asociación cultural”, explica Sara Villarías.
“Mi padre fue un exiliado republicano. Aun así, no fue un hombre de política, se dedicó toda su vida a defender la España que habían perdido”; recuerda su hija, mexicana, que aprendió a “querer a México desde pequeña” pero que siempre ha mantenido un fuerte vínculo con el exilio español. No en vano, todos los veranos los pasaba en España, con su padre, conociendo sus raíces. “Los lugares a los que me llevaba mi padre eran, por ejemplo, en Santander, el despeñadero donde tiraban a los rojos. Los lugares que conozco de España son porque mi padre me hacia una ruta que tenía que ver con su historia”, dice.

La España que encontraron exiliados como Leoncio no es la que habían soñado durante los largos años de extrañamiento forzoso. Sin embargo, Sara pone énfasis en la acogida mexicana, en los brazos abiertos de quienes los recibieron. Y establece un paralelismo con el momento actual, “ahora que tanta gente se está moviendo”, dice, en referencia a los flujos migratorios procedentes de Centroamérica y que atraviesan México con destino a Estados Unidos.
La historia de la República española fue cortada por un levantamiento fascista. En México, a miles de kilómetros, hay un café republicano donde se mezclan los recuerdos con la esperanza de la España que nunca fue.

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