Opinión · Detrás de la función
Wikileaks, un peligro para la democracia
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En 1922, el periodista y sociólogo norteamericano Walter Lippmann proponía en su libro “Opinión pública” cuáles tendrían que ser las funciones de los medios de comunicación para garantizar la estabilidad y la buena marcha de la democracia. Para Lippmann, el “rebaño” debía seguir una dirección firme marcada por una élite, por lo que los medios se dedicarían a “fabricar el consenso” entre el grueso de la población y sus líderes. Para este autor, cierto periodismo podía confundir a las masas, lo que les restaría capacidad para tomar adecuadamente decisiones. La producción de propaganda pasaba, por tanto, a cumplir una función necesaria, casi imprescindible.
Huelga decir que los propósitos de Lippmann se cumplieron ampliamente, incluso sin la necesidad de exhibir una gran energía represora por parte de los poderes públicos. Los Profesores Noam Chomsky y Edward S. Herman cuentan en “Los guardianes de la libertad (Manufacturing consent)” cómo fue el propio “libre mercado” el que terminó con el subversivo periodismo radical británico iniciado en el siglo XIX, incapaz de cargar con los costes de una producción periodística que se había vuelto cada vez más compleja, así como de competir con otros diarios que sí contaban con anunciantes y financiadores, pero que no tenían precisamente el propósito de reforzar la conciencia de clase de los obreros ingleses.
De la sociedad industrial pasamos a una serie de revoluciones tecnológicas y financieras que se retroalimentaron para crear auténticas “autopistas de la información”, como pronunciara victorioso el ex presidente estadounidense Bill Clinton. En definitiva, la innovación tecnológica hacía posible la globalización financiera, decisiva, a su vez, para financiar los grandes avances aplicados a la comunicación. La “era de la información” no nacía de manera neutra, sino ideológicamente marcada por los capitales que la habían hecho posible: esas carreteras virtuales tenían dueño antes de ponerse en marcha.
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Con estas reglas del juego aún vigentes, cabe preguntarse si el fenómeno Wikileaks representa un mero bache o, por el contrario, es el inicio de una nueva serie de tendencias en el universo comunicativo. El clima de confusión y de desconfianza hacia el personaje de Julian Assange está en parte justificado, pero, por otro lado, refleja el conformismo y el interés del ‘establisment’ en que persista un sistema de comunicación que, en suma, se dirige a reforzar la fe del ‘ciudadano sonámbulo’ en una determinada realidad que encaja perfectamente con la conformación y relaciones entre los poderes existentes. Por ello, la irrupción de este peculiar personaje, al despertar a quien dormía, deviene necesariamente en atentado terrorista, y su fulminante detención –o su asesinato- se dan por descontados.
Sería bueno que Assange fuera más allá de lo militar y lo diplomático: hay muchos lazos entre el poder económico y el político que no se nos explican diariamente en nuestros medios tradicionales. ¿Habrá quien recoja el testigo de esta organización, todavía tan personalista? Wikileaks debería dar paso a un nuevo modo de concebir la información, desligada del producto comercial y liberada, por tanto, de los constreñimientos a los que este queda automáticamente sometido. La democracia, la que ellos quieren que mantengamos, está en peligro. Esperemos que el riesgo siga creciendo.
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