Opinión · Diario de la Antártida
4 de enero. Punta Arenas
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La capital de la Patagonia es una ciudad de 120.000 habitantes según las guías de turismo y de unos 120 según los testigos. A determinadas horas, si uno encuentra a alguien por la calle tiene motivos para recuperar la fe en la casualidad.
14 horas después de llegar, por fin despegamos la oreja de la almohada. Mientras desayunamos, se pone en contacto la persona del Ministerio de Educación y Ciencia que ha hecho posible nuestra aventura y que nos acompañará durante todo este viaje.
José Manuel llega hasta aquí un día después que nosotros combinando aviones y horarios de una forma más humana. No tiene ningún truco, desde luego, pero resulta inquietante que, por más que uno se aleje de su casa, y aunque se instale en el mismísimo fin del mundo, encontrarse es sólo cuestión de nueve dígitos.
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Desde este momento, y de una forma más natural que intencionada, José Manuel, David y yo, somos algo más que compañeros de trabajo. Tres cómplices de la ilusión de una aventura única, unidos por un anorak naranja.
Salimos. Quizá la euforia de estar cumpliendo un sueño o la libertad de no estar siendo observados favorece que todo en esta ciudad nos haga mucha gracia: en la plaza de Magallanes, la gente puede ingresar su dinero, o lo que le quiera, en el ‘Rabobank’. Los chilenos, según grandes carteles rojos, tienen también la opción de gastárselo en lotería ‘la polla’. No me malinterpretéis, sólo soy tan ordinaria cuando no me queda otro remedio. ¡Es que el sorteo nacional aquí se llama así! Con agujetas en los abdominales, lágrimas en los ojos y deseando superar ya el ataque de risa para zanjar tanto dolor, José Manuel encuentra el eslogan que anima a participar: “Lotería la polla, ¡Juégatela! Pero aún se podía sacar más partido a aquello y David le da forma al fondo: – “¡Qué! ¿nos la jugamos?”.
Después de dar una vuelta por el puerto y recorrer decenas de ‘cuadras’ (manzanas para nosotros), quedamos a comer con el responsable de una empresa que organiza viajes turísticos a la Antártida. Sobrevolar el continente helado ¡cuesta 2.500 euros! Y pasar una noche allí, en una caseta de obra, 3.500… Por si a alguno le interesa.
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Con este empresario tuvimos la oportunidad de descubrir el chupe de centolla, la cerveza austral y el jugo de frutilla. Aquí, comer, se come muy bien.
Vista esta ciudad y con dos días aún por delante antes de partir definitivamente hacia la Antártida, hemos pensado ir mañana al sur de los Andes; allí donde dicen que se erige la puerta del fin del mundo: Las Torres del Paine. Posiblemente no podré escribiros desde allí, pero os lo contaré cuando regrese. ¡Hasta pronto!
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