Opinión · Al sur a la izquierda
La familia
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Aunque le pese a Artur Mas, al independentismo catalán o al españolismo español, la gran pregunta que planea ahora mismo sobre nuestras vacías cabezas y nuestros desgraciados bolsillos no versa sobre Cataluña, sino sobre el dinero. La gran pregunta ahora mismo es esta y solo esta: cuándo diablos y en qué malditas condiciones nos prestarán nuestros amigos europeos el dinero que necesitamos con urgencia para pagar las facturas antes de que nos corten la luz, el agua y demás cosas necesarias para vivir.
La pregunta vale para España y vale también para Andalucía, cuyo presidente José Antonio Griñán ha dicho sin decirlo propiamente lo que todo el mundo sabía sin saberlo propiamente: que Andalucía va a acogerse al Fondo de Liquidez Autonómica (FLA), que gestiona el Gobierno de Mariano Rajoy, porque sus arcas están exhaustas.
Hay un interesante paralelismo entre la manera en que Madrid acoge la petición de dinero de Sevilla y del resto de la periferia española y la manera en que Berlín acoge esa misma petición de dinero de España y del resto de la periferia europea. Aunque en ambos casos prestamistas y prestatarios vienen a ser miembros de la misma familia española o europea, lo cierto es que el hecho mismo de pedir y el hecho mismo de prestar modifica automáticamente la identidad de unos y otros. Es como si cuando uno le pidiera dinero a alguien de inmediato se le borraran los rasgos particulares de su propia cara para ser sustituidos por los rasgos generales propios de alguien que pide dinero. Y lo mismo ocurre con quien ha de hacer el préstamo. El dinero anula personalidades, iguala caracteres, enfría amistades y diluye parentescos convirtiendo a cada uno en particular en alguien genérico y abstracto. Tú ya no eres tú, sino que eres alguien que pide dinero. Tú ya no eres tú, sino que eres alguien a quien le piden dinero.
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España, Cataluña o Andalucía piden el préstamo a la familia porque fuera de ella nadie está dispuesto a dárselo. Un extraño siempre será un extraño. Con la familia es distinto. Para algo es la familia, ¿no? ¿O tal vez no es tan distinto? En realidad, la situación guarda un paralelismo escalofriante con esa escena que se repite en varios capítulos de la serie Los Soprano en la que alguien en apuros le pide dinero prestado a alguno de sus familiares o amigos mafiosos. Cuando el espectador ve la escena respira con alivio en un primer momento. Son unos cabrones, piensa, pero al menos se ayudan entre sí cuando vienen mal dadas. Lo malo es que al instante siguiente el prestamista le dice al amigo o familiar que le acaba de pedir el préstamo: “Ya sabes que siempre cobro un cinco por ciento semanal, pero a ti te lo dejo en un tres. Por ser tú. Y además, si no te importa, me gustaría que los sábados te pasaras por el jardín de casa a cortar el césped y repasar los setos, ¿ok?”. Su interlocutor, entonces, hace como que todo es normal y con una sonrisa forzada simula ante el otro que, naturalmente, esperaba esas condiciones o unas parecidas, ¿todos somos adultos, no?, pero en realidad el pobre está por dentro destrozado: la verdad es que esperaba algo más de aquel con quien tantas cosas ha compartido en el pasado.
A España con Berlín o a Andalucía con Madrid les ocurre algo parecido. La misma decepción que no pueden exteriorizar porque todos somos adultos, ¿no?, la misma sonrisa forzada, la misma amargura, la misma sensación de estafa, el mismo terror a no poder devolver cada semana lo prestado más el tres por ciento, el mismo pensamiento: ¿Así que la familia era esto?
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