Opinión · Al sur a la izquierda
Elogio de Esperanza y menosprecio de Aguirre
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Se ha ido de la política como solo ella ha sabido irse de los sitios o incluso llegar a ellos: montando un número mientras ponía cara de no montarlo. A quienes no hemos sufrido directamente sus insensibles políticas, su flagrante sectarismo o su reconcentrada ambición nos cuesta ocultar que Esperanza Aguirre suscita en nosotros una simpatía personal que acaba imponiéndose a nuestro rechazo político. Elogio de Esperanza y menosprecio de Aguirre: la ex presidenta de la Comunidad de Madrid es de esos personajes públicos a los que uno le habría gustado tener como amigos personales porque en privado son gente sumamente interesante, descarada y divertida.
Con Aguirre nos pasa justo lo contrario que con tantos escritores y artistas, de cuya obra pública disfrutamos una y otra vez, pero cuya vida privada no soportaríamos diez minutos seguidos. Los queremos y los admiramos, pero lejos, muy lejos de nosotros, pues sospechamos que su egolatría y su vanidad acabarían por envenenar nuestra admiración por su trabajo. Con Aguirre sucede todo lo contrario: lo insoportable es su obra pública, mientras que aquello que nos la ha hecho más cercana han sido sus arranques privados, esos en los que se adivinaba un carácter independiente, una lengua sarcástica, un morro legendario, un cinismo simpático y cañí. Envidio a sus nietos. Cuando sean mayores la abuelita les contará unas historias que jamás olvidarán: serán, naturalmente, historias sesgadas, parciales, injustas y sin duda algo mentirosas, pero serán con toda seguridad historias inesperadas, divertidas, con su fondo de enseñanza moral pero con su fondo también de cinismo, serán historias con vocación no de verdad sino de leyenda, que son las historias que de verdad prefieren los niños y me temo que también los mayores.
Si finalmente se retira del todo de la política no sabemos cómo tratará el futuro a Esperanza Aguirre, si como Esperanza o como Aguirre. No sabemos si la posteridad recordará con justo desagrado y merecida severidad las obras públicas de Aguirre, sus destrozos de la educación, la sanidad o la televisión, su saña con los sindicatos, su instrumentalización descarada de las empresas públicas, su ceguera absoluta para vislumbrar siquiera vagamente el significado político y el alcance moral de la idea misma de Estado del bienestar, o si por el contrario esa posteridad preferirá quedarse con las frases descaradas e injustas de Esperanza, con sus apreciaciones superficiales, con sus juicios irresponsables, con sus improperios castizos: pedir la pena de muerte para los malos arquitectos, decir que cierto monumento era una puta mierda, llamar hijoputa a Gallardón, sostener sin bajar la mirada que no tenía un puto duro… Es todo esa deliciosa banalidad lo que en el futuro puede salvarla de sí misma. Es toda esa chispeante superficialidad lo que puede no redimir pero sí hacer olvidar su mal fondo. Son todos esos divertidos y en el fondo inocuos excesos los que harán de ella una abuelita como pocas.
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