Opinión · A ojo
Un santo
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El Papa Benedicto XVI beatifica hoy, en solemne ceremonia de cuerpo presente, a su inmediato antecesor, el difunto Papa Juan Pablo II, a su vez el más prolífico beatificador y canonizador de la historia de la Iglesia: en 26 años de pontificado proclamó nada menos que 1.338 beatos y 482 santos. Aunque Benedicto, que sólo lleva seis años en el cargo, le pisa muy de cerca los talones: en la categoría de beatos va ya en la impresionante cifra de 793, y en lo que toca a los santos, en 34. Pero Juan Pablo II, por su parte, ya va en beato él mismo, y se anuncia para muy pronto su canonización. “Santo subito!”, clamaban los fanáticos el día de su entierro: “¡Santo ya mismo!”. Y, en efecto, va a la carrera: lo suyo ilustra el refrán que se refiere a la rapidez insólita con que alguien logra lo que busca: “Llegar y besar al santo”.
Ahora. ¿Qué es un santo? Popularmente se entiende por eso un hombre bueno. “Perfecto y libre de culpa”, lo define el diccionario. Pero también da otra acepción de la palabra, que es la que nos ocupa: “Dícese de la persona a quien la Iglesia declara tal, y manda que se le dé culto universalmente”.
Es la acepción que nos ocupa porque la otra mal le conviene a un político como fue el polaco Karol Wojtyla, de quien los servicios secretos soviéticos dijeron cuando fue nombrado arzobispo de Cracovia que no había que preo-
cuparse, pues no era un político sino un religioso católico: como si la religión no fuera la más acabada forma de la política. Del mismo modo, aunque al contrario, se equivocaron los servicios secretos de Occidente cuando Ruholla Jomeini, otro eclesiástico de religión distinta, la musulmana, llegó a la dignidad de gran ayatolá en Qom, y empezó a preparar la revolución islámica en Irán. Y así también hay quien cree ahora que la beatificación de Wojtyla no puede ser una maniobra política de su sucesor Joseph Ratzinger pues este es un religioso: por definición, un hombre bueno.
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Pero en toda la milenaria historia de la Iglesia de Roma no ha habido tal vez sino un solo Papa que fuera religioso de verdad, o, más bien, de verdad bueno: Albino Luciani, Juan Pablo I, que duró apenas un mes en el trono de San Pedro antes de amanecer muerto como un pajarito. Y ni a su sucesor Wojtyla, ni al Ratzinger de ahora, se les ocurrió nunca beatificarlo ni canonizarlo.
Algo tendría de bueno.
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