Opinión · Aquí no se fía
El engaño de una mal llamada 'tasa Tobin'
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Luis de Guindos ha anunciado esta semana a bombo y platillo un principio de acuerdo político para gravar las transacciones financieras en los once países de la Unión Europea que aseguran estar dispuestos a ello. Sin embargo, a Bruselas le ha faltado tiempo para negar oficiosamente que el asunto se encuentre tan avanzado y para poner en duda que la tasa pueda aplicarse desde el año próximo, como había adelantado el ministro español de Economía.
Si es cierto que todavía queda mucha tela por cortar, no se entienden las prisas de Guindos por crear falsas expectativas sobre una medida que duerme desde hace años el sueño de los justos. Gravar las transacciones financieras es una vieja idea, ampliamente asumida por la izquierda -más en la teoría que en la práctica- desde finales de los años noventa y que muy pocos países se han atrevido hasta ahora a experimentar por miedo a una huida masiva de capitales.
Ese miedo sigue existiendo y de ahí las interminables –y, de momento, infructuosas– negociaciones que llevan a cabo Alemania, Francia, Italia, España, Portugal, Grecia, Bélgica, Austria, Eslovenia, Estonia y Eslovaquia para imponer la tasa. Una tasa, por cierto, que poco tiene ya que ver con la célebre tasa Tobin, ideada por el premio Nobel de economía del mismo nombre hace cuarenta años para desincentivar la especulación en los mercados de divisas.
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Sobre el papel, el gravamen sobre las transacciones financieras es más genérico, aunque los once países europeos presuntamente comprometidos en su aplicación no demuestren el menor interés en llegar demasiado lejos. De entrada, sólo afectaría a la compra-venta de acciones en efectivo y a través de derivados, que soportarían unos tipos impositivos del 0,1 y el 0,01% respectivamente, mientras que el resto de las operaciones seguirían exentas.
Por principio, al Gobierno español, al resto de los gobiernos que se dicen liberales y a los tecnócratas bien pagados de Bruselas, el gravamen sobre las transacciones financieras no les hace ninguna ilusión, salvo cuando les ponen delante su potencial recaudatorio. Si se generalizara, proporcionaría a las arcas públicas de la Unión Europea más de 50.000 millones al año, de los que unos 5.000 corresponderían a España, lo que no está nada mal en estos tiempos.
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El problema, sin embargo, es que, tal y como se está planteando, esta mal llamada tasa Tobin ni evitaría la especulación, porque los tipos no son disuasorios; ni penalizarían sólo a los grandes inversores, porque tendría carácter general; ni sería un impuesto finalista, destinado a paliar las desigualdades, como sostienen sus tradicionales defensores. Se trataría de una fuente más de ingresos que los Estados podrían gastar como les diera la gana, incluso en salvar bancos.
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