Opinión · Con negritas
El contagioso síndrome del ministro de Economía
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Cuando le fueron con el cuento de que le habían ofrecido su cargo a JOSÉ BONO, el presidente del Congreso, MANUEL MARÍN, puso cara de hastío y se negó a entrar en polémicas. “Yo ya estoy para que me quieran”, dijo por toda explicación. Pues a PEDRO SOLBES le debe de ocurrir tres cuartos de lo mismo: a sus 65 años, no tiene el ánimo para trifulcas. Y, en consecuencia, se le hace muy cuesta arriba la perspectiva de otra legislatura como vicepresidente, pero sin control efectivo sobre el área económica del Gobierno. Él ya está para que lo quieran.
Ser el cancerbero del presupuesto quizás resulte excitante durante una temporada, y Solbes lleva demasiados años dedicado a eso, primero con FELIPE GONZÁLEZ y ahora con RODRÍGUEZ ZAPATERO. En los últimos meses, además, ha tenido que enfrentar el deseo de varios ministros, y del propio presidente, de ponerse a bien con el electorado en vísperas de las generales de marzo. Ha cortado el paso a algunas ocurrencias, pero otras le han sido presentadas como hechos consumados y no ha tenido más remedio que pechar con ellas.
El cheque-bebé, las ayudas al alquiler de vivienda y la atención bucodental gratuita para los niños con cargo a la Seguridad Social son medidas que, en circunstancias distintas, Solbes, al menos, habría tamizado. Sin embargo, como los correspondientes ministros tienen hilo directo con Moncloa, es más difícil inculcarles el rigor en el gasto que la propia naturaleza de sus cargos les invita desdeñar.
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El problema, por supuesto, no es nuevo. MIGUEL BOYER también pasó las de Caín en el primer Gobierno socialista, mientras ALFONSO GUERRA asistía divertido a los quiebros que el resto de los departamentos hacían para orillar la ortodoxia que desde el viejo caserón de la calle de Alcalá se predicaba. Boyer, a la postre, le echó un pulso a Felipe González, en términos parecidos a los de Solbes, y lo perdió. Dolido por tan inesperado revés, se marchó a su casa, donde lo esperaba Isabel Preysler, con la que llevaba algún tiempo en relaciones, para escándalo de la vieja guardia de su partido y de muchas personas de izquierdas.
CARLOS SOLCHAGA aprendió la lección en cabeza ajena y lidió durante años con sus colegas como buenamente pudo. Partía con ventaja: es navarro y conoce el peligro de echar un órdago cuando no se tienen cartas.
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