Opinión · Posibilidad de un nido
La cárcel y la vida
Periodista
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El hombre llamado Rubén Afonso toma la palabra. “Aquí se va a hacer vida”. Decenas de personas se apiñan en la puerta de la antigua prisión provincial de A Coruña. Un poco más allá, antes de subir las escaleras que llegan hasta la entrada, un grupo joven baila al ritmo de las gaitas, todos convocados por el Proxecto Cárcere. En la galería exterior del edificio, tras las arcadas, el sol reseca las hortensias, y aún más allá, la Torre de Hércules, el Campo da Rata (“allí los llevaban a fusilar”) y el mar, que este sábado 4 de agosto va del añil al marino. Las cárceles junto al mar tienen algo contradictorio, una forma distinta de castigo que empuja, años después, a una imperdonable melancolía.
Cruzo la puerta desconchada y para llegar al edificio central debo salvar una especie de foso seco sembrado de yerbajos. A la derecha y a la izquierda, muros y las torretas de vigilancia. Durante la Guerra Civil, y sobre todo en la posguerra y el Franquismo, en el lugar al que accedo sucedían cotidianamente el dolor, la tortura, el hambre, el frío y la desesperanza. “Aquí se va a hacer Cultura”, afirma el mismo hombre que anunciaba vida.
Podría pensarse que los protagonistas y descendientes del dolor que sucedía allí prefieren que se desmorone y no quede ni el polvo de lo que fue. Sería comprensible, y sin embargo, se han propuesto su recuperación, levantarla de nuevo, darle vida. Ahí está lo magnífico del acto, en apropiarse del espacio de la tortura y la represión para que sea otro. Para usarlo y convertir en vida y cultura lo que fue prisión. Cambiar su función, su contenido, ganarle el aire al aliento del mal.
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A mediados de julio, viajé a Astorga invitada por el Ateneo Republicano para hablar de la memoria y de la necesidad de luchar contra el silencio. Antes del acto, el activista Abel Aparicio, miembro de la Asociación para la recuperación de la Memoria Histórica (ARMH), y el concejal Chema Jáñez (IU) me invitaron a dar un paseo con ellos. La caminata terminó en el cementerio. Allí me llevaron a visitar el discreto monumento levantado en memoria de los republicanos fusilados. No hicimos nada más. Llegamos, nos plantamos ante las piedras y permanecimos. Fue suficiente, emocionante. Me conmovió que, de todo lo que podrían haberme mostrado de su ciudad, eligieran aquella forma de honrar la memoria. Este fin de semana pasado volvió a suceder. Mi viaje a la Feria del Libro de A Coruña terminó en la vieja prisión provincial, celebrando su apertura al público y su vuelta a la vida, a otra vida.
Muy en contra de lo que gruñen los ignorantes, los pasos que van dando las gentes empeñadas en la memoria histórica son pasos de vida. No hay destrucción en todo esto, sino una pelea sorda y nunca fácil por ganarle a la muerte y al dolor la partida. Y no es casual que en Astorga estuviera el concejal de Izquierda Unida y, en A Coruña, su alcalde, Xulio Xosé Ferreiro. Hay una nueva forma de recuperar la memoria, que tiene que ver con los espacios, con dar nuevos significados a los lugares tenebrosos, iluminarlos. Porque contra el silencio no solo se lucha en los parlamentos. También hay que vencerlo piedra a piedra.
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