Opinión · Posibilidad de un nido
Yo empecé a masturbarme muy pronto
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Eso es lo que pensé escuchando a la actriz Petra Martínez al recoger su premio Feroz a la mejor actriz protagonista por La vida era esto, que yo empecé a masturbarme pronto, muy pronto, y que cuando llegue a su edad, 77 años, seguiré haciéndolo, quién sabe si mejor, porque estas cosas no dejan de mejorar y mejorar.
“En esta película”, dijo ella en la gala, “lo importante es haberme masturbado delante de mucha gente, porque yo pienso que la masturbación está completamente callada… Y entonces yo ahora me masturbo como tres o cuatro veces al día. Entonces Juan [Margallo, su marido en la vida real] me dice: ‘Hija, por favor, vámonos a la cama’, y le digo ‘Yo prefiero en el sófá”.
Y sí, muy callada sigue la masturbación femenina. Quién nos iba a decir que se iba a hablar antes de la regla que de la paja. Pues así es. La paja femenina no existe, no se comenta, no se sabe, podría ser una leyenda urbana un alarde del feminismo, siempre tendente a la procacidad, o cosas así. Pienso que quizás sucede por comparación con la masturbación masculina. La del hombre es una paja evidente, casi fisiológicamente inevitable, y además con mucha literatura y millones de películas a modo de tutorial, manual de uso: paja a una mano, a una boca, a dos manos, a dos bocas, a cuatro manos y dos bocas, el calamar gigante…
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Ah, pero cuánto queda por contar de nuestras pajas, compañeras, esos momentos sublimes, tantísimas veces negados, vergonzantes, prohibidos, silenciados, secretos, inconfesables, culpables.
Así que allá voy, porque la verdad es que empecé muy pronto. Entre que era muy jovencita y que todavía (y lo que me quedaba) iba a un colegio de monjas en la muy católica ciudad de Zaragoza, viví todo aquello temblorosa de pecado, aunque no por ello dejé de hacerlo. Cada vez que me masturbaba pensaba que la culpa de todos los males del mundo era el castigo por mis actos, por no dejar de hacerlo aun consciente de la destrucción que provocaba, y por lo mucho que me gustaba además. Por ejemplo, si mi abuelo se ponía malo una tarde, yo pensaba “claro, es por la de esta mañana”, y me consumían los remordimientos hasta el punto de que solo cabía combatirlos con otro alivio, alivio que sin duda era el responsable de que yo a la mañana siguiente perdiera el autobús del colegio o quién sabe si de algún tsunami allá por el Sudeste asiático. Y así todo el rato, años.
Luego llegó la divina época de la experimentación, ya sin asomo de culpa, francamente. Es una de las grandes ventajas de no tener en internet –en aquellos tiempos revistas y películas X– millones de páginas para inspiración de pajas masculinas básicas. Qué daño hizo en mi generación el tedio pringoso del manual de Private, consistente en la eyaculación sobre la cara de la mujer como culmen del placer de los placeres. Qué pereza. Así han salido algunos.
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Lo de las chicas era otra cosa, y un día, apoyada en el bordillo, con el chorro de agua a presión de la piscina, descubrí que las manos no eran tan necesarias, al fin y al cabo, y ahí cumplieron su papel el mando de la ducha, el canto de las sillas, la ropa puesta en trenes y playas, sin bajar bragas ni cremalleras en oficinas, baños, bares, cajeros, trastiendas, escaleras de vecinos, trasteros, portales, cocinas, en fin, como se te iba pasando por la cabeza, sin guías ni manuales ni construcciones elementales y comunes.
Después de lo de la experimentación, llegaron también las pajas salvadoras. Normalmente, una alegría tras la ficción de orgasmo. Sí, ficción de orgasmo. Hace poco una mujer mucho más joven que yo me lo recriminó argumentando que fingir un orgasmo era cosa de machismo. Así, muy resumidamente, le dije: “No, cariño, fingir un orgasmo te libra de dos momentos horribles. Uno es el aburrimiento que acompaña la obsesión del macho por hacer de tu orgasmo su triunfo, un trofeo. Dicho empeño supone un tiempo que a veces parecen años y una debe acortar so riesgo de quedarse dormida y pasar a lo catastrófico. El otro momento es la violencia. No son pocos los hombres que, empeñados en ese esfuerzo que no parece llevar a ningún sitio, empiezan a irritarse, y se irritan más y más y más, vas viendo cómo a medida que su irritación crece pasas de ser trofeo a enemiga, así que más vale evitar un disgusto muy mayor con un gemido largo”. No creo que pase nada por esto que bien podríamos considerar, por qué no, también relaciones sexuales. Y después, tranquilamente una pajita a tiempo que te quite el mal sabor de boca. Las ya citadas pajas salvadoras.
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Entonces pasan los años, y con los años las pajas se refinan, se comparten, se muestran. Ya no necesitan acrobacias, pecados ni catástrofes, son sencillamente una fuente inagotable de placer, de exploración de mi propio cuerpo y sobre todo los cantos de mi mente. Hasta que llega un día, ya en la cincuentena, en el que conoces a una mujer que nunca se ha masturbado. Así me sucedió, y el asunto me resultó tan sorprendente que llevo tiempo preguntando a mujeres de todas las edades si se masturban. Dos ya me parecían una barbaridad, pero me faltan dedos para contar todas las que en los últimos tiempos me han respondido que no, que no lo hacen.
Así que, muy agradecida a Petra Martínez y su discurso, me he decidido a hablar de mis pajas. Quién sabe, quizás cunde el ejemplo.
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