Opinión · Posibilidad de un nido
En pelotas Itziar
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Te recuerdo en pelotas, Itziar querida. Hay gestos extraordinarios que se posan en el fondo de los adentros y parecen quedar ahí quietos, porque son sedimento, van creciendo plantitas sobre ellos, alimentan caracolas y ermitaños. Entonces llega una tormenta o la marea y se remueve el fondo y ese gesto emerge. Llegan la mala mar o las buenas corrientes, y ese gesto emerge de nuevo. Por eso es extraordinario.
Cuando vi que te ibas a desnudar en el escenario del Teatro del Barrio no me cupo ninguna duda de que era eso lo que querías hacer desde el principio, aunque no lo hubiéramos planeado, aunque no me lo hubieras dicho e incluso, como admitiste más tarde, no te lo hubieras confesado ni a ti misma. Celebrábamos algo que llamamos La Putísima Cena para presentar un libro, y erais doce “apóstolas”, doce mujeres enormes. Estaban allí, entre otras, Lucía Lijtmaer, Gabriela Wiener, María Botto, Marta Sanz, Amparo Sánchez, Pamela Palenciano, María San Miguel o Silvia Agüero. Cada una decía unas palabras. A ti te tocaba intervenir la última.
“Yo voy a poner mi cuerpo”, dijiste. Nos pediste que rezáramos el Ave María y te fuiste quitando la camiseta, los pantalones y la ropa interior. Ya completamente desnuda ante el público, te retiraste la mascarilla. “Eh, tú”, exclamaste alzando los ojos al cielo, “somos así... y no tenemos la culpa”. Saludaste con el cuerpo entero a la gente, te diste media vuelta y nos saludaste a las oficiantes. Todo sin prisas, mostrando tu cuerpo, poniendo tu cuerpo desnudo, político. Ese gesto bajó hasta mi fondo y ahí se quedó. Recuerdo que pensé “mira que es bestia esta mujer” y nos reímos de la idea del exhibicionismo, tan simple, pueril.
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Luego un día, hace poco, me reñiste por intervenir en la discusión dura entre tú y un desgraciado. Te había insultado de una forma cruel y sin más explicaciones, solo porque pasaba por ahí y te vio, vio tu cuerpo. Estábamos sentadas en una terraza, recuerdo el estupor de mi hija menor, cuando cruzó por la acera el tipo delante de nosotras y soltó aquella ristra feroz de agresiones verbales. Después, decidió no irse, quedarse rondando nuestra mesa, insultándote porque sí, generando una tensión dolorosa en los alrededores. Hasta que te levantaste y te enfrentaste a él. Cuando la cosa parecía que iba a ir a más, que iba a llegar a tocarte, me levanté y me uní a ti. Me apartaste muy seria.
“No, no me ayudes nunca, no vuelvas a hacerlo, porque yo no necesito tu ayuda”, me explicaste después de espantarlo. “Yo tengo mucha fuerza y también entrenamiento. De una hostia, puedo mandar a ese tío al suelo a 20 metros. Si tú me ayudas, me haces menor, me mermas. No necesito ayuda”. Después, mirando a mi adolescente, añadiste: “A mí me insultan mucho, me insultan siempre en todas partes. Me insultan por existir”. Efectivamente, te insultaban por andar en la calle, por coger el transporte público, te insultaban los taxistas y los transeúntes, por tomarte una caña en una terraza, por asomar la cabeza. “Me insultan por el mero hecho de ser”. Resultaba insoportable.
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Así que, ante eso, decidiste ser más, ser siempre, ser mucho y en todas partes. Decidiste ser lo contrario de taparse, de esconderse, sobre todo, lo contrario de callarse. Algunas veces hemos comentado nuestra lucha enconada contra el silencio, hombro con hombro, señaladas. También cómo confunden esa forma de poner el cuerpo y el relato y la llaman exhibicionismo. Cómo no quieren entender (o cómo callan) que era el tuyo un gesto político.
Desde aquel día en el Teatro del Barrio con las “apóstolas”, son incontables las mareas y tormentas que han removido mi fondo. Hemos pasado épocas durísimas, querida mía, en lo íntimo, lo común y lo público, desde aquellas mascarillas. Y cada vez que uno de esos golpes parecía tumbarme, señalarme la herida, del fondo emergía tu gesto en pelotas: “Somos así... y no tenemos la culpa”.
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Muchísimas gracias, cuerpo. De todo corazón.
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