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Opinión · Posibilidad de un nido

Un nuevo relato sobre Alice Munro y sobre todas nosotras

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Alice Munro en una imagen de archivo

La mujer se llama Andrea Robin Skinner y tenía solo nueve años cuando su padrastro se le metió en la cama y la violó. La primera vez, porque las agresiones sexuales se convirtieron en algo habitual. Ella estaba pasando unos días en casa de su madre y la pareja de ésta, Gerald Fremlin. “Yo estaba dormida y me agredió sexualmente. Tenía nueve años. Era una niña feliz y curiosa”, contó el pasado domingo en el periódico Toronto Star. Podría ser un relato más, uno de los millones de testimonios que, tras la aparición del #MeToo, han llenado sobre todo las redes sociales, y también algunos medios de comunicación. Podría, pero no lo es, porque Andrea Robin Skinner es hija de la celebradísima escritora canadiense y premio Nobel Alice Munro.

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Aquel verano, cuando regresó a la casa paterna, se lo contó a su hermano, quien le insistió en que se lo explicara a su madrastra, y así fue cómo se enteró su padre, Jim Munro. No sabemos nada de lo que pensó o sintió el padre en ese momento o en los días, meses y años posteriores, pero lo cierto es que no habló con su exmujer, Alice Munro, sobre el asunto. Y lo que es peor, siguió enviando a su hija Andrea a pasar temporadas a la casa donde la esperaba el agresor, un depredador pederasta, por lo que se deduce de las denuncias de otras familias.

El desamparo en los casos de violencia sexual en la infancia es habitual y convierte tu vida, tu futuro, tu sexualidad, tu relación con el mundo en un infierno. En el caso de Andrea Robin Skinner, los trastornos alimenticios y las migrañas fueron el principio. Aquella criatura de 9 años, aquella Andrea niña, sacó fuerzas y valor para narrar lo que le habían hecho y ninguno de los adultos que lo supo entonces la protegió.

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Cuando finalmente consiguió hablar con su madre, tenía 25 años, y ésta no solo tampoco la protegió, sino que siguió viviendo con el agresor hasta que éste murió en 2013. “Siempre insistió en que lo que sucedió era algo entre mi padre y yo. Ella no tenía nada que ver”, relata la hija. Un agresor, dicho sea de paso, que cumplió una condena de un par de años, después de que ella lo denunciara en 2005, algo que tampoco consiguió alejar a Alice Munro del hombre. Andrea tuvo que tener dos hijos para romper definitivamente la relación con su madre. El miedo sobre la carne de sus criaturas pudo más que su propia experiencia. No es nuevo.

La violencia sexual contra la infancia se da en la familia, y de eso, aún hoy, no se habla. Es la costumbre, la norma en nuestra sociedad. La falta de amparo a las criaturas está cosida con sedal de silencio. “Yo he tenido recientemente tres juicios en los que la superviviente de agresión sexual era menor y no tenía apoyo de la madre. En uno de ellos, la menor tenía un padre que no era el agresor, que era la pareja de la madre. En otro, no. No se me va a olvidar nunca su desamparo” relata Victoria Rosell, ex delegada del Gobierno para la Violencia de Género. “Denuncia por ti una institución (al menos eso funcionó), y tu madre declara en defensa del padre. En el tercero era igual, pero con madre discapacitada. En este puse cambio de apellidos y la prohibición al padre de decir que el relato de la hija era falso, para intentar repararla un poco”. Y concluye: “Es devastador. Y son muchísimos casos”.

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Sin embargo, me interesa detenerme en la noticia que siguió a la denuncia de la hija de Munro el pasado domingo, apenas dos meses después del fallecimiento de la escritora. El biógrafo de Alice Munro, Robert Thacker, admitió al día siguiente que él se enteró de los abusos, y que la autora también lo sabía, antes de publicar su biografía, Alice Munro: Writing Her Lives (Alice Munro: Escribiendo sus vidas). Lo sabía desde 2005. Sin embargo, no consideró necesario hacer nada al respecto, ni desde luego incluirlo en la biografía de la premio Nobel. “Yo lo veía como un asunto familiar privado”, ha argumentado. Y ha añadido que incluso llegó a recibir una llamada de la hija antes de que el libro saliera a la luz, que cree que quería que incluyera las violaciones, pero el libro ya estaba terminado.

Y ahí habría quedado todo si no fuera por la voz y la valentía de Andrea Robin Skinner, la que con 9 años se lo contó su familia paterna, y no sucedió nada; la que con 25 se lo contó a su madre, y no sucedió nada; la que en 2005 denunció a su padrastro ante la policía y no consiguió que su madre reaccionara, pese al juicio y posterior condena; la que el domingo pasado publicó su texto en el periódico Toronto Star y ha conseguido sacudir a toda la comunidad literaria y editorial, sí, pero  también a la sociedad en general.

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¿Qué ha cambiado desde que el biógrafo de Alice Munro silenció este episodio, desde luego central en la vida de la escritora, y la semana pasada? La voz de las mujeres, eso ha cambiado. Es el relato de las mujeres, un nuevo relato de esto que llamamos “realidad” y no es sino una construcción de lo que somos narrada por otros. Pienso en los grandes popes de la Cultura, de la política, de la Ciencia, en Picasso y en Einstein, en reyes, cantantes, artistas, prohombres cuyas biografías empiezan a completarse con la nueva mirada que nace tras el #YoSíTeCreo.

Porque somos las mujeres quienes hemos tomado la voz, y con la voz, un nuevo relato de lo que llamamos “realidad”, del cual habíamos sido excluidas durante toda la historia de la humanidad. ¡Y qué importante es esto, qué radicalmente transformador! Todo cambio radical —que viene de raíz— en el relato de una época supone una revolución. Cuánto más cuando este relato es el de la mitad de la población. Poco a poco, en nuestros relatos aparece cada vez con más frecuencia el inicio de las agresiones sexuales, poco a poco las mujeres se animan a recodar y narrar esa primera vez. Y esa primera vez está en la infancia o la adolescencia. Será doloroso recordarlo, será doloroso narrarlo, tratarán de imponernos el silencio, pero solo haciéndonos cargo de la violencia sexual que sucedió cuando éramos niñas y compartiéndola, la convertiremos en lo que es, una vivencia común que está exigiendo su relato colectivo. Le duela a quien le duela, la historia ya es otra.

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