Opinión · Posibilidad de un nido
En el nombre de la madre, y de la hija
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Uno de los tópicos a los que menos crédito se da, o los que menos atención se presta, es el que se refiere a lo que una aprende de sus criaturas. Creo que, desde que soy madre, de nadie he aprendido tanto como de mi hija y mi hijo. He aprendido mucho, muchísimo, con mis amigas, con mis lecturas, con el pensamiento colectivo, por supuesto, pero sobre todo he aprendido de ellos. Se trata de un aprendizaje en lo íntimo, sobre mí misma. Son un espejo a la vez brutal y tierno, muchas veces sin filtro; otras, con una compasión desconocida, alejada de la idea cristiana sobre tal punto en la que me eduqué.
Nuestros desayunos son momentos de arranque en los que el mundo de cada una vuelve a colocarse en su sitio, si es que ese sitio existe, y cada uno, cada una, aparece con sus temores, sus anhelos, sus frustraciones y sus pensamientos como si fueran nuevos. En casa se desayuna en la cocina. Tenemos la suerte de un espacio amplio con mesa de madera y cesto vegetal. Somos afortunadas en muchas otras cosas, pero esa nos brinda conversaciones insospechadas, charlas que proceden de los últimos retales deshilachados de la noche, o la proyección de lo que va a llegar. Mi hijo mayor ya no vive con nosotras. Mi hija, sí. A punto de cumplir los 16, su mundo no tiene nada que ver con el que yo tenía a su edad. Yo era una criaja en comparación, una bobalicona. Las adolescentes, ahora, saben muchísimas más cosas, han tenido que elegir, pensar, cuestionarse tantísimos asuntos que a mí no me asaltaron hasta que fui mucho mayor, ya fuera del hogar familiar. Mi hija ha pensado conmigo y con las mujeres que me acompañan. Se ha hartado de mí en incontables ocasiones, de mi intensidad, mis luchas, mis ausencias y mi omnipresencia. Pienso a menudo que convivir conmigo no debe de resultar fácil. Después, sí, están los amores, los besos, los abrazos tumbadas, las atenciones constantes.
Pero, sobre todo, está esa forma que tiene de mirar al mundo, tan particular, un paso más allá. Sucedió ayer sábado, por ejemplo. Ojeando los periódicos a primera hora de la mañana, me llamó la atención un titular de El País y lo leí en voz alta: ¿Por qué, si se puede, las mujeres no ponen a su hijo su apellido primero? Iba a empezar a lanzar mis típicas preguntas de desayuno, sin siquiera leer el artículo, cuando mi hija me interrumpió. "¿Sabes qué pasa, mamá?", preguntó sin esperar respuesta. "Que no existen, en realidad, apellidos de mujeres". La miré con curiosidad, pensando que iba a hablar sobre el género de los apellidos, de las palabras concretamente. "Yo podría ponerme tu apellido, claro, pero sería el apellido de un hombre, tu padre", razonó.
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Siempre me pasma esa capacidad para dar una vuelta más a lo que ya parecía cuestionado. Es una forma de llevarme la contraria, de discutir conmigo, pero hacia delante, sin retroceder. Una manera de enmendarme la plana en positivo que agradezco y aplaudo. Ayer, sentadas a la mesa del desayuno, estuve a punto de responderle algo sobre las genealogías del feminismo y zarandajas semejantes, pero me callé, y le dediqué una oración en silencio: En el nombre de la madre, y de la hija, y del espíritu de todas las que nos antecedieron. Amén.
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