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Opinión · Posos de anarquía

El harakiri ómicron

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Europa anda temerosa por la llegada de ómicron, variante del coronavirus de la que todavía no se tienen muchos datos. Como primera medida se han cerrado las fronteras con los países sudafricanos, que ven cómo se les recompensa de ese modo haber dado la voz temprana de alarma ante la nueva variante. Ómicron llega de allí, pero la generamos aquí, en Europa, en EEUU... donde se aplican terceras dosis de vacunas mientras en muchos países de África no se ha aplicado ni la primera. Nos hacemos el harakiri.

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Nadie puede decir que no se esperara la llegada de ómicron. Los expertos -y los que lo somos menos- venían advirtiendo que sucedería. Allá donde el coronavirus campa a sus anchas es más posible que evolucione con nuevas variantes. Si la media de vacunación en Europa ronda el 70%, en África apenas llega al 7%.

Hoy nadie habla del Pacto de de Roma, aquel pomposo anuncio del pasado mes de septiembre con el que la Unión Europa (UE) se comprometía a reforzar la vacunación en los países más desfavorecidos. Entonces ya hubo que entonar el mea culpa, porque el mecanismo COVAX (COVID-19 Vaccine Global Access Facility) era un fracaso: la UE tan solo había entregado un 6% de las dosis comprometidas. Hoy, en el cómputo global, sólo se ha entregado el 12% de lo comprometido, mientras se caducan cientos de miles de dosis en neveras europeas.

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"Pandemia global" es algo que sólo figura en los discursos y las noticias, pero no en los planes de acción. En ningún momento la expansión de la COVID-19 se ha abordado desde la óptica mundial, jamás se ha afrontado como un desafío para toda la humanidad. Los países más desarrollados se han limitado a tomar medidas dentro de sus fronteras, adecuándolas con las de otros países ricos para que sus economías no se vieran lastradas. Se calcula que sólo con lo que han pagado Pfizer, Janssen y AstraZeneca a sus accionistas se podría haber vacunado a 1.300 millones de personas.

Ahora, con ómicron, los errores se repiten. Sudáfrica, que a diferencia de lo que seguramente habría hecho alguno de los países ricos que ahora se blindan, advirtió de la nueva variante tan pronto como la detectó; ha recibido como recompensa por ello su aislamiento. Un aislamiento que, cuando hablamos de un virus como éste, es en realidad ficticio, puro placebo para dar a la población un impostada sensación de seguridad, mientras que se estigmatiza a África y se penaliza aún más su economía.

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La escasa humanidad de la UE ya no sorprende; siempre que ésta se pone a prueba, como ha sucedido con la población refugiada que llama a las puertas de Europa, suspende. Asistir ahora cómo pesa más el normal desarrollo consumista de las próximas Navidades que el control de la pandemia en los países más desfavorecidos es descorazonador y, además, estúpido, porque termina teniendo consecuencias en la misma población europea con la llegada  de nuevas variantes. Dado que la empatía y la solidaridad humanitaria brillan por su ausencia en la UE, al menos debería corregir su conducta por una mera cuestión de pragmatismo egoísta: urge que deje de aplicarse harakiris.

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