Opinión · Posos de anarquía
Invisibilizamos la pobreza (y la cronificamos)
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Hace apenas unos días conocíamos el dato de la mano de Oxfam Intermón: mientras los diez hombres más ricos del mundo han duplicado su fortuna en los dos últimos años de pandemia, el 99% de la población mundial ha visto cómo sus ingresos han empeorado. Ayer, esta cruda realidad volvía a cobrar forma en nuestro país a través del informe de la Fundación FOESSA, que alerta del riesgo de cronificación de la pobreza severa, que ya amenaza a cuatro de cada diez personas. Esta situación no podría darse sin la participación de toda la sociedad, que cada vez más normaliza la pobreza, hasta el punto de invisibilizarla.
En 2017 la RAE decidió incluir en el diccionario la palabra "aporofobia". La repugnancia, ese temor obsesivo a la pobreza y las personas pobres ya tenía su etiqueta. Sin embargo, hay algo peor que esa fobia hacia las personas más desfavorecidas y es su invisibilización.
Recientemente, en una conversación de bar con amigos, uno de ellos aseguraba con rotundidad que la pandemia no había sido tan mala en términos de pobreza, que la crisis económica se había visto mitigada con la puesta en marcha de los ERTEs y las ayudas del Estado. Aquella reflexión sonó en mi cabeza como quien se pone chubasquero en mitad del Sáhara; sencillamente, parecía tan absurda como alejada de la realidad.
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Una lectura más profunda conduce a una conclusión todavía más descorazonadora: esa persona ni siquiera es consciente del avance de la miseria en nuestro país. La causa de ese desconocimiento, más allá de una dejadez por informarse, es fruto de cómo el sistema contribuye a esa invisibilización. ¿Cómo explicar si no que uno no perciba que el porcentaje de población en situación de carencia material severa haya aumentado casi un 50%?
Once millones de personas en España se encuentran en situación de exclusión social severa y quienes no lo están, lo ignoran. El sistema se ha encargado de ello, expulsando los casos más graves a los guetos periféricos de las grandes urbes, los mismos que perpetúan las Administraciones haciendo llegar menos servicios públicos, como el transporte o, incluso, la policía. Es la cara más oscura de esa invisibilidad, que va mucho más allá de estadísticas tan terribles como que el 1% de la población en España concentra casi la cuarta parte de la riqueza del país.
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Los casos que, aún siendo críticos, se escapan del sinhogarismo, se enmascaran con la precariedad laboral, que en pandemia también se ha disparado. Trabajar ya no es sinónimo de prosperidad, ni tan siquiera de ese estado de 'ir tirando' al que cientos de miles de familias tan solo aspiran. Sin embargo, como sucedió en aquel bar hace unos días, la mayor parte de las personas no es consciente de los once millones de personas en pobreza severa que viven en España. Y esa invisibilización de la pobreza es el mayor riesgo de su cronificación.
Ayer mismo, sin ir más lejos, conocíamos también cómo las mentiras del que fuera ministro de Economía con Mariano Rajoy, Luis de Guindos, hoy vicepresidente del Banco Central Europeo, volvían a lastrar el bienestar de España. Si jamás recuperamos, como él dijo que haríamos, los 60.000 millones del rescate bancario, de esas mismas entidades que a medida que se embolsaban dinero cerraron el grifo de los créditos hundiendo a miles de autónomos, ayer se nos pasó la factura de la Sareb.
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El bautizado como "banco malo" que asumió todos los activos inmobiliarios tóxicos de las entidades bancarias para ser saneadas, ese que De Guindos aseguró que no le costaría un euro al erario público pasa a depender del Estado, asumiendo su deuda de 35.000 millones de euros. ¿Qué tiene que ver esto con la pobreza? Mucho, porque una de las opciones que ayer se pusieron encima de la mesa fue la de reconvertir esos inmuebles en vivienda social, dado el enorme déficit de ésta en nuestro país.
Sin embargo, ¿qué tipo de inmuebles quedan en la Sareb? Sencillo, los que nadie quiere, porque los más atractivos son los primeros que los fondos buitre se llevaron a precio de saldo para después hacerse de oro especulando con ellos. Dicho de otro modo, reconvertir esos activos tóxicos en vivienda social no hará más que contribuir a la invisibilización de la pobreza.
La desigualdad avanza de un modo cada vez más alarmante, anulando nuestra capacidad de percepción, nuestra empatía, nuestra mínima inquietud por conocer qué historias hay detrás de quienes engrosan esas colas del hambre que vemos a lo lejos con la misma naturalidad que si se tratara de la Fiesta del Cine con entradas a 3 euros. Y no lo es, aunque sea un auténtico drama.
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