Opinión · Punto de Fisión
El bello Arturo
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Arturo Fernández es un actor que siempre ha bordado el papel de tonto del culo sin esforzarse mucho, pero últimamente el papel lo está avasallando y copando a jornada completa. Las tablas del teatro se le han quedado pequeñas, igual que las meninges, a la hora de mostrar a ese botarate hispánico de pura raza que dice “pero chatina, chatina” mientras se tira de los puños de la camisa, único gesto dramático aprendido en más de medio siglo de profesión.
Con sorprendente sinceridad, Arturo Fernández ha diagnosticado como feos sin remedio a quienes marchaban al frente de las manifestaciones, esa chusma desesperada, agobiada por el paro y los desahucios que no tiene el tino ni el buen gusto de acudir al teatro a aplaudirle junto a la gente guapa. En un país de grandes actores, casi todos feos y bajitos, Arturo Fernández tuvo la inmensa suerte de nacer alto y bello para que lo distinguiéramos inmediatamente de los otros, los auténticos (los José Luis López Vázquez, los Alfredo Landa, los Fernando Fernán Gómez), aunque no hacía falta que la genética se esmerase tanto con el chasis y descuidase el interior hasta la indigencia: ya sabíamos que aquel galán irresistible era exactamente ese tipo del chiste que permanece siempre acodado en la barra, tomando whiskis con la boca cerrada a cal y canto para no decir algo y cagarla.
Los directores le regalan escenas a Arturo Fernández por la misma razón que plantan un perchero en el salón, porque queda chulo ahí plantado, no estorba a la cámara y presta ambiente al decorado. El único problema es que los demás actores no tropiecen con él cuando le da por estirarse las mangas. Los guionistas ya saben que no hay que darle muchas frases ni tampoco muy difíciles, nada de discursos ni monólogos: con “pero chatina, chatina”, Arturo ya tiene bastante. Nos lo imaginamos estudiando su diálogo concienzudamente, repitiendo toda la noche “pero chatina, chatina” mientras perfecciona sus mejores muecas de seductor ante el espejo, peinándose las canas y admirando su belleza geriátrica. Un poco menos guapo y nace rubia de bote.
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“La gente guapa siempre funciona” dice Arturo Fernández, y lo dice en el plató de una televisión que parece La parada de los monstruos y haciendo el elogio de un ejecutivo que, de Mariano a Soraya y de Montoro a Wert, ha desbancado a la familia Addams sin necesidad de maquillaje. Como Dios siempre supo hacer un casting, la misma semana que suelta una chorrada fuera del guión, va y hace mutis Tony Leblanc, un actor de pura raza, un cómico nato que era además un prodigio de humanidad e inteligencia dentro y fuera de las tablas, vamos, la antimateria de Arturo Fernández. Será para que echemos más de menos a Tony o para que echemos de más a Arturo, esa apoteosis viviente de la caspa, ese hermoso perchero que callado aún está más guapo.
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