Opinión · Punto de Fisión
Cocinando encuestas
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Le pregunté el otro día a Abraham García, el mago de Viridiana, si había probado alguna vez una encuesta y me respondió que no, que lo más exótico que él se había comido en su vida era una paella en su punto. “No estoy seguro de si una encuesta se podrá comer, pero tragar, se traga seguro. Hoy en día la gente se traga lo que sea, no hay más que ver lo que echan por el telediario”. En cualquier caso, me aseguró que las encuestas en caliente y poco hechas. “Si se pasan demasiado, entonces mejor llamar a TelePizza”.
Los grandes maestros de la gastronomía saben que el suyo es un trabajo de resurrección: como dice Agustín Fernández Mallo, la cocina es el misterio por el cual uno recoge objetos fríos y muertos, y luego trata de revivirlos mediante el fuego. No es nada fácil obtener el punto exacto de cocción, ese equilibrio entre lo crudo y lo cocido. El CIS, que no es un restaurante cuyo nombre anime mucho al apetito, se asustó ante el fuerte olor a setas que despedían las primeras estadísticas y se metió dos o tres días en el laboratorio para ver si podía presentar el mismo menú de siempre. De primero, derecha, de segundo, derecha; y de postre, codillo. Lo lograron, aunque a costa de perder el sabor, igual que en aquel restaurante madrileño del que mi amigo, el escritor Antonio Polo dice que las croquetas saben a Varón Dandy.
Podemos es un hongo callejero que ha entrado paso a paso hasta la cocina. En apenas unos meses, una formación política que era poco más que un botellón sin fecha de caducidad ha desmontado el rancio panorama del bipartidismo en España. Me ha dado por acordarme de esos analistas y analistos que se quejaban del 15-M porque no podían ir a comprar a su zapatería favorita. Los pobres se descojonaban de las asambleas de indignados y de los pelanas que las dirigían llamándolos “universitarios” e “intelectuales”, insultos típicamente tertulianos. Ellos (y ellas) también estarán acordándose ahora mismo de esos zafarranchos televisivos donde exigían que los pelanas salieran de la calle y organizaran un partido político o una partida de mus, si podían. El que más se debe estar riendo fue el genio al que se le ocurrió llevar a Pablo Iglesias a una de esas reuniones nocturnas de tupperware para usarlo de punching-ball ideológico, porque a Carmona y a Encinas ya los tenían muy maltratados. “No sé yo si el Coletas éste va a dar mucho juego” pensaría el hombre. “Les diré a las nenas que no lo estropeen mucho con la paliza, que tiene que durarnos un rato”. Habría que darle un tarot y una bata de adivino.
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Dicen que detrás de esa hábil maniobra de distracción se encontraba Arriola, el mago de Oz del PP, el asesor que mueve los hilos del guiñol desde los tiempos de Jose Mari y al que, contra todo pronóstico, se le ha escapado una marioneta. Según los rumores, la estrategia era eliminar lo poco que quedaba del PSOE de Rubalcaba dividiendo más aun a la izquierda con una herejía de novatos. Quién pensaría que los pelanas universitarios iban a amenazar con tomar la Bastilla diputado a diputado. En cualquier caso a Arriola le queda un as en la manga: suponer que las encuestas todavía están poco hechas. Al fin y al cabo, ningún encuestado suele revelar en crudo su intención de votar al PP, a menos que viva en Génova, viaje en coche oficial, cobre en sobres y se llame Mariano. La derecha tiene un montón de votantes durmientes que ni en sueños revelarán sus verdaderas intenciones, así los entrevisten con la cara tapada. Sólo se lo confesarían a sí mismos a solas, en una cabina electoral o en el retrete, que es un sitio muy parecido. En plena calle podría oírles alguien y eso, la verdad, da mucho asco.
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