Opinión · Punto de Fisión
Una visita a la banca
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Un día, hace unos meses, recibí una llamada de La Caixa en la que el operario me ofrecía una tarjeta gratuita si abría una cuenta de autónomos. Como soy bastante torpe en asuntos de dinero, tardé bastante en llegar al meollo del asunto.
-Espera, espera un momento. ¿Quieres decir que las tarjetas que tengo con vosotros no son gratuitas?
-No, señor. Tienen unos gastos.
-¿Y esos gastos a qué se deben? ¿Están bañadas en oro? ¿Se desgasta el lector de los cajeros automáticos cuando las paso?
No supo responderme, claro está, porque resulta prácticamente imposible descifrar el misterio de estas prácticas comerciales. Aparte de la codicia brutal, la estupidez congénita y la teoría del anzuelo, no hay forma humana de explicarse cómo a un cliente nuevo le ofrecen una tarjeta gratuita, mientras se sigue exprimiendo al antiguo como si fuese una vaca ciega y sorda. Es como si a un comensal que fuese todos los días a comer al mismo restaurante, le ofreciesen mierda y le cobrasen el doble, mientras que a un recién llegado, la casa le invitase al vino y al postre.
Aun así, como soy algo obcecado, fui hasta mi oficina en la calle Fernández de los Ríos a ver si alguien lograba aclararme el embrollo. Pero no había ningún embrollo, qué va, para conseguir una tarjeta gratuita tenía que abrir una cuenta de autónomo. Era un quid pro quo, como el que le ofrece Hannibal Lecter a Clarice en El silencio de los corderos. No valía de nada que yo ya llevara dos décadas en el banco con una cuenta de ahorros, un seguro de casa, un plan de ahorro, una hipoteca y que hubiera contratado diversos depósitos. De hecho, toda esta actividad era contraproducente: cuantos más productos tengas en La Caixa por más gilipollas te toman. Cuando le comenté mi extrañeza ante esta paradoja, la mujer que me atendía soltó una risa no sé si histérica o nerviosa. Afortunadamente, no me cobraron ninguna comisión por la consulta.
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Entonces pensé que lo mejor sería cambiar de oficina, teniendo en cuenta además que hacía tiempo que residía en otro distrito. En mi ingenuidad tampoco había caído yo en la cuenta de la dificultad de este simple traslado de papeles. De hecho, cuando hablé con una señorita de una nueva sucursal en la calle Toledo, me comentó que se trataba de una operación prácticamente imposible, que tenía que hablar con mi oficina y luego mi solicitud debería ser aprobada por un inspector de zona.
-Es que no quiero volver a mi oficina, señorita. He perdido por completo la confianza en mi oficina. No sé si lo comprende.
-Lo comprendo pero no puedo ayudarle.
-Bien, ¿podría darme los detalles de mis cuentas bancarias? Estoy pensando seriamente en cambiar de banco. Irme a ING Direct o a la Banca Vaticana.
-No se lo recomiendo. Pero aun así yo no puedo proporcionarle los detalles. Tiene que volver por su oficina para esa clase de detalles.
No quiero pecar de optimista pero parece considerablemente más sencillo cambiar de banco que de sucursal. Así que tendré que esperar a que pase la ola de calor para volver otra vez a que se rían en mi cara. He intentado meter algún chiste de mi propia cosecha, pero no sabría cómo superarlo.
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