Opinión · Punto de Fisión
Donald Gilito Trump
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Desde que resucitara después de una supuesta defunción virtual, Donald Trump no deja de generar titulares. Está cada día más vivo, no sólo él sino su peinado, tan vivo que cualquier día le solicita el divorcio (lo mismo que esas modelos despampanantes con las que se casa) y se va a Florida a montar una granja de castores con lo que le saque en los tribunales. Trump es un hombre sin pelos en la lengua porque se los ha trasplantado todos en la frente, un dedo más arriba de las cejas. Esa extravagancia capilar, aliada a una fortuna consistente en una barbaridad de ceros, le permite soltar lo segundo que se le pasa por la cabeza. Lo segundo, porque lo primero es ese engendro entre una mofeta muerta y una panocha que tiene que domesticar a manotazos cada mañana.
Cualquier otro que se atreviera a llevar semejante cojín sobre los hombros tendría barra libre en el diccionario, pero el estatuto de muchimillonario de Donald Trump prescribe para los periodistas el uso del adjetivo “excéntrico”. Da mucho miedo pensar lo que habrá debajo de una cabeza capaz de salir así a la calle, aunque The Donald (como le llamaba una de sus ex esposas) ya da suficientes pistas. “Parte de la belleza que hay en mí es que soy muy rico” dijo con explosiva sinceridad. Muchas mujeres no estarían de acuerdo, empezando por las suyas, que sabían de sobra antes de la boda que hay hombres cuya belleza reside en su totalidad en el interior de la cuenta corriente.
Gracias a su billetaje y su bocaza, Trump está haciendo una carrera por la candidatura oficial del Partido Republicano paralela a la popularidad de Kim Kardashian: cuanto más grande y más atrás está el cacho de carne que ofrece, más seguidores tiene. El cruce del Rubicón en sus meteduras de pata fue cuando dijo que los emigrantes mexicanos eran todos ellos traficantes, delincuentes y violadores, para añadir, no sin cierto retintín, “algunos son buena gente, supongo”. Ante una muestra de racismo tan contundente y explícita poco pueden hacer sus adversarios. Dos de ellos intentaron emularlo dedicándose a destrozar a hachazos y a llamaradas teléfonos móviles y legislaciones fiscales, pero Trump ataca derecho al centro de la conciencia estadounidense, ese montón de fruslerías que asegura que todos los hombres nacen libres e iguales y que nunca fue más que papel mojado.
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Trump le acaba de plantar una demanda por diez millones de dólares al chef español José Andrés, que se negó a trabajar en su restaurante de lujo en Washington D. C. después de oír las declaraciones del millonario sobre los emigrantes mexicanos. Sus abogados alegan que las opiniones racistas e impresentables de su defendido son del dominio público y que él no hace nada por ocultarlas, lo mismo que su pelo. Con un Tío Gilito al frente del imperio la cosa no iba a mejorar mucho en política internacional, salvo en lo tocante al ejercicio de la hipocresía. Hay mucha polémica acerca de cuáles son las dos palabras más hermosas del idioma; según la mayoría, son “Te quiero”; según Woody Allen, son “Es benigno”; según Donald Trump, son “Estás despedido”. “Hay mucha belleza en esas palabras. Son muy sucintas. Una vez que las dices, ya no queda más que decir”, añadió con su retórica despellejada. No se entiende por qué le molesta tanto ahora que un cocinero se las haya dicho a él.
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