Opinión · Punto de Fisión
Crónica negra de verano
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Llevo todo el verano esquivando en esta página esas noticias sobre asesinatos, feminicidios e infanticidios. No sólo por el respeto que me causan tales tragedias sino por la imposibilidad de decir nada mínimamente sensato, coherente o revelador, algo que vaya más allá de los lugares comunes del espanto y el luto. Hace años escribí un libro sobre siete criminales españoles que incluía al Mataviejas, al Matamendigos, a la Envenenadora de Mellilla y a Nannysex. Me echaron una mano varios profesionales y colegas, pero lo que más me ayudó, sobre todo, fue la lejanía de los hechos, el trabajo previo de los periodistas que habían abierto el camino. La crónica de sucesos es el quirófano del periodismo, un lugar donde cada adjetivo va a vida o muerte. Pero salvo escasas excepciones, escribir sobre crímenes cuya sangre todavía no está seca unas líneas que vayan más allá de la nota informativa se parece bastante a la crónica taurina: adornar con metáforas una matanza.
Truman Capote necesitó seis años para sacar adelante la investigación y los detalles de A sangre fría, su monumental disección de la masacre de una familia a manos de dos asesinos primerizos. Se implicó tanto en sus entrevistas con uno de ellos que supo que no podría poner punto final al libro hasta el día en que los ajusticiaran; por eso el título no se refiere únicamente al crimen, sino a la escritura gélida e impávida que sobrevuela los hechos a vista de ángel. Es casi el único torreón desde el que contemplar los hechos, como cuando Dostoievski detiene un instante la caída del hacha para describir pausadamente el peinado de la vieja usurera en Crimen y castigo.
La gran literatura -a menudo, también la pequeña y la mediana- se ha nutrido del crimen para ahondar en el misterio de la naturaleza humana. De Eurípides a Shakespeare, de Poe a De Quincey, muchos grandes escritores se sintieron fascinados por el pecado de Caín, que manchó las primeras páginas de la Biblia con la sangre de su hermano. No obstante, muy pocos lo sintieron tan cerca como Anthony Burgess, quien en 1944 sufrió un asalto por parte de cuatro marines estadounidenses que acabaron violando a su esposa. La agresión permaneció incrustada en su memoria durante casi dos décadas hasta que emergió en 1962 con la publicación de La naranja mecánica.
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Hay muchas cosas alucinantes en ese libro (que inspiró la película homónima de Stanley Kubrick), pero quizá la mayor de todas sea el cambio de óptica que imprimió Burgess para intentar acceder a la mente de un criminal, forzando una perspectiva cómica y transformando el incidente de la violación en una mera anécdota. Eligió el punto de vista del criminal en lugar del de la víctima no por comodidad narrativa, al contrario, sino para subrayar los abismos y complejidades de cualquier elección moral. Más que nunca, en medio de un linchamiento mediático en que se vuelve a clamar por la pena de muerte o la cadena perpetua para el asesino, el libro de Burgess nos recuerda que el mal es el precio que pagamos a cambio de la libertad, una lección teológica que alcanza el rango de blasfemia en el final incomparable de Poderes terrenales. Faulkner demostró que Popeye podía seguir violando sin necesidad de sexo, sólo con la ayuda de una mazorca de maíz, y Burgess que un hombre sin capacidad de decisión, reducido como Alex a un pelele pacífico gracias al método Ludovico, ya no sería un hombre sino un juguete averiado, una naranja mecánica.
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