Opinión · Punto de Fisión
La hora de Bill Cosby
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A Bill Cosby muchos lo recuerdan como un cómico divertido y un padrazo ideal; yo lo recuerdo, junto a Torrebruno, María Luisa Seco y Steve Urkel, como uno de esos pelmazos que me jodió la niñez. Phylicia Rashad, su compañera en la ficción, lo ve como "un genio, un hombre maravilloso que aportó una nueva visión de la población negra y su cultura". Al lado de un kamikaze de los escenarios como Richard Pryor (que hacía sentirse incómodo a cualquier blanco sentado a tres kilómetros a la redonda), Cosby más bien resulta un complaciente y domesticado Tío Tom. Una opinión bien distinta tienen de él las cuarenta mujeres que lo han acusado, una detrás de otra, de abusos sexuales y violación.
Aunque los delitos se remontan en algunas ocasiones a tres décadas atrás, Elizabeth Mc Hugh, una juez de Pennsylvania, ha decidido que hay pruebas suficientes para sostener la acusación. Cosby confesó que había drogado al menos a dos adolescentes antes de acostarse con ellas. Sin embargo, cuando se siente en el banquillo, la juez tendrá enfrente no sólo una vieja celebridad televisiva acusado de violación sino, antes que nada, un negro. No estará juzgando únicamente a un perfecto padre de familia en la ficción televisiva sino al representante de una etnia sojuzgada y maltratada durante siglos.
El precedente más inmediato del espectáculo jurídico que se avecina se remonta más de veinte años atrás, cuando el célebre atleta y actor afroamericano O. J. Simpson fue absuelto contra todo pronóstico de un doble asesinato en un circo mediático donde la defensa tomó a Simpson como símbolo de la injusticia racial en un proceso penal repleto de irregularidades y fallos. Al respecto de la polémica sentencia, James Ellroy escribió: "O. J. Simpson habrá transcendido verdaderamente la raza en el momento en que blancos y negros se unan y lo reconozcan como el cobarde pedazo de mierda que quizá, o quiza no, ha asesinado a dos personas inocentes". Finalmente, en 1997, un tribunal civil declaró culpable a Simpson, quien tuvo que abonar más de 33 millones de dólares por el doble homicidio. Apenas una decada después fue arrestado, juzgado y condenado a prisión por robo y secuestro.
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Hasta cierto punto es lógico que la justicia norteamericana se ponga nerviosa ante acusados tan molestos como O. J. Simpson o Bill Cosby. No son los típicos negros pobres y anónimos que engrosan a diario las estadísticas de la violencia policial y emborronan con un solo color el sistema penitenciario estadounidense. Son, como bien arguyó el abogado de Simpson, mascarones de proa, símbolos vivientes de un país que fabricó un imperio sobre las cadenas de la esclavitud, el sufrimiento, el oprobio y el genocidio de millones de inocentes.
Sin embargo, convendría no olvidar que lo que se está juzgando aquí no es una cuestión racial ni una afrenta histórica sino un delito de violación: los abusos cometidos por un hombre hecho y derecho a varias docenas de jóvenes y menores de edad. El color de la piel poco debe importar aquí, ni en un sentido ni en otro. A menos que la jueza reaccione como aquella amiga que me contó que, una noche, en la mitad de un viaje de autobús, se despertó al sentir una mano que le acariciaba los muslos. Rabiosa y ultrajada, fue a protestar a su desconocido compañero de asiento cuando vio algo que la frenó en seco. ¿Cómo iba a denunciarlo, si era negro?
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