Opinión · Punto de Fisión
Bobby Fischer, caballo loco
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Durante la Guerra Fría hubo dos batallas en que la temperatura estuvo a punto de romper los termómetros: la crisis de los misiles en Cuba en 1962 y el campeonato mundial de ajedrez de Reikiavik diez años después, donde los soviéticos perdieron por primera vez la hegemonía en los tableros ante un insolente genio de Chicago. Bobby Fischer derrotó a Boris Spassky en un encuentro tan dramático y emocionante que por unas semanas el ajedrez eclipsó a cualquier otro acontecimiento del deporte, la política o el cine. La capital islandesa se convirtió de repente en el centro del mundo y la historia al completo se suspendió, pendiente de las endiabladas escaramuzas de alfiles, reinas, torres, caballos, reyes y peones.
Si alguien quiere hacerse una idea de lo que sucedió en Reikiavik, lo mejor que puede hacer es no ir a ver El caso Fischer, la ridícula cinta que acaba de estrenarse en los cines españoles con dos años de retraso, y en su lugar leer alguno de los libros que relatan la epopeya. En concreto, yo recomiendo dos: Bobby Fischer se fue a la guerra, un magnífico reportaje de David Edmons y John Eldinow preciso hasta en los más mínimos detalles, y Campos de fuerza, el extraordinario análisis que George Steiner dedicó a aquel espléndido choque de trenes.
Era casi fatal que Hollywood banalizara a Fischer, convirtiéndolo en un bobo paranoico e insufrible, un avatar más de aquel Mozart pedorro que nos endilgaron en Amadeus. Poco o nada tiene que ver el verdadero Fischer con el pasmarote boquiabierto que Tobby MacGuire pasea ante las cámaras y otro tanto ocurre con su adversario, el caballeroso Boris Spassky, al que la película muestra como una estrella de rock con gafas negras, porte chulesco y guardaespaldas soviéticos sosteniéndole la toalla en una playa californiana. En ningún momento el espectador tiene la impresión de alcanzar a tocar la médula abismal del ajedrez, mucho menos de entender el calibre de la fenomenal hazaña que suponía vencer a un genio de la talla de Spassky enfrentándose, de paso, a la plana mayor del ajedrez soviético.
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Sin embargo, hay otra historia detrás de ese combate igual que una variante abierta en el desarrollo de una combinación imprevisible: la sombra de Bobby Fischer, el campeón invencible que se negó a defender su corona; el apestado que se alejó de los trofeos y las primeras planas; el vagabundo que fue detenido y torturado en una cárcel de Pasadena muchos años después sólo porque lo confundieron con un atracador; el hombre que dijo en una radio de Filipinas, tras los atentados del 11 de septiembre, que Estados Unidos se merecía que lo borraran del mapa por sus muchos pecados; el viejo campeón que regresó a Belgrado en 1992, saltándose el veto estadounidense por la guerra de Bosnia, para librar una reedición amistosa del match de veinte años atrás y cuya desobediencia le valió el exilio. Fischer fue, en muchos e incómodos sentidos, un disidente del american way of life, como lo fue Korchnoi del credo soviético, un perseguido al que no dejaron en paz y al que motejaron de loco por sus proclamas antisemitas del mismo modo que encerraron a Ezra Pound en un manicomio por sus coqueteos con Mussolini. Detenido en un aeropuerto japonés, Fischer estuvo a punto de acabar en una cárcel estadounidense si no hubiese sido porque Islandia le concedió la ciudadanía en agradecimiento por el tiempo en que la colocó en el centro de los mapas. Allí murió a los 64 años, uno por cada casilla del tablero, y allí descansa para siempre, en el cementerio de Selfoss, bajo un cielo épico entrecruzado de caballos.
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