Opinión · Punto de Fisión
Cómo hacer el tonto con una pandemia
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En la teleserie Chernobyl, plagada de momentos alucinantes, hay una secuencia aterradora en la que muchos vecinos de Pripyat acuden a un puente para ver el incendio de la central y reciben una hermosa lluvia radiactiva en la jeta. La escena me impresionó porque, años atrás, en la obertura de una novela mía centrada en la catástrofe de Chernobyl que lleva el mismo título que esta sección -Punto de fisión- un montón de gente sube a las terrazas más altas de la ciudad para contemplar el apocalipsis del reactor. Hay algo fascinante en el espectáculo de la destrucción, incluso en el de nuestra propia destrucción, que explica desde la danza de los mosquitos al ir a abrasarse en el holocausto de una bombilla a la belleza fulminante de un hongo atómico.
A menudo oímos que la ficción sirve para enfrentarnos con la realidad, pero por lo visto no, no sirve de nada. Quizá porque nadie escarmienta en catástrofe ajena este mismo fin de semana muchos españoles salían en masa a las playas y a la sierra a disfrutar del buen tiempo, a pesar de las advertencias y recomendaciones de los expertos para que permanecieran en sus casas y evitaran la propagación del coronavirus. Estaba pendiente de un hilo la proclamación del estado de alarma, con el consiguiente cierre de bares, discotecas y otros centros recreativos, así que otro ingente montón de ciudadanos decidía despedirse por todo lo alto con fiestas hogareñas y botellones caseros, dándole al bichito excelentes oportunidades de promoción. Me pregunto cuántos de los inconscientes que han ido a pasar el fin de semana a la Pedriza o a las playas de Levante habrán visto Chernobyl riéndose de la estupidez de los soviéticos que iban a contemplar los fuegos artificiales del infierno, aunque los vecinos de Pripyat, al contrario que ellos, no tenían ni la menor idea de la tontería que estaban haciendo.
Entre ellos, de los primeros en dar ejemplo, desfilaron rumbo a Marbella José María Aznar y señora, demostrando que a ellos nadie les va a decir las copas de vino que tienen o no tienen que beber cuando van al volante. No se puede afirmar que Pedro Sánchez haya tenido muchos reflejos a la hora de decretar el estado de alarma, pero no hay más que recordar las ocasiones en que la derecha ha estado al timón durante diversas crisis para hacerse una idea del bacalao en el que podíamos estar metidos ahora mismo con el PP o cualquiera de sus clones a los mandos. En efecto, basta rememorar las mentiras del 11-M, los hilillos del Prestige, el pifostio increíble de las víctimas del Yak 42, la repatriación de un sacerdote moribundo de ébola o la asombrosa gestión de la alcaldesa Ana Botella tras la tragedia del Madrid Arena, cuando fue a relajarse a un spa en Portugal con los cadáveres de cinco niñas todavía calientes.
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Tras una paciente y lucrativa labor de años de desmantelamiento de la sanidad pública en beneficio de la privada, el PP no tiene ahora la menor vergüenza en elogiar el trabajo de los profesionales y acusar al gobierno de no disponer de suficientes medios para afrontar la crisis. Cuando, sólo en la Comunidad de Madrid, la cueva de ladrones presidida por Aguirre logró la increíble proeza aritmética de construir once nuevos hospitales reduciendo más de 300 plazas útiles en total y con un sobrecoste por culpa de la privatización que se calcula en unos 3.500 millones de euros para los madrileños. Con tales cuentas en las alforjas, tampoco extraña mucho que un genio de los estudios como Pablo Casado acuse a Sánchez de “parapetarse en la ciencia”. No iba a parapetarse en Aravaca.
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