Opinión · Punto de Fisión
Es la salud, Boris Johnson
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Todos hemos sido Boris Johnson alguna vez, metemos la pata, nos emborrachamos de ego, hacemos el oso, decimos tonterías. Generalmente no es grave, se pasa solo, igual que una mala resaca, pero a veces el efecto Boris Johnson se prolonga más tiempo, días o semanas. A algunos pacientes les da más fuerte, enferman, chapotean en las charcas, pegan puñetazos en la barra del bar, eructan barbaridades en foros públicos. Incluso hay casos documentados que han culminado en la alcaldía de una capital, la presidencia de un partido político o el cargo de primer ministro. Por ejemplo, Boris Johnson, el ejemplo más vistoso que se conoce del síndrome de Boris Johnson, una enfermedad casi tan grave como el Covid-19 y para la que no hay cura conocida.
De hecho, lo que ha llevado a Boris Johnson a la unidad de cuidados intensivos del hospital Saint Thomas no ha sido exactamente el coronavirus sino un recrudecimiento del síndrome de Boris Johnson. En efecto, el premier británico estaba más que advertido de las consecuencias de seguir haciendo el Boris Johnson en lugar de mantener las precauciones necesarias para mantenerse a salvo del contagio. Sin embargo, en lugar de guardar la distancia de seguridad, evitar el contacto físico, lavarse con frecuencia las manos y usar mascarilla, tal como recomiendan los médicos, la OMS y el sentido común, Boris Johnson se empecinó en seguir siendo Boris Johnson a tiempo completo.
En una rueda de prensa que concedió el pasado 3 de marzo, cuando una periodista le preguntó si iba a seguir saludando a los dignatarios que acudieran a Downing Street, Boris Johnson se rió al más puro estilo Boris Johnson y dijo que él estaba dando la mano a todo el mundo, que había ido un hospital la otra noche, que había entrado en una sala de pacientes con coronavirus y que les había estrechado la mano a todos. Y que además pensaba seguir haciéndolo. La verdad, no es una actitud muy distinta a la de esos influencers descerebrados que juegan al reto de lamer tazas de retrete o latas en los supermercados. El problema de los Boris Johnson de este mundo es que no se quedan quietos y vete a saber cuántas personas más ha infectado Boris Johnson desde que el coronavirus decidió quedarse a prosperar a costa de su sistema respiratorio. De momento, la reina madre está enclaustrada en Windsor, con el príncipe Carlos y uno de sus guardaespaldas contagiados, después de que mantuviera una audiencia con el primer ministro a mediados de marzo.
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Al principio de todo este pollo, Boris Johnson decidió anteponer la economía a la salud y no tomar ninguna medida para frenar la expansión del virus en el Reino Unido, incluida su bocaza, permitiendo que la mano invisible del libre mercado regulara el flujo de ataúdes según la teoría neoliberal. Al igual que Trump, Bolsonaro y otros lumbreras, Boris Johnson asumía que unas decenas de miles de muertes eran inevitables -siempre que la muerte no fuese la suya-, puesto que el deber de los dirigentes políticos es salvaguardar la economía “de cara a los que sobrevivan”. Con su hospitalización, la metáfora le ha quedado redonda. Mira que habremos visto veces Tiburón y ese momento mítico en que el alcalde quiere ocultar a la gente la noticia del escualo asesino, no se les vaya a vaciar la playa de turistas y les joda la temporada veraniega. Pensamos que no había nadie tan imbécil para repetir el desafío, pero ahí estaba Boris Johnson, más Boris Johnson que nunca, chapoteando en la charca y esperando el mordisco del coronavirus. Es la salud, estúpido.
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