Opinión · Punto de Fisión
Billy el Niño en su infamia
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Billy the Kid, el auténtico Billy el Niño, fue un forajido estadounidense al que se considera epítome del Lejano Oeste, vaquero, pistolero a sueldo y ladrón de caballos al que la leyenda achaca la muerte a tiros de veintiún hombres (“sin contar mejicanos”, dice Borges), entre los que estaban el sheriff William Brady y su ayudante en Lincoln, en venganza por el asesinato del ganadero John Tunstall, padre adoptivo de Billy. Probablemente no era tan rápido ni tan valiente como lo pintan en las películas, pero su breve biografía -a muerto contabilizado por año- resume como pocas el desparpajo y el coraje de los bandoleros que cabalgaban fuera de la ley, a uña de caballo por las tierras salvajes de la frontera. Sí, con toda seguridad Billy se parecía más a William Munny, el asesino de Sin perdón, de Clint Eastwood, con quien compartía prácticamente uno de sus pseudónimos, William H. Bonney, y que había llegado a viejo gracias a su sangre gélida y a una luctuosa buena suerte. Entre otros muchos homenajes, Aaron Copland le dedicó un ballet, Peckinpah un western terminal y Borges un relato de su Historia universal de la infamia, “El asesino desinteresado Bill Harrigan”.
El otro Billy el Niño, Juan Antonio González Pacheco, estaba muy orgulloso de que le hubieran puesto el mismo mote que al célebre pistolero del Lejano Oeste, aunque no compartía con él más que el aspecto desnutrido y la escasa estatura. “Practicaba el orgullo de ser blanco: era esmirriado, chúcaro y soez” escribe Borges en la única frase que puede aplicarse a ambos, ya que la bravura y la valentía legendarias del forajido distan años luz de la miseria y la bajeza de este nauseabundo funcionario de policía. Otra característica que comparten, por desgracia, es que González Pacheco, al igual que Billy the Kid, resume y simboliza una época: el inmundo estercolero del franquismo, en cuyo epicentro, los tenebrosos sótanos de la Dirección General de la Seguridad, González Pacheco daba rienda suelta a su vesania bajo la impunidad de una placa y la benevolencia del régimen. Torturadores sádicos, violadores por deporte y matones de uniforme proliferaron a millares en el aparato policial y represivo de esa dictadura que imperó en España durante cuatro décadas y en la que él no era más que uno más, un burócrata en el infierno.
El infierno, sin embargo, no terminó con la muerte de Franco y tuvimos que tragarnos por prescripción democrática toda la mierda que vino después, envuelta en el sacrosanto pacto de la Transición, y en mitad de la mierda, la píldora de que González Pacheco era un héroe. No sólo nunca lo juzgaron por sus crímenes sino que además recibió cuatro medallas por servicios distinguidos con incremento de pensión incluida, los cuales consistían básicamente en arrojar a presos por una ventana, quemarles con brasas de cigarrillo, machacarles los genitales o golpear a una mujer en el abdomen mientras le decía: “Ya no parirás más, puta”. Pero González Pacheco no actuaba por iniciativa propia, sino obedeciendo directrices estatales: era sólo un mecanismo más de la maquinaria del terror franquista, no la excepción sino la regla. Recuerdo cuando oí la historia del padre de un amigo al que detuvieron cuando no era más que un niño y lo llevaron a los sótanos de la Dirección General de Seguridad: lo golpearon hasta que empezó a echar sangre por el culo, un detalle que tuve que omitir en una novela (Cartas a la novias perdidas) que saldrá próximamente, porque la ficción no puede permitirse las barbaridades que la realidad da a manos llenas.
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Triste país éste en que la justicia ni siquiera ha tenido el detalle no ya de sentar en el banquillo a este excremento humano sino de quitarle al menos las medallas y honores que se ganó a fuerza de repartir dolor y horror a seres inocentes. Triste democracia en la que cientos de víctimas han tenido que conformarse con que la biología haga el trabajo que no han hecho los jueces. Triste consuelo el ver marchar tranquilamente por la puerta de atrás de un hospital a esta marioneta del espanto, igual que hizo en su día el titiritero mayor del reino. El auténtico Billy el Niño murió como vivió, de un balazo, no se sabe muy bien cómo ni dónde, supuestamente a manos de su viejo compadre, el sheriff Pat Garrett. Nada que ver con el final de este miserable que le copió el apodo y que no merece ni un ballet, ni una película, ni un relato, nada más que una sanguinaria nota a pie de página en nuestra particular historia universal de la infamia.
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