Opinión · Punto de Fisión
Maneras de dimitir
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Tenía razón Rubiales cuando vociferaba, rodeado de energúmenos que lo aclamaban estrepitosamente, que no iba a dimitir. Iba subiendo la voz al estilo de un tenor di forza en el crescendo de una ópera, un aria en staccato que fue muy aplaudida por la platea: “No voy a dimitir. ¡No voy a dimitir! ¡NO VOY A DIMITIR!” El volumen no, aunque el texto y la melodía eran muy semejantes a los de la canción de despedida de Cristina Cifuentes, la diva de la Comunidad de Madrid a la que tuvieron que sacar un video de una actuación privada en el Eroski para que liara el petate. Digo que tenía razón porque tanto Rubiales como Cifuentes han logrado la proeza de convertir en transitivo el verbo menos empleado del idioma español, un verbo casi virgen y prácticamente ruso que con Rubiales ha pasado a otra categoría gramatical: los han dimitido.
Si con Cifuentes siempre habíamos sospechado una vistosa puñalada por la espalda por parte de sus compañeros de partido, con Rubiales presenciamos un auténtico auto de fe en diferido, cuando muchos de los que lo aplaudían con fervor confesaban sólo unos días después que no tenían ni idea de lo que estaban haciendo. Los aplausos se les habían ido de las manos, fue una celebración a ciegas y a sordas, por no decir a tontas y a locas, que hasta en los deslices lingüísticos se nos cuela el machismo de andar por casa.
Gracias a esos directivos despistados, el ex presidente celebró su Domingo de Ramos sin barba y sin melena, a lomos del borrico de su propio brío, en espera de una crucifixión que iba a tener que ejecutar él mismo. Lo de Rubiales ha sido un calvario como para poner una foto suya en la entrada del diccionario. No acaban ahí los paralelismos con la Pasión de Cristo, ya que también intervino su madre con una huelga de hambre que se quedó en ayuno intermitente, mientras en su carta de dimisión Rubiales habla de la persecución desmedida que han sufrido sus hijas. Las cuales, por si fuera poca persecución, unos años antes habían tenido que pedir ayuda asistencial de comedor en el colegio al que asistían, pese a que el salario de su padre rondaba ya el millón de euros.
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Rubiales anunció su dimisión en domingo y en inglés, en el programa de un periodista británico, Piers Morgan, célebre por su machismo impertérrito. Al menos ahí le ganó por la mano a Cristo, quien no pudo escoger a un apóstol para sus penúltimas palabras y tuvo que conformarse con Poncio Pilatos. La elección a dedo de Morgan constituye toda una declaración de principios, la señal inequívoca de que a Rubiales lo han dimitido por cojones y no piensa dar su brazo a torcer, sino que más bien va a seguir difundiendo el evangelio del macho alfalfa con cargo o sin cargo, más allá de la querella presentada por la Fiscalía. De momento a Rubiales le ha salido un competidor en la figura de Víctor Mollejo, el futbolista del Zaragoza que ya ha sido denunciado por la Liga por celebrar un gol exprimiéndose el paquete con el agravante de ser calvo como un huevo.
Hablando de celebraciones, no creo que haya mucho que celebrar con la dimisión de Rubiales, aparte de la satisfacción de dejar de hablar de Rubiales. No parece que las actitudes machistas, homófobas, retrógradas y racistas en el mundo del fútbol vayan a cambiar de la noche a la mañana. Ahí está, por ejemplo, el presidente de la Liga de Fútbol Profesional, Javier Tebas, antiguo dirigente provincial de las juventudes ultraderechistas de Fuerza Nueva, que no ha evolucionado mucho en su forma de pensar durante todos estos años. “En el Rayo no quieren nazis” dijo una vez en una entrevista en Onda Cero a causa de los gritos polémicos de los aficionados contra el ucraniano Roman Zozuila. “¿Y si mañana otro equipo no quiere homosexuales?” Al lado de Tebas, Rubiales parece Lenin.
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