Opinión · Del consejo editorial
Identidades que matan
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CARMEN MAGALLÓN
Además de indignarnos, la cifra de siete mujeres muertas a manos de sus parejas o ex parejas en lo que llevamos de año vuelve a clamar por la urgencia de mantener el debate, de resistirnos a dar por normal esta sangría, de tratar de arrojar luz sobre cómo erradicar esta insidiosa lacra. Una línea de pensamiento apunta a la raíz identitaria de varones que crecieron bajo las normas de una socialización machista. Myriam Miedzian, en su libro Chicos son, hombres serán, mantiene que es desde los roles estereotipados asignados a hombres y mujeres, que se refuerzan entre sí, desde donde se construye la identificación entre masculinidad y violencia. Que los niños sufren una mayor presión social para demostrar su masculinidad a través de conductas agresivas, y que en los modelos de varón siguen predominando los valores de dureza y represión de los sentimientos (no llorar, no tener miedo…), el afán de dominio, la represión de la empatía y la competitividad extrema, condicionantes que llevan a valorar por encima de todo el éxito y a encerrarse en las dicotomías nosotros/ellos o ganar/perder.
Aunque hombres y mujeres somos víctimas de unos arquetipos potencialmente destructivos, son estos valores entronizados por una mística masculina los que juegan un papel importante en la eclosión de la violencia. Un hombre que cree que dominar a las mujeres es parte de su identidad viril vivirá como una ofensa humillante, una ofensa identitaria –en la que se dilucida “o su libertad o yo”– que la novia o compañera no se someta a su voluntad o quiera abandonarlo.
Decir también que, dado que vivimos en relación, las mujeres somos en parte cómplices de la persistencia de la violencia, pues con nuestras elecciones amorosas a menudo reafirmamos ese estereotipo de hombre que las películas caracterizan como duro, un tipo dominador que no cree en la igualdad de las mujeres. Un tipo que, ante la libertad de la mujer, reacciona con violencia, sin que parezca importarle ninguna ley sancionadora.
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No es fácil erosionar esta mentalidad violenta identitaria con la que han crecido muchas generaciones de hombres. Por eso, además de seguir alentando las denuncias, proteger a las amenazadas y extremar el control de los potenciales agresores, habría que establecer potentes programas educativos, sobre todo en los medios de comunicación. Algo habrá que hacer para que las generaciones más jóvenes suelten este pesado lastre.
Carmen Magallón es directora de la Fundación Seminario de Investigación para la Paz
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